Viernes 20º del TO

Viernes 20º del TO 

Mt 22, 34-40

El Amor Divino: Camino, Mandamiento y Redención

Hermanos, Dios es amor. No sólo en su esencia, sino también en el camino que nos ha revelado. El hombre ha sido llamado a conocerlo, a amarlo, a servirlo y a gozarlo eternamente. Y sólo el amor —ese fuego divino que arde sin consumir— puede guiarnos, acercarnos e introducirnos en su misterio. Ser cristiano no es simplemente evitar el pecado; es amar. Y no hay amor más grande que dar la vida. No hay mayor plenitud del ser humano en este mundo que entregarse por amor.

Toda la creación encuentra su sentido en el don de sí. Ha sido hecha para inmolarse, para entregarse. Y mientras no lo hace, su existencia queda frustrada, sin propósito. Porque, por naturaleza, tendemos a asemejarnos a Cristo, a unirnos a Él en espíritu, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los Profetas penden del amor. Desde el Deuteronomio, Dios ha mostrado al pueblo el camino de la vida. Desde el Levítico, ha revelado la perfección humana: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). El Señor une el mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo. Porque, como dice san Juan: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. El amor a Dios y al prójimo se corresponden, se implican mutuamente. No pueden existir por separado.

El Levítico nos muestra al prójimo como el camino para salir de nosotros mismos y buscar el amor. Y Cristo, en el Evangelio, une este mandamiento al amor a Dios: “El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el sendero hacia la vida feliz, el camino que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado la Ley y los Profetas con el amor con que nos ha amado (Jn 13,34). Ha derramado en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él nos amó primero. A eso ha venido: a liberarnos del yugo de las pasiones, a darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón —mente y voluntad—, con toda la vida y con todas nuestras fuerzas.

Sólo en Cristo se abren las puertas del Reino, por un amor nuevo, dado al hombre no por la creación, sino por la Redención. Por la “nueva creación”, en la que el amor es regenerado en el corazón humano.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona y salva. Ese amor que antes sólo era objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe. Si el amor cristiano es el amor de Cristo, recordemos sus palabras: “Como el Padre me amó, así os he amado yo”. El amor cristiano no es otro ni distinto del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano en Cristo es, por tanto, signo y testimonio del amor de Dios en este mundo. Testimonio al que somos llamados por la fe.

En el oráculo de Delfos se leía: “Conócete a ti mismo”. Y con razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. Pero para conocerse, primero hay que encontrarse. Dios pregunta al hombre en el Paraíso: “¿Dónde estás?” El hombre, escondido por miedo —fruto del pecado—, debe encontrarse. Como dice san Agustín en sus Confesiones: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar”. Dios nos invita a reconocernos lejos del amor, a convertirnos. Porque, como dice san Juan: “El amor perfecto expulsa el temor” (1Jn 4,18). Y para darse, hay que poseerse. Ser dueño de sí, no esclavo de las pasiones ni de los demonios.

A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios especifica con qué se debe amar; el del amor al prójimo indica cómo se debe amar. El amor a Dios debe ser total, sin división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y no se puede compartir idolátricamente el amor que sólo a Él le pertenece.

El amor al prójimo, siendo plural, nos enseña la forma del amor: unificándolo en el amor a uno mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad y prioridad con que nos amamos a nosotros mismos. Ese amor no necesita ser enseñado; es inmediato, espontáneo, y moviliza toda nuestra capacidad de amar en provecho propio.

San Agustín decía: “No hay nadie que no ame”. El problema está en el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal somos nosotros mismos; el espiritual, Dios y el prójimo; y el sobrenatural, el amor a los enemigos.

Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

              Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario