Lunes 22º del TO

Lunes 22º del TO

Lc 4, 16-30

El Profeta rechazado en su patria

Cuando el Señor vuelve a su patria, entra en la sinagoga de Nazaret y proclama la lectura del profeta Isaías. Lo que comienza en admiración por parte de sus paisanos, pronto se transforma en rechazo. Dejemos de lado si se trata de dos pasajes distintos que Lucas sintetiza en uno solo; lo que hoy nos interpela es la raíz de ese rechazo: el deseo de que Dios se acomode a nuestros criterios, a nuestras categorías mentales, a nuestra lógica humana. Queremos que Él sirva a nuestra razón, en lugar de que nosotros nos postremos ante su autoridad. Pero Dios es Dios, y su amor y su sabiduría nos sobrepasan infinitamente.

El problema de Nazaret no es ajeno a nosotros. Se escandalizan de que “el hijo del carpintero” se presente como profeta con poder y autoridad. ¿Cómo puede alguien tan común ser portador de lo divino? Olvidan que Dios da sus dones a quien quiere, y llama a quien le place. Además, el pueblo espera un Mesías libertador, un líder político que rompa el yugo romano y exalte a Israel ante las naciones. No se detienen a discernir los planes de Dios. Por eso, dice el Evangelio, Cristo no hizo allí los milagros que realizó en otros lugares: por su falta de fe. Dios no se impone; se deja rechazar. Respeta nuestra libertad, incluso cuando esta lo excluye.

Al comentar aquel pasaje de Isaías, cualquier otro podría haber encendido el fervor nacionalista, completando la frase del texto: “Proclamar el año de gracia del Señor, día de venganza de nuestro Dios.” Pero Cristo no busca el aplauso, ni la estima de la gente, ni su propia gloria. Él no se deja seducir por una lectura fácil, sentimental o interesada de la Escritura. No hace un discurso patriótico para ganarse el favor del pueblo. Omite la segunda parte del texto, enfrentándose a la mentalidad común, negándose a decir lo que la gente quiere escuchar. No hace un discurso “políticamente correcto” como se dice ahora. Porque la venganza de Dios no es contra los romanos, sino contra los enemigos que esclavizan el corazón: el pecado, el egoísmo, el diablo.

Cristo ha sido enviado para liberar a su pueblo —y a toda la humanidad— de la esclavitud del pecado. Para ello, deberá perdonar, deberá entregarse, deberá morir en la cruz. La venganza de Dios caerá sobre Él, que lavará nuestros pecados con su sangre. Él pisará solo el lagar de la cólera divina, para que nosotros seamos salvados.

Pero el pueblo se resiste. Se apoya en la falsa seguridad de ser el pueblo elegido, descendientes de Abrahán, confiando en la presencia del Templo como garantía de impunidad. Cristo derriba esa falsa confianza. Recuerda que en tiempos de Elías, Dios alimentó a una viuda extranjera, y en tiempos de Eliseo, curó a un leproso extranjero. No a los de Israel.

El privilegio de ser elegidos no nos exime de convertirnos de corazón. Al contrario, nos llama a ser los primeros en hacerlo. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.” También nosotros hemos heredado la elección, hemos recibido la llamada, las promesas, la gracia, y la gloria, en la Iglesia… Pero todo eso exige una conversión constante, una entrega diaria a la voluntad de Dios.

           Que así sea.                             

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Domingo 22º del TO C

Domingo 22º del TO C:

Sir 3, 19-21.30-31; Hb 12, 18-19.22-24a; Lc 14, 1.7-14.

El Don del Amor nos llama a la plenitud

Queridos hermanos, el motor que impulsa toda la existencia, aquello que llamamos felicidad, no es otra cosa que la realización de nuestra ineludible tendencia al Bien absoluto. Es el anhelo de ser en plenitud, desde cualquier situación personal en la que la vida nos haya colocado: sea social, cultural, física, afectiva, económica o moral. Desde allí, desde lo concreto y lo limitado, tendemos —junto a nuestros semejantes— hacia una meta que nos trasciende, que parece siempre inalcanzable… hasta que se nos revela como posible en el Amor. Ese Amor que es Dios, y que se nos comunica como Don por Jesucristo en el Espíritu Santo.

Con el don de la Caridad, nuestra tendencia centrípeta al Bien se transforma: se hace transversal, altruista, desinteresada. Supera toda precariedad, todo complejo, toda frustración vital que aqueja al corazón humano. Porque la equidad y la igualdad no son fruto de nuestra justicia limitada, sino de la misericordiosa fecundidad divina.

La primera enseñanza que brota de esta Palabra es la humildad. Dice la Escritura que Dios revela sus secretos a los humildes. También nos dice que “Dios da su gracia a los humildes” y que “el que se humille será ensalzado”. La humildad, entonces, no es una meta que se alcanza por esfuerzo humano, sino la aceptación de que sea Dios mismo quien provea, quien colme las necesidades más profundas de nuestro ser. Pero esto no es posible sin el obsequio de la mente y de la voluntad a Dios, que se nos revela por la fe. Es necesario haber tomado conciencia del encuentro que Dios mismo ha propiciado en nuestra vida a través de Cristo, como nos recuerda la segunda lectura.

Nuestra conducta manifiesta hasta qué punto ese encuentro con Cristo se ha realizado en nosotros. Porque quien ha encontrado a Cristo, puede abajarse, vaciarse, someterse como Él se anonadó a sí mismo. A quien ha hallado a Cristo, le basta ser en Cristo. Su deseo de plenitud queda satisfecho, porque han sido plantadas en él las raíces de la humildad verdadera. El mundo deja de ser el proveedor de sustento para su espíritu, porque Cristo ha comenzado a vivir en él.

El ser humano tiene una vocación de realización que Dios, desde su “Hagamos” eterno, ha querido con una grandeza muy distinta a la que aspira la naturaleza caída. Las aspiraciones del hombre sin Dios no son más que vana hinchazón, incapaces de alcanzar los esplendores de la oblación de sí mismo, que sólo Cristo revela y comunica por la participación del Espíritu. Como enseña el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes: “Sólo el Verbo encarnado revela al hombre lo que es el hombre.” Y ese conocimiento, cuando es aceptado, se llama humildad, en el más teresiano de sus significados.

Dios se complace en la humildad del hombre, porque en ella contempla los rasgos de su Hijo predilecto, el Siervo obediente que se humilló a sí mismo. Y esos rasgos los imprime en quienes lo aman. La humildad será la vestidura que coronará al justo con gloria y honor en el Reino, el día de la resurrección.

