Sábado 21º del TO
Mt 25, 14-30
El Señor viene… ¿y tú, qué has hecho con el talento recibido?
Queridos hermanos, Cristo, alfa y omega de la historia, se acerca. No como un recuerdo lejano, ni como una idea abstracta, sino como juez viviente, ante quien todos habremos de rendir cuentas. Y hoy, en esta palabra del Evangelio, Él mismo se nos presenta, no para condenar, sino para revelar el sentido profundo de nuestra existencia: la vida como misión, como tiempo de fecundidad, como espacio sagrado para hacer fructificar el don del amor que hemos recibido por la efusión de su Espíritu.
Si
hemos dado fruto, si hemos vivido en fidelidad, seremos llamados “siervos
buenos y fieles” y entraremos en el gozo del Señor. Y aquellos a quienes
hayamos ganado para Cristo con nuestras palabras y con nuestra vida, recibirán
también su sentencia gloriosa: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la
herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.”
El
Señor, que nos ha confiado su misión y nos ha dado de su Espíritu —a cada uno
según su capacidad— volverá para recoger los frutos. Y dará a cada cual según
su trabajo, con una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin
parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas.
Como
enseña la parábola, el Señor no se queda con nada. Incluso al que tiene diez
talentos, le añade el talento del siervo perezoso. ¡Qué misterio de abundancia!
Es imposible imaginar los bienes que Dios ha preparado para los que le aman.
San Pablo lo expresa así: “Nuestros sufrimientos del tiempo presente no son
comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”
Estar
en vela no es vivir en ansiedad, sino en vigilancia amorosa. Es el corazón que
ama y espera, como la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba,
y la voz de mi amado oí.” El amor verdadero es siempre fecundo, siempre
activo en el servicio. El pecado, en cambio, rompe con el amor y engendra
miedo, como vemos desde el Génesis. El siervo infiel no fue castigado por no
tener éxito, sino por haber hecho estéril la gracia recibida. Cambió el amor
por miedo, y el miedo lo paralizó en la desobediencia. Su juicio corrompió el
don, y como un miembro muerto, fue apartado para no contaminar el cuerpo
entero.
El
que, habiendo recibido de Cristo su talento, vive sólo para las cosas de la
tierra, es como quien lo entierra, como quien oculta la luz bajo el celemín.
Orígenes lo dice con claridad: “Cuando vieres alguno que tiene habilidad
para enseñar y aprovechar a las almas, y que oculta este don, aunque en el
trato manifieste cierta religiosidad, no dudes en decir que este tal recibió un
talento y él mismo lo enterró.” (Orígenes, In Matthaeum, 33)
A
veces nos lamentamos de no comprender la grandeza de Dios, su bondad, su amor.
Pero esta ceguera está en consonancia con nuestra falta de conciencia sobre la
gravedad del pecado. Dios, en su sabiduría, acrecienta en nosotros la
conciencia de nuestras faltas a medida que crece nuestro conocimiento de su
amor. El amor madura, y con él, la conversión. La pecadora del Evangelio, a
quien se le perdonó mucho, amó mucho. Porque quien recibe mucho, ama mucho. San
Juan lo resume así: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó primero.”
Lo
más importante no es mirar los resultados, sino confiar en el Señor y servirle
con amor. Amar con generosidad, y ser generosos en el amor. Porque es Dios
quien da el incremento. El secreto no está en “dar” mucho o poco, sino en
“darse” por entero, como la viuda del Evangelio.
Y
finalmente, escuchemos a Jesús: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también
trabajo.” Es la actividad constante del amor. Es el dinamismo de la vida en
Cristo. Es la fecundidad que Él desea en sus discípulos, para que tengan vida,
y vida en abundancia, en la gran obra de la Regeneración.
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