Viernes 28º del TO

Viernes 28º del TO

Lc 12, 1-7

Queridos hermanos:

El Señor previene a sus discípulos del contagioso peligro de la simulación: esa apariencia de vida piadosa y religiosa que, en lugar de buscar la complacencia de Dios, se orienta hacia la aprobación de los hombres. ¡Qué necedad tan profunda! ¡Qué desprecio tan grave por la verdad y el amor divino! Todo ello a cambio de una paga precaria e inconsistente, que revela, además, el escaso valor que se concede a una vida verdaderamente piadosa.

¿Por qué preferir la falsedad de la impiedad a la virtud que, además de la estima de los hombres, alcanza la complacencia de Dios? ¿Por qué aparentar lo que no se vive? ¿Será cuestión de perversidad, de maldad, o simplemente de necedad?

Una cosa es cierta: el bien, la verdad, la luz y el amor implican siempre una negación de sí mismo, un morir interior, y por tanto, un dolor, un sufrimiento del que buscamos escapar. Por ello, la virtud se nos hace más difícil que la ficción perversa de la bondad. La hipocresía, que nos aqueja en mayor o menor grado, revela nuestra concreta incapacidad de sufrir —nuestra falta de sal—, enraizada en la experiencia del desamor, que engendra nuestro propio desamor y nos impulsa compulsivamente a buscar ser amados sin arriesgar, sin amar.

El hipócrita es, en realidad, un pobre de amor. Herido por el desamor y escandalizado por el sufrimiento, se encierra en sí mismo, rechazando la verdad de Dios y su bondad. Este engaño diabólico sólo puede ser sanado por la experiencia profunda del amor gratuito de Dios y de su misericordia infinita, que Cristo encarna y nos alcanza por la fe en Él. Mediante la acogida del Evangelio, es posible la conversión y la vida nueva en la verdad del amor. Por eso, el Señor exhorta a sus discípulos a no temer la muerte, pues su amor la ha vencido. Ese amor lo recibirán por la fe.

Hoy, la Palabra tiene como telón de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, íntimamente ligada a la necedad y a la impiedad. Frente a ella, se alza la verdad, acompañada por la sabiduría y la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la mera sinceridad —que consistiría en no ocultar el desprecio por la Ley y por Dios—, sino la conversión a la Verdad del amor divino, que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en dejar de ocultar lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no se le puede engañar, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia eternas, en espera de nuestra conversión, hasta que llegue el tiempo de la justicia y de la verdad, en el que deberemos rendir cuentas para recibir de Dios según lo que hayamos merecido con su gracia.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene como trasfondo la persecución. Cuando menciona la levadura, se refiere a la doctrina de los fariseos y saduceos: guías ciegos que guían a ciegos, cuya enseñanza debe ser cribada de sus malas acciones, que corrompen sus palabras. Las palabras convencen la mente, pero los ejemplos arrastran la voluntad: “Observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta”. Marcos añade la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

La levadura es figura de la corrupción, y como ella, se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión, engordando al hombre viejo mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar, con sus obras y con su vida, la Verdad del amor de Dios frente a la mentira diabólica. Quien vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre; quien vive en la hipocresía es esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza, interpretando sus sufrimientos y encerrándolo en sí mismo.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de Él, no por su simulación, sino por sus obras. Él ha venido a testificar la verdad del amor gratuito de Dios, que cura el miedo a sufrir y a darse por amor. Trae Espíritu y fuego. El temor de Dios es fruto de la fe. El conocimiento de Dios —¡Amor!— fructifica en amor. “Los que no podéis amar, ¡venid a mí! Los que amáis, ¡temed a ese!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga.

Si sabemos por experiencia que hemos sido valorados y amados con el alto precio de la sangre de Cristo, ese amor expulsa de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad, del amor, y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, ¡cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino, de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados!