En unos breves versículos, Jesús anuncia al fariseo el Reino de los Cielos, que se opone a la mentalidad carnal, siempre en busca de recompensas caducas, que ama lo que le construye desde lo exterior. Jesús le muestra otra realidad: la del amor gratuito de Dios, que busca el bien ajeno, que llama a los pecadores, a los pobres, a los cojos, a los ciegos, y los invita a su banquete. Cristo le invita a recibir ese amor mediante la fe en Él, porque con Él se hace presente el Reino de Dios.

Y ese fariseo, hermanos, somos también nosotros. Somos los pobres, los ciegos, los cojos, los leprosos, los pecadores a quienes Dios invita: “Si conocieras el don de Dios…” Cristo se hace el encontradizo con cada uno, como lo hizo con Zaqueo, con Bartimeo, con los ciegos, con los leprosos… y ahora, con nosotros. Nos da a comer su carne y a beber su sangre, para que tengamos vida, y vida en abundancia.

  Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 21º del TO

Sábado 21º del TO 

Mt 25, 14-30

El Señor viene… ¿y tú, qué has hecho con el talento recibido?

Queridos hermanos, Cristo, alfa y omega de la historia, se acerca. No como un recuerdo lejano, ni como una idea abstracta, sino como juez viviente, ante quien todos habremos de rendir cuentas. Y hoy, en esta palabra del Evangelio, Él mismo se nos presenta, no para condenar, sino para revelar el sentido profundo de nuestra existencia: la vida como misión, como tiempo de fecundidad, como espacio sagrado para hacer fructificar el don del amor que hemos recibido por la efusión de su Espíritu.

Si hemos dado fruto, si hemos vivido en fidelidad, seremos llamados “siervos buenos y fieles” y entraremos en el gozo del Señor. Y aquellos a quienes hayamos ganado para Cristo con nuestras palabras y con nuestra vida, recibirán también su sentencia gloriosa: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.”

El Señor, que nos ha confiado su misión y nos ha dado de su Espíritu —a cada uno según su capacidad— volverá para recoger los frutos. Y dará a cada cual según su trabajo, con una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas.

Como enseña la parábola, el Señor no se queda con nada. Incluso al que tiene diez talentos, le añade el talento del siervo perezoso. ¡Qué misterio de abundancia! Es imposible imaginar los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo lo expresa así: “Nuestros sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

Estar en vela no es vivir en ansiedad, sino en vigilancia amorosa. Es el corazón que ama y espera, como la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba, y la voz de mi amado oí.” El amor verdadero es siempre fecundo, siempre activo en el servicio. El pecado, en cambio, rompe con el amor y engendra miedo, como vemos desde el Génesis. El siervo infiel no fue castigado por no tener éxito, sino por haber hecho estéril la gracia recibida. Cambió el amor por miedo, y el miedo lo paralizó en la desobediencia. Su juicio corrompió el don, y como un miembro muerto, fue apartado para no contaminar el cuerpo entero.

El que, habiendo recibido de Cristo su talento, vive sólo para las cosas de la tierra, es como quien lo entierra, como quien oculta la luz bajo el celemín. Orígenes lo dice con claridad: “Cuando vieres alguno que tiene habilidad para enseñar y aprovechar a las almas, y que oculta este don, aunque en el trato manifieste cierta religiosidad, no dudes en decir que este tal recibió un talento y él mismo lo enterró.” (Orígenes, In Matthaeum, 33)

A veces nos lamentamos de no comprender la grandeza de Dios, su bondad, su amor. Pero esta ceguera está en consonancia con nuestra falta de conciencia sobre la gravedad del pecado. Dios, en su sabiduría, acrecienta en nosotros la conciencia de nuestras faltas a medida que crece nuestro conocimiento de su amor. El amor madura, y con él, la conversión. La pecadora del Evangelio, a quien se le perdonó mucho, amó mucho. Porque quien recibe mucho, ama mucho. San Juan lo resume así: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.”

Lo más importante no es mirar los resultados, sino confiar en el Señor y servirle con amor. Amar con generosidad, y ser generosos en el amor. Porque es Dios quien da el incremento. El secreto no está en “dar” mucho o poco, sino en “darse” por entero, como la viuda del Evangelio.

Y finalmente, escuchemos a Jesús: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo.” Es la actividad constante del amor. Es el dinamismo de la vida en Cristo. Es la fecundidad que Él desea en sus discípulos, para que tengan vida, y vida en abundancia, en la gran obra de la Regeneración.

           Que así sea.

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El martirio de san Juan Bautista

El martirio de san Juan Bautista

1Co 1, 26-31; Mc 6, 17-29

Testimonio de Juan, el Precursor

Queridos hermanos, hoy la Iglesia nos invita a contemplar al mayor entre los nacidos de mujer. No hablamos de un rey ni de un sabio, sino de un profeta: de Elías redivivo, del último mártir del Antiguo Testamento, del último profeta, del testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (cf. Jn 5,35). Hoy recordamos al amigo del Esposo, a la voz que clama en el desierto, al Precursor del Señor. Aquel que nació lleno del Espíritu Santo, y que, siendo el único santo cuyo nacimiento celebramos litúrgicamente, recibió de Cristo un testimonio que nos desconcierta y nos ilumina: “El más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él” (cf. Mt 11,11).

Juan inaugura el Evangelio no con milagros, sino con su predicación. Y lo hace desde la humildad: no se considera digno de desatar las correas de las sandalias de Aquel que viene. Él anuncia un tiempo de gracia, un kairós divino, en el que “Dios es favorable” para que el hombre vuelva a Él. Proclama la conversión, no como exigencia, sino como don de la misericordia divina que acoge al pecador. Juan llama a la reconciliación: entre padres e hijos, entre generaciones, entre el hombre y su Dios. Es tiempo de alegría por la cercanía del Señor, tiempo de volver a Él con gozo.

Esta es la justicia ante Dios, la que los escribas y fariseos se niegan a recibir al rechazar a Juan (cf. Lc 7,30). No se trata de la justicia de los jueces, sino de la justicia de los justos: la que acoge el don gratuito de Dios, la que se deja transformar por la gracia.

«Vino para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7). La misión de Juan, profeta y “más que profeta”, no fue sólo anunciar, sino señalar al Siervo, identificarlo entre los hombres: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Y también nosotros, hermanos, hemos sido llamados a dar testimonio. No estamos solos. El Señor nos acompaña, confirma nuestras palabras, y nos sostiene con los signos de su presencia. Nos alimenta con su cuerpo y con su sangre, para que seamos más que precursores: testigos vivos de su amor en esta generación.

Que el ejemplo de Juan nos inspire a vivir con ardor, con humildad, y con fidelidad. Que seamos lámparas encendidas, que ardan sin consumirse, para que muchos crean por nuestro testimonio.

            Que así sea.

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Jueves 21º del TO

Jueves 21º del TO

Mt 24, 42-51

Administradores y vigilantes en la Esperanza

Queridos hermanos, en su infinita bondad, Dios ha querido compartir su hacienda celestial con nosotros. Nos ha llamado a una existencia orientada hacia la comunión de amor con Él, y nos ha provisto de los medios necesarios para alcanzarla. Todo cuanto somos y tenemos —incluida la vida misma— está ordenado al amor. Porque es el amor quien nos abre las puertas al Amor con mayúscula: a la Bienaventuranza, al Reino de Dios, a la vida eterna, al cielo, a la Casa del Padre.

Hoy, la Palabra nos invita a una vigilancia distinta de la que contemplábamos ayer. Si entonces esperábamos al Señor que regresa de la boda para entrar con Él al banquete del amor, hoy se nos llama a estar preparados para su visita inesperada. Una visita que no avisa, que sorprende, que pide cuentas. El Señor viene como ladrón en la noche para aquellos que han hecho de sus dones algo propio, que no desean ni esperan su venida. Pero viene también como Dueño justo, a reclamar el tesoro que nos confió para hacerlo fructificar, y a retribuir a cada uno según haya servido.

No somos dueños, sino administradores a prueba. Y si hemos sido fieles y solícitos en el servicio, el Señor nos pondrá al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para siempre. ¡Qué promesa tan gloriosa! Pero esa fidelidad no consiste en apropiarnos de lo que se nos ha confiado, sino en servir con pureza, con sobriedad, y con amor. No sólo al Señor, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con que hemos sido amados por Dios.

Esta vigilancia es necesaria para todos los que desean servir al Señor. Pero lo es aún más para quienes han sido llamados a ser administradores de los bienes de su casa: fieles, prudentes, responsables del cuidado de otros siervos y siervas. ¡Dichosos los que se mantienen constantes en esta fidelidad! Ellos serán alimentados con lo sabroso de su casa, y abrevados en el torrente de sus delicias. Pero a los infieles se les pedirá cuentas, y se les pagará conforme a sus obras.

Mientras esperamos la venida del Señor, se nos concede —según nuestra disposición interior— ser alimentados ya con vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús, quien se entregó por nosotros. Que esta esperanza nos sostenga, que esta vigilancia nos despierte, y que este amor nos impulse a servir con alegría, hasta que Él venga.

Que así sea.

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Miércoles 21º del TO

Miércoles 21º del TO

Mt 23, 27-32

Urgencia de la Conversión

Queridos hermanos:

Hoy, la Palabra nos llama con fuerza: es una invitación a la fe y a la conversión. Nos urge a acoger a los profetas, a creer en su enseñanza, y a convertirnos en testigos gozosos de esa misma conversión que transforma el corazón. Porque sólo desde una vida renovada, podrá ser lavada la sangre derramada por nuestros pecados y restaurada nuestra justicia. Ya que terminado el “tiempo de higos”, llegará el momento de rendir cuentas. Nos lo advierte el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino, no sea que tengas que pagar hasta el último céntimo.”

Honrar a los profetas no es adornar sus sepulcros, sino acoger su palabra viva. El pueblo de Israel, queriendo justificarse, se desmarcó de la conducta de sus padres, pero repitió el mismo rechazo a los enviados de Dios. Cristo les confronta: lavan la copa por fuera, mientras dentro permanece la inmundicia. Rechazan al único Profeta que puede purificarlos de la sangre derramada, y harán lo mismo con los que Dios les seguirá enviando.

Rechazar a Jesús es cerrar la puerta de la misericordia a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Es hacer más pesada su carga, impidiéndoles la esperanza del perdón que anunciaban los profetas. Es volver a matarlos, como hicieron sus padres. Y al rechazar a Juan Bautista, impiden la acogida del que él anunciaba: el portador del bautismo en el Espíritu Santo y en fuego.

¿Y nosotros? ¿Pensamos acaso que no se pedirán cuentas también a nuestra generación, bañada en la sangre de Cristo? Rechazar a Cristo es rechazar el “año de gracia del Señor” y trivializar el “día de venganza de nuestro Dios”, cumplido en la sangre de su Hijo. Pero aún hoy, el kairós de la misericordia permanece abierto. Es tiempo de conversión. Es tiempo de acoger a Cristo, de sumergirnos en su bautismo, de escuchar su Palabra, de dar gracias por su perdón, y de vivir en comunión con los hermanos. 

           Que así sea.

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Martes 21º del TO

Martes 21º del TO

Mt 23, 23-26

“Purificar el corazón”

Hermanos, purificar al hombre es purificar su corazón. El Señor, que escudriña lo más profundo del alma, pudo haber dicho al fariseo: “Purificad vuestro corazón, y todo será puro para vosotros”. Pero fue más concreto, más incisivo, porque conocía su interior. Y le dijo: “Dad limosna de lo que tenéis, de lo que atesoráis, de lo que amáis, de lo que está en vuestro corazón, y todo será puro en vosotros y para vosotros”.

No hay comunión con Dios en un corazón contaminado por el amor al dinero, ese ídolo por antonomasia que desplaza a Dios y a los hermanos. Porque, como dice la Escritura: “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Si metes en tu corazón la caridad, expresada en la limosna, entonces quedará puro. Puro tu corazón, y puros tus ojos, para ver al hermano a través de la misericordia.

Meter la caridad en el corazón supone acoger la Palabra. “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra, que es Cristo, suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama en nuestro corazón el amor de Dios. Ese amor ensancha el corazón para acoger a los hermanos y ofrecerse a ellos como don.

Tocar a la persona es tocar su corazón, donde residen los actos humanos voluntarios, según la Escritura. En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio del entendimiento y el impulso de la voluntad, que se unifican en el amor. San Agustín lo decía con sabiduría: “No hay quien no ame; la cuestión está en cuál sea el objeto de su amor”. Si el objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí. Si es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y la persona se frustra.

