Domingo 22º del TO C:
Sir 3, 19-21.30-31; Hb 12, 18-19.22-24a; Lc 14, 1.7-14.
El Don del Amor nos llama a la plenitud
Queridos hermanos, el motor que impulsa toda la existencia, aquello que llamamos felicidad, no es otra cosa que la realización de nuestra ineludible tendencia al Bien absoluto. Es el anhelo de ser en plenitud, desde cualquier situación personal en la que la vida nos haya colocado: sea social, cultural, física, afectiva, económica o moral. Desde allí, desde lo concreto y lo limitado, tendemos —junto a nuestros semejantes— hacia una meta que nos trasciende, que parece siempre inalcanzable… hasta que se nos revela como posible en el Amor. Ese Amor que es Dios, y que se nos comunica como Don por Jesucristo en el Espíritu Santo.
Con el don de la Caridad, nuestra tendencia
centrípeta al Bien se transforma: se hace transversal, altruista,
desinteresada. Supera toda precariedad, todo complejo, toda frustración vital
que aqueja al corazón humano. Porque la equidad y la igualdad no son fruto de
nuestra justicia limitada, sino de la misericordiosa fecundidad divina.
La primera enseñanza que brota de esta Palabra
es la humildad. Dice la Escritura que Dios revela sus secretos a los humildes.
También nos dice que “Dios da su gracia a los humildes” y que “el que se
humille será ensalzado”. La humildad, entonces, no es una meta que se alcanza
por esfuerzo humano, sino la aceptación de que sea Dios mismo quien provea,
quien colme las necesidades más profundas de nuestro ser. Pero esto no es
posible sin el obsequio de la mente y de la voluntad a Dios, que se nos revela
por la fe. Es necesario haber tomado conciencia del encuentro que Dios mismo ha
propiciado en nuestra vida a través de Cristo, como nos recuerda la segunda
lectura.
Nuestra conducta manifiesta hasta qué punto ese
encuentro con Cristo se ha realizado en nosotros. Porque quien ha encontrado a
Cristo, puede abajarse, vaciarse, someterse como Él se anonadó a sí mismo. A
quien ha hallado a Cristo, le basta ser en Cristo. Su deseo de plenitud queda
satisfecho, porque han sido plantadas en él las raíces de la humildad
verdadera. El mundo deja de ser el proveedor de sustento para su espíritu,
porque Cristo ha comenzado a vivir en él.
El ser humano tiene una vocación de realización
que Dios, desde su “Hagamos” eterno, ha querido con una grandeza muy distinta a
la que aspira la naturaleza caída. Las aspiraciones del hombre sin Dios no son
más que vana hinchazón, incapaces de alcanzar los esplendores de la oblación de
sí mismo, que sólo Cristo revela y comunica por la participación del Espíritu.
Como enseña el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes: “Sólo el
Verbo encarnado revela al hombre lo que es el hombre.” Y ese conocimiento,
cuando es aceptado, se llama humildad, en el más teresiano de sus significados.
Dios se complace en la humildad del hombre,
porque en ella contempla los rasgos de su Hijo predilecto, el Siervo obediente
que se humilló a sí mismo. Y esos rasgos los imprime en quienes lo aman. La
humildad será la vestidura que coronará al justo con gloria y honor en el
Reino, el día de la resurrección.
En unos breves versículos, Jesús anuncia al
fariseo el Reino de los Cielos, que se opone a la mentalidad carnal, siempre en
busca de recompensas caducas, que ama lo que le construye desde lo exterior.
Jesús le muestra otra realidad: la del amor gratuito de Dios, que busca el bien
ajeno, que llama a los pecadores, a los pobres, a los cojos, a los ciegos, y
los invita a su banquete. Cristo le invita a recibir ese amor mediante la fe en
Él, porque con Él se hace presente el Reino de Dios.
Y ese fariseo, hermanos, somos también
nosotros. Somos los pobres, los ciegos, los cojos, los leprosos, los pecadores
a quienes Dios invita: “Si conocieras el don de Dios…” Cristo se hace el
encontradizo con cada uno, como lo hizo con Zaqueo, con Bartimeo, con los
ciegos, con los leprosos… y ahora, con nosotros. Nos da a comer su carne y a
beber su sangre, para que tengamos vida, y vida en abundancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario