Domingo 21 del TO C
(Is 66, 18-21; Hb 12, 5-7.11-13; Lc 13, 22-30)
EL AMOR SALVA
Queridos hermanos, en la primera lectura, Dios nos revela sus planes de salvación. Pero el Evangelio, con dolor, lamenta que ese ofrecimiento divino sea rechazado por el pueblo. ¡Qué misterio tan profundo! El amor gratuito de Dios, ofrecido sin condiciones, es muchas veces despreciado por corazones endurecidos.
Y
ante la pregunta que inquieta a tantos: “¿Son pocos los que se salvan?”, el
Señor responde con una verdad que nos interpela: depende de vosotros. Se salvan
los que quieren salvarse. Los que acogen la salvación como don y la convierten
en vida. Los que, movidos por el arrepentimiento y la conversión, caminan según
la voluntad de Dios. Los que permanecen en el amor recibido, ese amor que brota
de la sangre redentora de Cristo, y perseveran en la gracia hasta el final. Los
que, fortalecidos por el Espíritu, luchan, se hacen violencia a sí mismos, y
transforman su fe en fidelidad.
El
profeta Habacuc nos lo recuerda: “El justo vivirá por su fidelidad” (Hab 2,4).
La fe que justifica se hace vida cuando se persevera en el don recibido. No
basta creer; hay que vivir creyendo.
San
Juan de la Cruz, místico de fuego, nos advierte: “Al atardecer de la vida,
seremos examinados en el amor.” Y ese amor verdadero no es cómodo ni
superficial. La puerta es estrecha, porque tiene la forma de la cruz. Allí, en
el madero, se nos ha mostrado el Amor de Dios encarnado en su Verbo.
Amar
al que nos ama es fácil. Amar al que nos cae bien, es natural. Pero ese amor no
necesita ser revelado. El amor que sostiene la ley y los profetas, ese sí ha
sido revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con todas tus fuerzas; y al prójimo como a ti mismo.” (cf. Mt 22,37–39)
Pero
el amor de Dios por nosotros, ingratos y pecadores, es tan insólito, tan
desbordante, que ha tenido que ser anunciado en Jesucristo y derramado en
nuestros corazones por el don de su Espíritu. De este Bien supremo bebe toda la
creación.
La
moral universal lo proclama: “Hay que hacer el bien y evitar el mal.” Adherirse
al Señor en libertad es participar de su bondad. Ser bueno, hacer el bien. En
cambio, hacer el mal, ser malo, es rechazar el Bien, despreciar la bondad que
habita en las criaturas.
Por
sus obras conocemos a las personas: su bondad o su maldad, y no solo por sus
intenciones, deseos y propósitos. “Apartaos de mí, agentes de iniquidad” (cf.
Mt 7,23), dice el Señor. Nuestras acciones deben reflejar nuestros buenos
deseos. De lo contrario, nuestra pretendida bondad será una ilusión, y esa
ilusión puede llevarnos al más trágico desengaño.
“Hechos
son amores”, dice la sabiduría popular. “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo
que os mando” (Jn 15,14). Por su obediencia, el siervo se convierte en amigo.
“El que guarda mis mandamientos, ese me ama” (Jn 14,21). El amor de Dios por
nosotros se manifiesta en hechos. Y también en nosotros, los hechos revelan la
calidad de nuestro amor. Al final del camino, seremos examinados en ese amor.
Cristo
no ha venido simplemente a decirnos lo que debemos hacer. Ha venido a darnos su
Espíritu, para que podamos amar. Por eso nos dice: “Esto es lo que os mando:
que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Sed santos
como yo lo soy con vosotros: gratuitamente, constantemente, totalmente.
La
santidad no es cumplir mínimamente. No basta con decir: “No robo, no mato, y
cumplo.” Falta lo esencial: ¡falta amar! ¿Cuáles son los secretos de nuestro
amor que sólo Dios conoce? ¿Qué obras escondidas, qué renuncias silenciosas
hemos hecho por Él y por nuestros hermanos?
En
la Eucaristía, somos introducidos en la entrega de Cristo. Nos adherimos a ella
con nuestro “amén”, para hacerla vida nuestra, mientras esperamos su venida
gloriosa.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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