Para arrancar el ídolo del tesoro del corazón, hay que odiarlo, en el sentido evangélico: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). No es odio de destrucción, sino de desapego radical, para que Dios sea el centro.

La caridad todo lo excusa, no toma en cuenta el mal cuando somos ofendidos. Pero, como hace Jesús en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte y perdonarlo en el día del juicio. La limosna despega el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor. Cubre multitud de pecados, remedia la precariedad ajena y sana las propias heridas. Es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce. San Agustín lo expresa así: “El que da limosna tiene primeramente caridad con su propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los que se ve tan necesitada”.

Sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don de Cristo, haciéndonos un solo espíritu con Él.

Dios es amor, es misericordia que busca siempre el bien del pecador, atrayéndolo a sí. Amar es sintonizar nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. Este conocimiento de Dios, que se traduce en amor obediente a sus palabras, se hace don de sí, y es vida para nosotros. Pero, a causa del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal. Por eso, la vida cristiana, con las armas del Espíritu, no deja nunca de ser combate, como nos recuerda san Pablo.

La ley tiene un cometido de signo y de cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley, y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama se adhiere rectamente a los mandamientos. Pero una adhesión legalista, sin amor, sólo alcanza la superficie, y es estéril. El cumplimiento externo, sin el fuego del amor, carece de valor: “Misericordia quiero, no sacrificios”. “Esto había que practicar, sin olvidar aquello”. “Cuelan el mosquito y se tragan el camello”.

¡Ay de nosotros, hermanos! Si, como los escribas, fariseos y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea el amor del Señor y la caridad con nuestros semejantes. ¡Ay de nosotros si pretendemos justificar nuestra perversión con la vaciedad de un cumplimiento externo, extraño al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las pasiones mundanas!

           Que así sea.

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Lunes 21º del TO

Lunes 21º del TO

Mt 23, 13-22

Contra la Hipocresía

Queridos hermanos, el Señor, como buen pastor, nos da las claves para discernir entre los verdaderos guías y los falsos. En su tiempo, los escribas y fariseos eran considerados el espejo de la religiosidad por el pueblo, admirados por su aparente santidad. Pero Cristo, con la autoridad de quien conoce los corazones, advierte: “Dicen y no hacen.” Son guías ciegos, hipócritas y necios.

Esta advertencia no es solo para los pastores, sino también para las ovejas. Porque tanto la falsa doctrina —como nos dice el Evangelio de Mateo— como la levadura —de la que habla Lucas— corrompen por el ejemplo, no solo por las palabras. Y es que el corazón pervertido por la incredulidad y la idolatría, que ama el mundo —el dinero, la fama, el poder y el afecto desordenado de las criaturas— se aparta de Dios, pierde el discernimiento, y se hunde en las tinieblas y en la muerte, esclavizado por el padre de la mentira: el diablo.

San Juan Clímaco nos recuerda que entre las pasiones y los vicios, algunos son públicos y desvergonzados —como la gula y la lujuria— pero otros, más ocultos y disimulados, son aún peores. Tal es la hipocresía, que con apariencia de virtud y celo, esconde veneno. El hipócrita instrumentaliza la religión en provecho propio, mientras Cristo ha venido a testificar con su vida la Verdad del amor de Dios contra la mentira diabólica.

El que vive en la Verdad apoya su vida en Cristo, y en Él encuentra libertad. Sabemos que hemos sido valorados con el altísimo precio de su sangre. Que este amor perfecto expulse de nosotros el temor que nos aparta de la Verdad. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel cuyo amor es tan grande como su poder.

El Evangelio de Lucas nos habla del juicio, y nos presenta la hipocresía como fermento de corrupción, unida a la necedad y a la impiedad. Frente a ella, se alza la Verdad, acompañada de la sabiduría y la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la mera sinceridad —que a veces no oculta su desprecio por Dios— sino la conversión al amor divino que es Cristo. La verdadera conversión del hipócrita consiste en llegar a ser lo que aparenta, y no en dejar de aparentar lo que tristemente no es.

Dios es la Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Él no se le puede engañar. Si en esta vida pasa por alto nuestras falsedades, es por su misericordia y paciencia eternas, esperando nuestra conversión. Pero llegará el tiempo de la justicia, cuando deberemos rendir cuentas y recibir según nuestra respuesta a su gracia.

La falsedad se alinea con la vaciedad, con la ausencia de luz, con el mal que es ausencia de amor. ¿Qué es la hipocresía sino simulación que se refugia en las tinieblas, hija del mentiroso desde el principio?

La hipocresía, al buscar la apariencia, corrompe. Porque son los ejemplos, no las palabras, los que arrastran. El hipócrita oculta su realidad, consciente de su maldad, y sin intención de enmendarla, la disimula, buscando la aprobación de los hombres, sin importarle lo que Dios conoce. Es un necio quien desprecia el bien que podría iluminar su vida, y busca vanamente la estima de la gente. Vive en la carne, y de ella cosechará corrupción para sí y para quienes lo sigan.

Por eso el Señor advierte primero a sus discípulos y luego a todos los oyentes: ¡Cuidado con los hipócritas! Maldad y necedad se alían en ellos, y su gravedad es tremenda.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene de fondo la persecución. Cuando menciona la levadura, se refiere a la doctrina de los fariseos y saduceos: guías ciegos que guían a ciegos. Jesús dice: “Observad todo lo que os digan, pero no imitéis su conducta.” Marcos añade la levadura de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

Los fariseos aparentan piedad, pero no son piadosos de corazón. Son operadores de iniquidad, que buscan su propia gloria, no la de Dios. Jesús los llama “ciegos que guían a ciegos.”

La levadura es figura de la corrupción, y como ella, se propaga rápidamente. La hipocresía esclaviza al alma, porque quien vive en ella está bajo el dominio del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas: serán separados de Él, no por su apariencia, sino por sus obras. Él ha venido a traer Espíritu y fuego. Y si bien el fuego del Espíritu purifica, el fuego de la gehenna no se apaga, ni puede sanar la llaga incurable de la libre condenación.

El temor de Dios es fruto de la fe. “¡Temed a ese!” —dice el Señor—, temed al que quemará la paja con fuego que no se apaga. No temamos por esta vida, sino por la otra. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, ¡cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos por el Reino, de nuestros desvelos por el Evangelio, y de nuestra entrega por los más necesitados! 

 Que así sea.

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Domingo 21º del TO C

Domingo 21 del TO C 

(Is 66, 18-21; Hb 12, 5-7.11-13; Lc 13, 22-30)

EL AMOR SALVA

Queridos hermanos, en la primera lectura, Dios nos revela sus planes de salvación. Pero el Evangelio, con dolor, lamenta que ese ofrecimiento divino sea rechazado por el pueblo. ¡Qué misterio tan profundo! El amor gratuito de Dios, ofrecido sin condiciones, es muchas veces despreciado por corazones endurecidos.

Y ante la pregunta que inquieta a tantos: “¿Son pocos los que se salvan?”, el Señor responde con una verdad que nos interpela: depende de vosotros. Se salvan los que quieren salvarse. Los que acogen la salvación como don y la convierten en vida. Los que, movidos por el arrepentimiento y la conversión, caminan según la voluntad de Dios. Los que permanecen en el amor recibido, ese amor que brota de la sangre redentora de Cristo, y perseveran en la gracia hasta el final. Los que, fortalecidos por el Espíritu, luchan, se hacen violencia a sí mismos, y transforman su fe en fidelidad.

El profeta Habacuc nos lo recuerda: “El justo vivirá por su fidelidad” (Hab 2,4). La fe que justifica se hace vida cuando se persevera en el don recibido. No basta creer; hay que vivir creyendo.

San Juan de la Cruz, místico de fuego, nos advierte: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor.” Y ese amor verdadero no es cómodo ni superficial. La puerta es estrecha, porque tiene la forma de la cruz. Allí, en el madero, se nos ha mostrado el Amor de Dios encarnado en su Verbo.

Amar al que nos ama es fácil. Amar al que nos cae bien, es natural. Pero ese amor no necesita ser revelado. El amor que sostiene la ley y los profetas, ese sí ha sido revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas; y al prójimo como a ti mismo.” (cf. Mt 22,37–39)

Pero el amor de Dios por nosotros, ingratos y pecadores, es tan insólito, tan desbordante, que ha tenido que ser anunciado en Jesucristo y derramado en nuestros corazones por el don de su Espíritu. De este Bien supremo bebe toda la creación.

La moral universal lo proclama: “Hay que hacer el bien y evitar el mal.” Adherirse al Señor en libertad es participar de su bondad. Ser bueno, hacer el bien. En cambio, hacer el mal, ser malo, es rechazar el Bien, despreciar la bondad que habita en las criaturas.

Por sus obras conocemos a las personas: su bondad o su maldad, y no solo por sus intenciones, deseos y propósitos. “Apartaos de mí, agentes de iniquidad” (cf. Mt 7,23), dice el Señor. Nuestras acciones deben reflejar nuestros buenos deseos. De lo contrario, nuestra pretendida bondad será una ilusión, y esa ilusión puede llevarnos al más trágico desengaño.

“Hechos son amores”, dice la sabiduría popular. “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando” (Jn 15,14). Por su obediencia, el siervo se convierte en amigo. “El que guarda mis mandamientos, ese me ama” (Jn 14,21). El amor de Dios por nosotros se manifiesta en hechos. Y también en nosotros, los hechos revelan la calidad de nuestro amor. Al final del camino, seremos examinados en ese amor.

Cristo no ha venido simplemente a decirnos lo que debemos hacer. Ha venido a darnos su Espíritu, para que podamos amar. Por eso nos dice: “Esto es lo que os mando: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Sed santos como yo lo soy con vosotros: gratuitamente, constantemente, totalmente.

La santidad no es cumplir mínimamente. No basta con decir: “No robo, no mato, y cumplo.” Falta lo esencial: ¡falta amar! ¿Cuáles son los secretos de nuestro amor que sólo Dios conoce? ¿Qué obras escondidas, qué renuncias silenciosas hemos hecho por Él y por nuestros hermanos?

En la Eucaristía, somos introducidos en la entrega de Cristo. Nos adherimos a ella con nuestro “amén”, para hacerla vida nuestra, mientras esperamos su venida gloriosa.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 20º del TO

Sábado 20º del TO

Mt 23, 1-12

La gloria que viene de Dios

 Queridos hermanos, el Evangelio de hoy nos invita a mirar más allá de nosotros mismos, a dejar de buscar la gloria en nuestras obras, en nuestros méritos, en nuestras apariencias... y a encontrarla en Cristo, que es la verdadera fuente de toda gloria. Porque Dios es Amor, y su deseo profundo es la felicidad del hombre. Nos llama a la comunión con Él, que es vida, sacándonos de la trampa de la autocomplacencia y abriéndonos al camino de la fe y del amor.

Los escribas y fariseos, nos dice el Señor, estaban cerrados a la fe. ¿Cuál era su error? Preferían ser amados antes que amar. Buscaban la estima de los hombres más que la comunión con Dios. Por eso Jesús les reprocha:

“¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?” (Jn 5,44)

Sin fe, el amor no puede habitar en el corazón. Y cuando la Ley se vacía de amor, se convierte en una carga insoportable para quien la vive, y en una exigencia dura para los demás. El culto que no nace del amor es vano, es perverso, porque no busca agradar a Dios, sino a uno mismo. Pero el verdadero culto, hermanos, es el amor.

“¡Misericordia quiero, no sacrificios!” (Os 6,6)

Esta Palabra viene hoy en nuestra ayuda. Nos llama a buscar al Señor, a negarnos a nosotros mismos mediante la penitencia, y a abrirnos a los demás mediante la misericordia. Necesitamos humillar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en ese encuentro, descubrir el Yo de Dios.

En Cristo, Dios ha glorificado su nombre como nunca antes. Lo ha hecho manifestando su amor, salvando a la humanidad de la muerte, entregando a su Hijo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación.

“Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre, y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre, glorifica tu nombre!” Y respondió Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” (Jn 12,28)

La gloria de Dios, hermanos, es su entrega. Su complacencia está en la entrega del Hijo por nosotros. Y cuando creemos en Jesucristo, damos gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el amor.

“La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” (Jn 15,8)

El amor es el fruto que glorifica al Padre. Porque el amor viene de Dios; es Él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón. Y entonces, está condenado a buscar su propia gloria, porque no se puede vivir sin amor. Busca la vida en las cosas, en las personas, se sirve de ellas... pero no las ama. Y nada ni nadie puede dar vida, sino sólo Dios.

El que no cree, no ama. Y el que no ama, no glorifica a Dios.

Por eso, si en la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con Él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a la voluntad del Padre. Que nuestra comunión con Cristo sea verdadera, profunda, y transformadora.

Que el Señor nos conceda la gracia de buscar siempre la gloria que viene de Él, y no la que se desvanece entre los aplausos del mundo. Amén.  

          Que así sea.

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Viernes 20º del TO

Viernes 20º del TO 

Mt 22, 34-40

El Amor Divino: Camino, Mandamiento y Redención

Hermanos, Dios es amor. No sólo en su esencia, sino también en el camino que nos ha revelado. El hombre ha sido llamado a conocerlo, a amarlo, a servirlo y a gozarlo eternamente. Y sólo el amor —ese fuego divino que arde sin consumir— puede guiarnos, acercarnos e introducirnos en su misterio. Ser cristiano no es simplemente evitar el pecado; es amar. Y no hay amor más grande que dar la vida. No hay mayor plenitud del ser humano en este mundo que entregarse por amor.

Toda la creación encuentra su sentido en el don de sí. Ha sido hecha para inmolarse, para entregarse. Y mientras no lo hace, su existencia queda frustrada, sin propósito. Porque, por naturaleza, tendemos a asemejarnos a Cristo, a unirnos a Él en espíritu, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los Profetas penden del amor. Desde el Deuteronomio, Dios ha mostrado al pueblo el camino de la vida. Desde el Levítico, ha revelado la perfección humana: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). El Señor une el mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo. Porque, como dice san Juan: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. El amor a Dios y al prójimo se corresponden, se implican mutuamente. No pueden existir por separado.

El Levítico nos muestra al prójimo como el camino para salir de nosotros mismos y buscar el amor. Y Cristo, en el Evangelio, une este mandamiento al amor a Dios: “El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el sendero hacia la vida feliz, el camino que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado la Ley y los Profetas con el amor con que nos ha amado (Jn 13,34). Ha derramado en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él nos amó primero. A eso ha venido: a liberarnos del yugo de las pasiones, a darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón —mente y voluntad—, con toda la vida y con todas nuestras fuerzas.

Sólo en Cristo se abren las puertas del Reino, por un amor nuevo, dado al hombre no por la creación, sino por la Redención. Por la “nueva creación”, en la que el amor es regenerado en el corazón humano.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona y salva. Ese amor que antes sólo era objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe. Si el amor cristiano es el amor de Cristo, recordemos sus palabras: “Como el Padre me amó, así os he amado yo”. El amor cristiano no es otro ni distinto del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano en Cristo es, por tanto, signo y testimonio del amor de Dios en este mundo. Testimonio al que somos llamados por la fe.

En el oráculo de Delfos se leía: “Conócete a ti mismo”. Y con razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. Pero para conocerse, primero hay que encontrarse. Dios pregunta al hombre en el Paraíso: “¿Dónde estás?” El hombre, escondido por miedo —fruto del pecado—, debe encontrarse. Como dice san Agustín en sus Confesiones: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar”. Dios nos invita a reconocernos lejos del amor, a convertirnos. Porque, como dice san Juan: “El amor perfecto expulsa el temor” (1Jn 4,18). Y para darse, hay que poseerse. Ser dueño de sí, no esclavo de las pasiones ni de los demonios.

A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios especifica con qué se debe amar; el del amor al prójimo indica cómo se debe amar. El amor a Dios debe ser total, sin división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y no se puede compartir idolátricamente el amor que sólo a Él le pertenece.

El amor al prójimo, siendo plural, nos enseña la forma del amor: unificándolo en el amor a uno mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad y prioridad con que nos amamos a nosotros mismos. Ese amor no necesita ser enseñado; es inmediato, espontáneo, y moviliza toda nuestra capacidad de amar en provecho propio.

San Agustín decía: “No hay nadie que no ame”. El problema está en el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal somos nosotros mismos; el espiritual, Dios y el prójimo; y el sobrenatural, el amor a los enemigos.

Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

              Que así sea.

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Jueves 20º del TO

Jueves 20º del TO 

Mt 22, 1-14

El Banquete del Reino

Queridos hermanos, el sentido profundo de nuestra existencia, para quienes hemos conocido al Señor, no es otro que alcanzar la bienaventuranza del banquete de bodas. A ese banquete eterno se nos invita por medio del anuncio de los enviados, los profetas, los apóstoles, los testigos de la fe. Pero ¡atención! Nuestra llamada puede ser alienada, distorsionada, si la reducimos a lo inmediato, si achatamos nuestra vida espiritual y despreciamos la que se nos ha ofrecido y dado por el Espíritu Santo. Así nos hacemos indignos, como aquellos primeros invitados de la parábola: los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo, a quienes el Señor dirige en primer lugar su enseñanza.

La parábola, sin embargo, no se detiene ahí. El foco se desplaza hacia el traje de bodas, esa vestidura necesaria para participar en la fiesta. Y nos sorprende, ¿verdad? ¿Cómo puede haber tal exigencia después de una invitación tan generosa, tan indiscriminada? ¿No fueron llamados buenos y malos, gente de toda condición? ¿Por qué, entonces, se exige una vestidura especial?

La clave está en que ese traje no se compra, no se gana, no se fabrica por mérito propio: se ofrece gratuitamente al ingresar a la fiesta. Es figura de la fe, ese don precioso que Dios nos concede, pero que exige nuestra respuesta libre. Por la fe entramos al banquete mediante el bautismo, y recibimos además el Espíritu Santo, que —como enseña san Pablo en la carta a los Romanos (Rm 5,5)— derrama en nuestros corazones el amor de Dios.

Ese amor, hermanos, es el traje de bodas. Así lo afirma san Gregorio Magno: el traje de bodas es la Caridad. Sin ella, podemos estar dentro, sí, pero indignamente. Podemos ser llamados “amigos” por el Señor, y sin embargo no participar verdaderamente de la fiesta, porque hemos perdido la Caridad, que es la fiesta misma.

Solo el pecado, que nace de nuestra libertad, puede despojarnos de ese amor. Al pecar, rechazamos la amistad divina, nos hacemos indignos de su invitación, como aquellos primeros invitados o como aquel que fue hallado sin el traje festivo.

Miremos a Saulo, que encontró a Cristo y lo puso en el centro de su vida. Su vivir, su fortaleza, su todo es Cristo. Lo demás lo considera pura añadidura. Que su ejemplo nos interpele.

Hoy, al acercarnos a las bodas del Cordero en la Eucaristía, revisemos las vestiduras de nuestro corazón. ¿Estamos revestidos de Caridad? ¿Nos hemos dejado transformar por el Espíritu? Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

 Que así sea.

