Lunes 20º del TO

Lunes 20º del TO

Mt 19, 16-22

Una cosa te falta...

Queridos hermanos, el Señor no entra en razonamientos humanos cuando se le acerca aquel llamado “joven” rico. Su respuesta es clara, directa, como la luz que disipa las sombras: “¿Por qué me preguntas lo que la Escritura afirma con tanta claridad? Escucha, Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás.”

Jesús no le habla de teorías, sino de mandamientos. Porque toda la Ley y los profetas penden de ese amor. Y es aquí donde se revela la falta del joven: ha cumplido, según él, los mandamientos del amor al prójimo, pero le falta lo esencial, el fundamento, la raíz de toda vida espiritual: amar a Dios sobre todas las cosas.

Quien ama así, cumple la Ley. Y de ese amor brota la salvación. Pero quien pretende compartir su amor a Dios con el apego a sus bienes, termina por despreciar a Dios y amarse a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles se preguntan: “¿Quién podrá salvarse?” Y Jesús les responde con verdad: “Eso no es posible para los hombres.” Sólo el conocimiento trinitario de Dios, es decir, la experiencia viva de su amor, de su Espíritu y de su gracia, puede abrirnos a esa posibilidad.

Lo mismo nos enseña el pasaje de Lucas, cuando habla del rey que, con diez mil hombres, quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14,31). Es necesario discernir nuestra impotencia, reconocer nuestra debilidad, para buscar ayuda en Dios con todo nuestro ser. Porque “todo es posible para Dios.”

Aquel joven rico se encontró con el Maestro bueno. Quería obtener de Él la certeza de la vida eterna, que el cumplimiento externo de la Ley no le había dado. Pero Cristo le confronta: ¿Qué tanto me consideras maestro y bueno, si sólo Dios es bueno? ¿Estás dispuesto a creer que en mí está tu Señor y tu Dios?

Sabemos que se marchó triste. Tenía muchos bienes. Pero su tristeza no era por los bienes en sí, sino porque su amor a Dios no fue capaz de superar el amor que sentía por sus posesiones. No pudo creer que en Jesús estaba el tesoro escondido, la perla preciosa. No discernió el valor de lo que tenía ante sus ojos. Y por eso, no vendió todo para seguirle.

Jesús le dijo: “Una cosa te falta.” No como una añadidura, sino como el fundamento de su religión: amar a Dios más que a sus bienes.

Es curioso que en Marcos y Lucas el joven hable de “herencia”, como si esperara recibir la vida eterna sin esfuerzo, como se reciben los bienes heredados. Pero el desenlace lo confirma: no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo, pero no fue así.

Jesús parece decirle: “Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre. Pero en el cielo esos bienes no tienen valor, si no son salados aquí por la limosna.” La vida eterna es herencia de los hijos. Por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme.” Hazte discípulo del Maestro bueno. Cree, y llegarás a amar incluso a tus enemigos. Entonces serás hijo de tu Padre celestial, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna.

En nosotros habita la muerte, consecuencia del pecado. Pero Cristo la ha vencido. Aquella parte de nosotros que abrimos a Él es redimida y transformada en vida. Aquella que nos reservamos, permanece sin redimir, en la muerte.

La Escritura nos llama a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Sólo abriéndonos completamente a Él, nos abrimos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia, y por encima de toda criatura, para alcanzar la Vida.

Una cosa le faltaba al joven rico: acoger la gracia que abre el corazón y las puertas del Reino. La certeza de la vida eterna se nos ha manifestado en el rostro de Cristo. Y tenemos experiencia de ella por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna.”

Pero la carne de Cristo es su entrega por todos los hombres. Su sangre es la oblación derramada para el perdón de los pecados. Nos hacemos uno con Él cuando nuestra vida se convierte también en entrega. Cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos.

Porque dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor.” “Yo lo resucitaré en el último día.” Y tendrá vida eterna. 

          Que así sea.

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