Domingo 18º del TO C
Qo 1,2; 2, 21-23; Col 3, 1-5.9-11; Lc
12, 13-21
Enriquecerse en Orden a Dios
Queridos hermanos, hoy se nos invita a mirar con profundidad el misterio del corazón humano y su relación con los bienes de este mundo. La experiencia de la muerte, que todos vivimos como consecuencia del pecado, nos revela cuán frágil es la vida terrenal. Esa fragilidad, esa incertidumbre del mañana, nos empuja a buscar seguridad... y tantas veces creemos encontrarla en el dinero, en los bienes, en lo que se puede guardar y atesorar. Pero ¡cuidado! Porque el Evangelio nos confronta con claridad y sin rodeos: ¡Necio el que busca seguridad donde no hay vida!
¿Dónde está el
verdadero problema?
No en las cosas, que
han sido creadas por Dios como buenas. No en la abundancia o en la escasez. El
problema está en el corazón que endiosa lo que es pasajero. En el corazón que
pide vida eterna a lo que no puede ofrecer más que polvo. Y cuando esto ocurre,
el hombre se esclaviza... se ata a lo temporal... y se pierde en lo vano.
La Palabra nos revela
el secreto del corazón humano
Aquel corazón que atesora involucra su
entendimiento y voluntad. Es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el
Señor tu delicia, y Él te concederá los deseos de tu corazón” (Sal 37,4). Todo
lo demás es precario, todo lo demás se corrompe. Sólo Dios es plenitud eterna.
Por eso, afanarse por los bienes como si fuesen el fin último de la vida
es—como dice la Escritura—una necedad vana para los llamados a la ciudadanía
del cielo.
¿Amas o codicias?
No es lo mismo codiciar
que atesorar. El Reino de los cielos es un tesoro escondido; quien lo busca y
lo guarda lo hace por amor. Pero el que codicia pone su amor en lo creado y no
en el Creador. San Agustín lo enseñaba con sabiduría: “No hay nadie que no
ame... pero el problema está en el objeto de ese amor.”
La caridad, remedio del
corazón
El amor al dinero se
transforma en amor a Dios y al prójimo por medio de la caridad y la limosna.
“Dad en limosna lo que tenéis en el corazón, y todo será puro para vosotros.”
San Basilio lo señala con fuerza: lo que perdió al rico de la parábola fue su falta
de generosidad. Enriquecerse en orden a Dios es empobrecerse frente a los
ídolos. Y el dinero, ese gran ídolo de nuestro tiempo, sólo se purifica cuando
se entrega, cuando se transforma en cruz, cuando se vuelve limosna.
El joven rico, imagen
del corazón aferrado
Dios le dio la
oportunidad de trasladar sus riquezas a las moradas eternas. Pero no pudo. No
supo despegarse de ellas. Y a cambio recibió tristeza. Porque los dones de
Dios, si se poseen con corazón idólatra, se convierten en trampas. La verdadera
sabiduría está en poner nuestra esperanza en el Señor y hacer de la caridad
nuestro anhelo. ¡Sólo en Él hay seguridad verdadera!
Cristo, plenitud de
vida
“Dichoso el hombre cuyo
Dios es el Señor.” Cristo ha venido para sanar el corazón, arrancar de él el
pecado y que su Espíritu viva en nosotros. Ha venido para saciar nuestra sed de
eternidad y romper nuestras cadenas con la codicia.
San Pablo nos llama a
mirar hacia arriba
Busquemos los bienes
celestiales, donde está Cristo, y demos muerte a la codicia, que no es otra
cosa que idolatría.
La Eucaristía, misterio
de comunión
Al participar del Pan vivo, decimos “Amén” a la entrega de Cristo. Amén a la vida eterna. Amén al amor que se da por completo. Porque en Él, y sólo en Él, nuestra vida se enriquece hasta hacerse eterna.
Proclamemos juntos
nuestra fe.