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Miércoles 20º del TO

Miércoles 20º del TO

Mt 20, 1-16

Llamados a la Viña del Señor

Queridos hermanos, muchos son los llamados a trabajar en la viña del Señor, pero todos estamos invitados a formar parte de ella. Cada uno a su hora, generación tras generación, porque el tiempo de Dios no es el nuestro, y su llamada resuena en cada corazón según el designio divino.

Esta vida, amados, podemos verla como una jornada de trabajo. Y a esa jornada le corresponde una paga: no la que merecen nuestras obras, sino una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante siempre superior, fruto de los dones que brotan de la bondad divina. Porque Dios, que es justo, no se limita a nuestra justicia; la envuelve en su infinita misericordia.

San Gregorio Magno nos recuerda que somos los llamados de la hora undécima. Israel fue llamado antes, por medio de profetas y enviados, pero no para un culto externo y vacío, sino para una sintonía interior con el Señor. No en la materialidad de la letra, sino en la radicalidad del espíritu. Por eso, el Señor insiste una y otra vez en su predicación:

“Misericordia quiero y no sacrificios; quiero amor, conocimiento de Dios más que holocaustos.”

Hay obreros de la primera hora que, sin embargo, no están en sintonía con el corazón de Dios. Contaminados por la avaricia, la envidia y el juicio, como aquellos que salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná... pero no entraron en la Tierra Prometida. El Evangelio distingue entre llamados y elegidos. Y es cierto: no fueron contratados aquellos que no estaban en el lugar de la llamada, estando desempleados. San Juan Crisóstomo afirma que Dios llama a todos desde la primera hora, y ofrece a todos la misma paga de la salvación eterna. Pero muchos viven fuera de su realidad, ajenos al momento en que Dios los busca. Y por ello, pierden la oportunidad de afrontar las penalidades del día bajo el amparo y la seguridad de la viña. Algunos no supieron valorar ni agradecer ese don.

El Señor es bueno. Llama a trabajar en su viña y provee lo necesario sin pensar en sus intereses, aunque nuestros méritos no estén a la altura. Eso, hermanos, es amar: hacer del bien del otro nuestro único interés. Esa debe ser la intención profunda de nuestros actos.

La justicia de Dios no olvida la caridad. Él es justo y misericordioso, mientras que la justicia del hombre, tantas veces, se ve contaminada por la venganza, la envidia y la avaricia. Dios llamó a Israel en la justicia, y a los gentiles en la misericordia. Él provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace las ansias del codicioso. ¡Cuán distintos son los caminos de Dios de los nuestros!

San Pablo, movido por el amor, no duda en privarse del sumo bien de estar con el Señor por el bien de sus hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Y sólo en Cristo nuestros caminos pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conduce al encuentro con los hermanos.

En la Eucaristía, culmen de nuestra relación con Dios, nuestro “yo” se disuelve en un “nosotros”. Y podemos llamar a Dios: Padre... pero Padre “nuestro”. Junto al don de la filiación divina adoptiva, hemos recibido el de la fraternidad humana. Quedamos incorporados al cuerpo eclesial, unidos mutuamente, regidos por Cristo, nuestra cabeza, en Dios. 

 Que así sea.

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Martes 20º del TO

Martes 20º del TO

Mt 19, 23-30

Llamada al Seguimiento

Queridos hermanos, antes de adentrarnos en el misterio que nos propone el Evangelio sobre la riqueza, es necesario hacer una observación preliminar que despeje el terreno de posibles equívocos. Cuando Jesús habla del Reino de los Cielos, los Apóstoles entienden salvación. Porque el Reino no es una promesa lejana, sino una realidad que puede experimentarse ya aquí, mediante el encuentro con Cristo por la fe.

La vida eterna es salvación. Por eso, siguiendo la enseñanza del Antiguo Testamento (cf. Lv 18, 5), Jesús dice a uno de los principales (cf. Lc 18, 18): «Cumple los mandamientos; haz esto y vivirás» (cf. Lc 10, 28). Pero el Reino de los Cielos no es solo salvación: es también misión salvadora. Por eso, al “joven” rico le dice (cf. Mt 19, 21): «Vende cuanto tienes, dáselo a los pobres, luego ven y sígueme». Porque la vida eterna consiste en esto: «Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado» (cf. Jn 17, 3).

Entrar en el Reino de Dios implica seguir a Cristo. Y seguirle es dejar casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda. Es renunciar incluso a la propia vida, para recibir en el mundo venidero la vida eterna. Porque quien busca su vida en este mundo, la perderá; pero quien la pierda por Cristo y por el Evangelio, la conservará para la eternidad.

Jesús parece decirle al rico: La vida eterna es la herencia de los hijos. Por eso, cuando hayas vendido tus bienes, «ven y sígueme». Cree, hazte discípulo del Maestro bueno. Llegarás a amar a tus enemigos, serás hijo de tu Padre celestial, y tendrás derecho a la herencia de los hijos: la vida eterna.

Pero el joven se marchó triste. ¿Por qué? Porque tenía muchos bienes. Su tristeza no era por la exigencia de la llamada, sino por la incapacidad de su amor a Dios para superar el apego a sus posesiones. No pudo creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios. No pudo ver el tesoro escondido en el campo de la carne de Cristo. No discernió el valor de la perla que tenía ante sus ojos. Si lo hubiera hecho, habría vendido todo y le habría seguido.

Una cosa le faltaba, dijo Jesús. Pero no como una simple añadidura, sino como el fundamento de toda religión verdadera: amar a Dios más que a los bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Que así sea.

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Lunes 20º del TO

Lunes 20º del TO

Mt 19, 16-22

Una cosa te falta...

Queridos hermanos, el Señor no entra en razonamientos humanos cuando se le acerca aquel llamado “joven” rico. Su respuesta es clara, directa, como la luz que disipa las sombras: “¿Por qué me preguntas lo que la Escritura afirma con tanta claridad? Escucha, Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás.”

Jesús no le habla de teorías, sino de mandamientos. Porque toda la Ley y los profetas penden de ese amor. Y es aquí donde se revela la falta del joven: ha cumplido, según él, los mandamientos del amor al prójimo, pero le falta lo esencial, el fundamento, la raíz de toda vida espiritual: amar a Dios sobre todas las cosas.

Quien ama así, cumple la Ley. Y de ese amor brota la salvación. Pero quien pretende compartir su amor a Dios con el apego a sus bienes, termina por despreciar a Dios y amarse a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles se preguntan: “¿Quién podrá salvarse?” Y Jesús les responde con verdad: “Eso no es posible para los hombres.” Sólo el conocimiento trinitario de Dios, es decir, la experiencia viva de su amor, de su Espíritu y de su gracia, puede abrirnos a esa posibilidad.

Lo mismo nos enseña el pasaje de Lucas, cuando habla del rey que, con diez mil hombres, quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14,31). Es necesario discernir nuestra impotencia, reconocer nuestra debilidad, para buscar ayuda en Dios con todo nuestro ser. Porque “todo es posible para Dios.”

Aquel joven rico se encontró con el Maestro bueno. Quería obtener de Él la certeza de la vida eterna, que el cumplimiento externo de la Ley no le había dado. Pero Cristo le confronta: ¿Qué tanto me consideras maestro y bueno, si sólo Dios es bueno? ¿Estás dispuesto a creer que en mí está tu Señor y tu Dios?

Sabemos que se marchó triste. Tenía muchos bienes. Pero su tristeza no era por los bienes en sí, sino porque su amor a Dios no fue capaz de superar el amor que sentía por sus posesiones. No pudo creer que en Jesús estaba el tesoro escondido, la perla preciosa. No discernió el valor de lo que tenía ante sus ojos. Y por eso, no vendió todo para seguirle.

Jesús le dijo: “Una cosa te falta.” No como una añadidura, sino como el fundamento de su religión: amar a Dios más que a sus bienes.

Es curioso que en Marcos y Lucas el joven hable de “herencia”, como si esperara recibir la vida eterna sin esfuerzo, como se reciben los bienes heredados. Pero el desenlace lo confirma: no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo, pero no fue así.

Jesús parece decirle: “Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre. Pero en el cielo esos bienes no tienen valor, si no son salados aquí por la limosna.” La vida eterna es herencia de los hijos. Por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme.” Hazte discípulo del Maestro bueno. Cree, y llegarás a amar incluso a tus enemigos. Entonces serás hijo de tu Padre celestial, y tendrás derecho a la herencia de la vida eterna.

En nosotros habita la muerte, consecuencia del pecado. Pero Cristo la ha vencido. Aquella parte de nosotros que abrimos a Él es redimida y transformada en vida. Aquella que nos reservamos, permanece sin redimir, en la muerte.

La Escritura nos llama a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Sólo abriéndonos completamente a Él, nos abrimos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia, y por encima de toda criatura, para alcanzar la Vida.

Una cosa le faltaba al joven rico: acoger la gracia que abre el corazón y las puertas del Reino. La certeza de la vida eterna se nos ha manifestado en el rostro de Cristo. Y tenemos experiencia de ella por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna.”

Pero la carne de Cristo es su entrega por todos los hombres. Su sangre es la oblación derramada para el perdón de los pecados. Nos hacemos uno con Él cuando nuestra vida se convierte también en entrega. Cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos.

Porque dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor.” “Yo lo resucitaré en el último día.” Y tendrá vida eterna. 

          Que así sea.

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Domingo 20º del TO C

Domingo 20º del TO C 

Jer 38, 4-6.8-10; Hb 12, 1-4; Lc 12, 49-53

El fuego del Evangelio: conversión y combate espiritual

Queridos hermanos, el tiempo de salvación es también tiempo de conversión. No hay redención sin renuncia, no hay encuentro con Dios sin abandono de los propios caminos. Pero este abandono no es fácil. El corazón humano, endurecido por el orgullo y la autosuficiencia, resiste. Le cuesta humillar su mente, doblegar su voluntad, abrirse a la gracia. Y es precisamente esta distancia del corazón respecto a Dios lo que la Escritura llama “el mundo”.

No se refiere aquí al conjunto de los pecadores —a quienes Dios ama y quiere salvar— sino a esa influencia oscura, diabólica, que impregna la mente y la vida de la humanidad, que se opone a Dios y corrompe al hombre. Es el espíritu del mundo, que seduce, que divide, que endurece. Pero Cristo ha venido a encender un fuego, a iniciar un combate entre la luz y las tinieblas. Satanás caerá del cielo como un rayo, pero no sin lucha. Esta batalla se libra en lo profundo del alma, donde la lámpara de la fe debe arder sin cesar, como ardía el corazón de los discípulos de Emaús cuando el Resucitado les hablaba en el camino y les explicaba las Escrituras.

Ese fuego es purificador. Es bautismo en el amor del Espíritu Santo. Es antagonismo entre la justicia y la impiedad. Es la cruz encendida en el corazón del creyente.

También el profeta Jeremías, en la primera lectura, sufre la contradicción de su pueblo. Anuncia las consecuencias de la rebeldía, y lo hace con un fuego en las entrañas, el mismo fuego con el que Cristo iba a incendiar el mundo, consumiendo su propia vida en él. Porque el Evangelio no es neutral: es luz para unos y escándalo para otros.

Así lo profetizó el anciano Simeón en el Templo, al tomar al niño Jesús en sus brazos: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción.” Y al mismo tiempo: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel” (cf. Lc 2, 32-33). Las palabras de Cristo son luz y gloria, pero cuando se rechazan, se convierten en división y enemistad. El Evangelio no deja indiferente: o transforma o provoca resistencia.

La obra de Cristo consiste en sumergir a la humanidad en su amor misericordioso, en su gracia, mediante el don de su Espíritu. Él es el primogénito, el que inicia y perfecciona nuestra fe, como dice la Carta a los Hebreos. Y lo hace a través de un bautismo de sufrimiento, asumido en la cruz sin temor a la ignominia. Cristo no rehuyó el dolor, lo abrazó por amor.

Y nosotros, que hemos sido sumergidos en su cruz mediante el bautismo, que hemos alcanzado misericordia, estamos llamados a mantenernos firmes en medio de la persecución. La segunda lectura nos invita a resistir, no con nuestras fuerzas, sino con la gracia del cuerpo y la sangre de Cristo. El combate contra el mundo puede exigir incluso el derramamiento de nuestra sangre, si esa fuera la voluntad de Dios para la salvación de los pecadores y el bien de todos los hombres.

Hermanos, no temamos. El fuego de Cristo arde en nosotros. Que no se apague. Que no se enfríe. Que nuestra lámpara esté encendida cuando llegue el Señor. Porque en ese fuego está nuestra salvación. 

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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