Somos invitados a unirnos verdaderamente a Cristo mediante este sacramento eucarístico de su sacrificio.

          Que así sea. 

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Jueves 28º del TO

 

Jueves 28º del TO 

Lc 11, 47-54

Llamada urgente a la fe y a la conversión.  

Queridos hermanos:

Esta Palabra es una invitación a acoger a los profetas y a creer en su enseñanza; a ser, con nuestra propia conversión, testimonio gozoso para quienes aún necesitan convertirse. Sólo así podrá ser lavada la sangre derramada por nuestros pecados y restaurada nuestra injusticia, antes de que, terminado el “tiempo de higos”, llegue el momento de rendir cuentas. Como dice el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino, no sea que tengas que pagar hasta el último céntimo.”

Los profetas son enviados por Dios para anunciar su Palabra al pueblo. Una Palabra encarnada en ellos mediante gestos simbólicos, para hacer volver el corazón del pueblo hacia Él, porque lo ama. Los profetas corrigen la conducta, anuncian acontecimientos importantes, y sin embargo, con frecuencia son rechazados, maltratados e incluso asesinados. ¿Por qué? Porque el pueblo no se arrepiente, no quiere convertirse.

Creyendo justificarse a sí mismos y desmarcarse de la conducta de sus padres, los judíos adornan las sepulturas de aquellos a quienes sus antepasados rechazaron. Pero su actitud revela el mismo rechazo que sus padres tuvieron hacia los enviados de Dios. Cristo les reprocha su perversión: una vez más, se contentan con lavar la copa por fuera, mientras su interior permanece lleno de inmundicia. Rechazan al único Profeta que puede limpiarlos de la sangre derramada, desde la del justo Abel hasta la del último de los profetas. Y lo mismo harán con cuantos Dios les envíe.

Rechazar a Jesús es cerrar la puerta de la misericordia a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Es hacer más pesada su carga, impidiéndoles la esperanza y el perdón que Él anuncia. Es matar de nuevo a los profetas, como hicieron sus padres. Al rechazar a Juan Bautista, impidieron la acogida de aquel que él anunciaba: el portador del bautismo en el Espíritu Santo y en su fuego.

¿Pensamos acaso que no se pedirán cuentas también a nuestra generación, bañada con la sangre de Cristo? Rechazar a Cristo es rechazar sus palabras, es despreciar el “año de gracia del Señor” y banalizar el “día de venganza de nuestro Dios” sobre nuestros enemigos, consumado en la sangre de su Hijo.

El kairós de la misericordia sigue abierto para nosotros. Nos invita a la conversión, a acoger a Cristo, a obedecer sus mandamientos y hacer su voluntad. Nos llama a ser sumergidos en su bautismo mediante la escucha de su Palabra, la acción de gracias por su perdón y la comunión con los hermanos.

          Que así sea. 

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Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa de Jesús

Eclo 15, 1-6; Mt 11, 25-30

Queridos hermanos:

Hacemos presente a esta gran santa, que no necesita presentación, porque ocupa un lugar en el corazón de todos nosotros. Basta con recordar la reforma del Carmelo, sus fundaciones, sus escritos y, en definitiva, los frutos de santidad que adornan su obra.

Hemos escuchado en el Evangelio que los misterios del Reino se revelan a los pequeños, que, a través de la misericordia del Padre, son conducidos al conocimiento del amor de Dios en Cristo Jesús. Nosotros, “cansados y agobiados”, hemos encontrado en el corazón manso y humilde de Cristo el alivio a nuestras fatigas. Toda la creación, toda la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo nos muestran el amor por el cual Dios se nos revela: amor de entrega en la cruz de su Hijo.

Estas son palabras de amor en la boca de Cristo: humildad y mansedumbre, que adquieren toda su consistencia tratándose de la persona de Cristo, de incomparable grandeza y majestad. Como decía san Juan de Ávila: “Si el que es grande se abaja, ¡cuánto más nosotros, tan pequeños!” Si queremos que nuestra construcción sea sólida, hay que comenzarla enterrando profundamente los cimientos de la humildad. Sólo así se elevará hasta los cielos. Si el fuego del amor de Dios ha prendido en nosotros, cubrámoslo con la ceniza de la humildad, para que ningún viento lo apague.

El Señor dice en el Evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día y sígame.” Seguir al Señor quiere decir que, además de cargar con nuestra cruz, debemos tomar sobre nosotros el yugo de Cristo. Unirnos a Él bajo su yugo como iguales (cf. Dt 22,10), porque Él ha asumido un cuerpo como el nuestro; un yugo para rescatarnos de la tiranía del diablo, de forma que podamos sacudirnos su yugo diabólico y hacernos llevadero nuestro trabajo junto a Él, en la regeneración del mundo. ¡Qué suave el yugo y qué ligera la carga si el Señor la comparte con nosotros!

Mientras Cristo, siendo Dios, se ha hecho hombre, sometiéndose a la voluntad del Padre, tomando sobre sí nuestra carne para arar, arrastrando el arado de la cruz con humildad y mansedumbre, nosotros, siendo hombres, pretendemos hacernos dioses, rebelándonos contra Dios, llenos de orgullo y violencia. Y ponemos sobre nuestro cuello el yugo del diablo, que nos agobia y nos fatiga. Por eso dice el Señor: “Aprended de mí.” No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes de corazón, como dijo san Agustín. No a crear el mundo, sino a salvarlo; no a ser dioses, sino a someternos humilde y mansamente al Padre, trabajando con Cristo, el Redentor del mundo.

          Que así sea.

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Martes 28º del TO

Martes 28º del TO

Lc 11, 37-41

Queridos hermanos

El Señor vuelve a hablarnos del corazón. Como dice en otro lugar, es el corazón lo que puede hacer impuro al hombre, y no las manos. Por encima de la pureza legal, para Cristo, purificar al hombre es purificar su corazón.

El Señor podía haber dicho al fariseo: “Purificad vuestro corazón, y todo será puro para vosotros”. Pero es más concreto, porque conoce su corazón, y le dice: “Dad limosna” —lo que tenéis, lo que atesoráis, lo que amáis, lo que está en vuestro corazón—, y todo será puro en vosotros y para vosotros.

No es posible la comunión con Dios en un corazón contaminado por el dinero, ese ídolo por antonomasia que desplaza de él a Dios y a los hermanos. Porque “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Mete en tu corazón la caridad mediante la limosna, y quedará puro. Puro tu corazón, y puros tus ojos para ver al hermano a través de la misericordia.

Meter la caridad en el corazón supone acoger la Palabra: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra, que es Cristo, suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama en nuestro corazón el amor de Dios. Ese amor ensancha el corazón para acoger a los hermanos y ofrecerse a ellos como don.

Alcanzar a la persona es alcanzar su corazón, donde residen los actos humanos voluntarios, según la Escritura. En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio de su entendimiento y el impulso de su voluntad, que se unifican en el amor.

Ya decía san Agustín: “No hay quien no ame”, pero la cuestión está en cuál sea el objeto de su amor. Si su objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí; si, por el contrario, es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y se frustra la persona. Para arrancar el ídolo del corazón, hay que odiarlo, en el sentido que dice el Señor en el Evangelio: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

La caridad todo lo excusa, y no toma cuentas del mal cuando somos ofendidos. Pero, como dice Jesús en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte y perdonarlo en el día del juicio.

La limosna despega el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor; cubre multitud de pecados; simultáneamente remedia la precariedad ajena y sana la multitud de las propias heridas. La limosna es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce. Como dice san Agustín: “El que da limosna tiene primeramente caridad con su propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los que se ve tan necesitada”.

Sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don de Cristo, haciéndonos un solo espíritu con Él.

           Que así sea.

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Lunes 28º del TO

Lunes 28º del TO

Lc 11, 29-32

Tiempo de gracia

Queridos hermanos, la liturgia nos presenta a Dios, rico en misericordia. Y a través del Evangelio, nos revela nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.

Los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás, signo para ellos de la voluntad misericordiosa de Dios, que deseaba salvarlos de la destrucción merecida por sus pecados. Que Jonás haya salido del seno del mar —figura de la muerte—, como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona, porque es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, así como tampoco los judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será, por tanto, un signo que no les será permitido ver.

Cuando el rico —a quien llamamos epulón— pide a Abrahán el signo de que un muerto resucite para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los Profetas, a través de la predicación. Es curioso que no diga “de la lectura”, sino “de la escucha”. Como dice san Pablo: la fe viene por el oído. Los judíos que no acogieron la predicación ni los signos de Jesús, deberán acoger la de sus discípulos: el testimonio de la Iglesia. Es Dios quien elige la predicación como único signo, el modo y el tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión. Y el hombre debe acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, que los escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista les impidió convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc 7,30).

La predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar —en quien lo acoge— un segundo juicio, en el que no habrá misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13). Siendo así, que le fue ofrecida gratuitamente por la predicación.

Para quien acoge la predicación, todo se ilumina; mientras que quien se resiste a creer, permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en Él contra toda esperanza, y lo glorifica entregándole la vida de su propio Hijo: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, y darle a gustar la vida eterna. Por su amor, dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Saba, los judíos del tiempo de Jesús, y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su Palabra, que siembra vida en quien la escucha.

Como ocurría desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo en la tierra no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír (cf. Is 6,10), y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga por encima de los que Cristo efectivamente realiza.

Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte será oculta para ellos —no habrá señal— y sólo podrán “verla” en la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de señales, sino de fe, de combate, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días. Solo al final verán venir la señal del Hijo del Hombre sobre las nubes del cielo.

Jonás realizó dos señales en la Escritura: la predicación, que sirvió a los ninivitas para que se convirtieran, y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que nadie pudo conocer. El significado de las señales sólo puede comprenderse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe, y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros. Por eso, todas las gracias tendrán que ser purificadas en la prueba.

Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe y el discernimiento, que Él da generosamente al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material, debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

También a nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia, a través de la predicación de la Iglesia.

           Que así sea.

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Domingo 28º del TO C

Dgo. 28º del TO C

2R 5, 14-17; 2Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19

Queridos hermanos:

La Palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todos sus dones, pero sobre todo por Jesucristo, como proclama la segunda lectura: en Él hemos obtenido el perdón de los pecados, transformando los derroteros mortales de nuestra existencia en senderos de vida. Con Él, todo es gracia para nosotros de parte de Dios. Y como agraciados, somos llamados a ser agradecidos, dando gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido.

Un samaritano y un sirio —figura de los gentiles curados de la lepra— vuelven a dar gracias por la curación. Como en otros pasajes del Evangelio, estas curaciones son gracias instrumentales, orientadas a suscitar la fe que engendra amor y salvación, visibles en el agradecimiento y la alabanza a la gratuidad del amor de Dios.

La lepra, impureza física que excluía de la comunidad, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la cual los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, como la lepra, como le ocurrió a María, la hermana de Moisés (Nm 12, 11-15), quien, al quedar leprosa, permaneció siete días fuera del campamento.

Quizá Israel, como quien se considera justo y se apropia de la predilección divina, corre el peligro de creerse merecedor de los dones de Dios, en lugar de reconocerse gratuitamente agraciado. Y en consecuencia, su amor y su agradecimiento —si existen— dejan mucho que desear. Dice el Señor: “Cuando te haya introducido en la tierra: ciudades grandes y hermosas que tú no has edificado, casas llenas de toda clase de bienes que tú no has llenado, cisternas excavadas que tú no has excavado, viñedos y olivares que tú no has plantado, cuídate de no olvidarte de Yahvé, que te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre”. Porque “Dios encerró a todos bajo el pecado para usar con todos de misericordia”.

Recordemos la parábola del siervo sin entrañas: bueno en la súplica, pero duro en la misericordia. Así, los nueve leprosos del Evangelio obtuvieron la curación, pero frustraron la salvación que viene de la fe, por no reconocer el amor gratuito de Dios, que engendra amor para vida eterna.

Al igual que la fe que salva, la curación busca la salvación suscitando la fe que engendra amor. Cuando la suegra de Pedro fue curada, se puso a servir. Cuando el endemoniado fue liberado, fue enviado a testificar a los de su casa. Un leproso curado fue enviado a evangelizar a los sacerdotes.

También nosotros, que estamos siendo curados de nuestra lepra por el Señor, somos invitados a pasar de una relación utilitaria e interesada —propia de la religiosidad— al obsequio de la fe, por el reconocimiento de la gratuidad de su amor. Ese amor se hace exultación agradecida en la Eucaristía, y nos llama a dar gratuitamente lo que tomamos de esta mesa, testificando la Buena Noticia del amor gratuito recibido de Dios, a todos los hombres.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 27º del TO

Sábado 27º del TO

Lc 11, 27-28

Queridos hermanos:

Ante la aclamación de una mujer, que exalta la dicha de haber dado a luz a un profeta, Jesús responde con una revelación más profunda: un profeta es, ante todo, una gracia para aquellos a quienes es enviado, y especialmente para quienes lo acogen con fe. Dichosa es, ciertamente, mi madre —dice el Señor—, pero más aún por haber acogido el don de Dios y haberlo hecho fructificar en su vida, que por el hecho de haber dado a luz a un profeta.

Dichosos vosotros —incluida mi madre— a quienes Dios ha tenido a bien revelar su misericordia, anunciar la salvación, y que la habéis acogido con corazón abierto. Como dice el Deuteronomio: “La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica” (Dt 30, 14). Y también: “Dichoso el pueblo que esto tiene; dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor”.

Mientras la carne se gloría en la carne —“¡Dichoso el seno que te llevó!”—, el Espíritu exalta la fe, esa fe capaz de engendrar en nosotros a Cristo, y en la que el don de Dios se convierte en respuesta humana: “¡Dichosa tú que has creído!”. La voluntad humana se adhiere a la voluntad divina, y de Él recibe amor y vida eterna: “Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís. Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 13, 17; 14, 23).

Como dice la Carta de Santiago (1, 25): “El que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz”.

Aquellos en quienes la Palabra prende y da fruto, son la verdadera familia de Jesús, porque reciben su Espíritu. Dice el Señor en el Evangelio: “La carne no sirve para nada; el Espíritu es el que da vida”. Y San Juan añade: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”.

La vida o la muerte están en relación con la fe o la incredulidad. Sabiduría y felicidad es pasar de las gracias de Dios al Dios de las gracias; alcanzar el fin sin dejarse deslumbrar por la belleza de los medios.

          Que así sea.

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Viernes 27º del TO

Viernes 27º del TO

Lc 11, 15-26

Queridos hermanos:

Ante Cristo, toda la realidad se divide en dos: o con Cristo, o contra Él. Toda la historia y toda la creación tienden, por tanto, al encuentro con Él, constituido como puerta, camino y meta de la existencia, hacia la bienaventuranza eterna. Frente a la realidad del mundo, sometido a Satanás y a la muerte por el pecado, la vida de Dios se ofrece gratuitamente al hombre por medio de Cristo, que nos rescata por su cruz. Quien se queja de la radicalidad del Evangelio es siempre el tibio, del que dice la Escritura que será vomitado.

La Palabra nos habla de la incredulidad de los judíos, y del espíritu de Cristo, que no ha venido a juzgar, sino a perdonar y salvar, derribando a Satanás del cielo.

