La Asunción de la B. Virgen María
Vigilia: Cro 15, 3-4.15-16.; 16, 1-2; 1Co 15, 54-57; Lc 11, 27-28.
Misa del día: Ap 11, 19-12, 10; 1Co 15, 20-26; Lc 1, 39-56.
María, Asunta al Cielo: Signo de Esperanza y de Victoria
Queridos hermanos:
Hoy contemplamos con asombro y con gozo la gloriosa Asunción de la Santísima Virgen María. Ella, la llena de gracia, ha sido elevada al cielo en cuerpo y alma. Esta es la verdad luminosa que la Iglesia proclama con júbilo cada 15 de agosto: María no conoció la corrupción del sepulcro, porque tampoco fue tocada por la mancha del pecado original. Su cuerpo, templo del Espíritu Santo, fue preservado de la descomposición, y su alma, pura desde el principio, fue abrazada por la gloria eterna.
Desde
el siglo VI, en Palestina, se celebra esta fiesta como memoria de la Dormición
de la Virgen. En Jerusalén, junto al Huerto de los Olivos, se veneraba un
sepulcro del que —según la tradición— María fue llevada al cielo. Hoy, gracias
a las visiones de la beata Ana Catalina Emmerick, también resplandece la
tradición de su Dormición en Éfeso, donde se dice que la Madre del Señor cerró
sus ojos a este mundo para abrirlos a la eternidad.
San
Juan Damasceno, con lenguaje poético y teológico, nos dice:
“La
comunidad de los apóstoles, transportándote sobre sus espaldas a ti, que eres
el Arca verdadera del Señor, como en otro tiempo los sacerdotes transportaban
el arca simbólica, te depositaron en la tumba, a través de la cual, como a
través del Jordán, te condujeron a la verdadera Tierra Prometida, a la
Jerusalén de arriba, madre de todos los creyentes, cuyo arquitecto es Dios.”
¡Qué
imagen tan poderosa! María, como la reina Ester, entra en el palacio del Rey,
no para descansar, sino para interceder. No se olvida de su pueblo, no abandona
a sus hijos. El papa San Juan Pablo II nos recuerda que “la mediación de María
tiene el carácter de intercesión” (Redemptoris Mater, 21). Ella es signo de
esperanza, como lo fue Ester, que salvó a Israel confiando en Dios.
María
es la primera entre los redimidos. En ella, el poder de Dios ha obrado
maravillas. Su Inmaculada Concepción no la apartó de la humanidad, y su
Asunción no la aleja de la Comunión de los Santos. Al contrario, la sitúa en el
corazón de la Iglesia celestial. Revestida del Sol, coronada de estrellas,
María nos muestra la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Ella es la
primera glorificada, la primera testigo viviente de la resurrección.
En
su persona, María proclama que el Reino de Dios ya ha comenzado. Su Asunción es
anticipo de lo que esperamos: la resurrección de la carne y la vida eterna.
Como dice el símbolo apostólico, lo que confesamos para nosotros, lo vemos
cumplido en ella.
La
Iglesia enseña:
“La
Madre de Jesús, ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y
principio de la Iglesia triunfante, que habrá de tener su cumplimiento en la
vida futura.”
“Finalmente,
la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original,
terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria
celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se
asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (Ap 19,16) y vencedor
del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium, 59).
Contemplando
a María, la Iglesia camina hacia la Parusía, hacia la gloria que nos ha sido
prometida. Ella nos precede como Madre, como Esposa, como modelo de fe. Y
mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña con corazón materno.
Como proclama el prefacio III del Misal:
“Desde
su Asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia
peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida del
Señor.”
Hermanos,
miremos a María. En ella vemos nuestro destino. En ella se anticipa nuestra
victoria. Que su presencia gloriosa nos anime a vivir con fe, a caminar con
esperanza, y a amar con corazón puro. Que su intercesión nos sostenga hasta
que, como ella, podamos contemplar el rostro del Padre en la gloria eterna.
Amén.
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