Los judíos del Evangelio acusan al Señor de estar endemoniado por su autoridad sobre los demonios, haciendo estéril en ellos la gracia y la salvación de Dios. Su ceguera les impide reconocer en Cristo al Espíritu, a quien llamamos “Dedo de la diestra del Padre”, ya que por Él, Dios realiza sus obras, de forma semejante a como el hombre se vale de sus manos para obrar. Así, la dureza de su corazón les lleva a rechazar a Dios, atribuyendo sus obras al diablo: verdadera blasfemia contra el Espíritu Santo.

Si lo propio del demonio es la maldad, ¿cómo va a dedicarse a hacer el bien y a curar, librando a los hombres de su poder? ¿También el poder de curar de mis discípulos, de vuestros hermanos e hijos, es diabólico? Pues si no lo es, ellos os juzgarán por vuestra incredulidad y falsedad.

Necesitamos discernimiento, para que nuestros juicios no se vuelvan contra nosotros y nos condenen por no haber acogido la salvación gratuita de Dios, que se nos ofrece en Cristo.

Sólo quien es más fuerte que el diablo puede expulsarlo y despojarlo de su botín. Su fuerza resalta nuestra debilidad, pero es insignificante frente a la fuerza de Dios que está en Cristo. Curando y expulsando demonios, Cristo hace patente su poder para vencer a quien se ha hecho fuerte por nuestro pecado, expulsando a Satanás.

Rechazar a Cristo es someterse a Satanás, quien, al encontrar la casa vacía, la ocupa con otros siete demonios, para la perdición del hombre, haciéndolo cómplice de su obra destructora. En relación a la fe, no hay vía intermedia. Los “no alineados”, que así se denominaban frente a los bloques en la guerra fría, son también una falacia en la vida espiritual. “El que no está conmigo, está contra mí.” La Escritura habla sólo de dos caminos: el de la muerte y el de la vida. Elige la vida, para que vivas.

Cuando respondemos “Amén” a la entrega de Cristo en la Eucaristía, comiendo su carne y bebiendo su sangre, lo hacemos para tener vida eterna en Él.

          Que así sea.

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Santo Tomás de Villanueva

Santo Tomás de Villanueva

2 Tm 4, 1-5; Jn 10, 11-16

Queridos hermanos:

Lo que llamamos “signos de la fe” —el amor y la unidad— se entrelazan en esta palabra, a través de una imagen recurrente en la Escritura: la del pastor y el rebaño. En ella, Cristo ha querido mostrarnos la relación amorosa de Dios con nosotros. El amor solícito del “conocer” bíblico, por el cual ama a sus ovejas y las apacienta, llega hasta la entrega total de la vida de su Hijo, en quien se complace, porque visibiliza su amor de Padre: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas, dice el Señor” (cf. Ez 34, 11-15ss).

Este es el amor que lleva a Cristo a reunir a las ovejas dispersas en un solo rebaño, en su Reino. Porque Dios, en Cristo, ha querido apacentar Él mismo a sus ovejas y suscitar pastores según su corazón, como había anunciado el profeta Ezequiel. Esta es la bondad del Buen Pastor: amor que funda la unidad y que brota del amor del Padre, quien lo envía a dar su vida por nosotros, acogiendo a todos los hombres en un solo rebaño. Esta voluntad universal de salvación fue ya manifestada a Abrahán, y de ella participan cuantos han sido alcanzados por su Espíritu: un solo rebaño, un solo pastor, un solo corazón y una sola alma.

Todo este discurso del pastor gira en torno al amor con que el Padre ama a su Hijo, y con el que Cristo, en perfecta identificación con su voluntad, le obedece, visibilizándolo en su cuerpo que se entrega. Amor que se manifiesta después en la comunión de las ovejas entre sí, como testimonio ante el mundo. Amor que se fortalece con la escucha de su voz, y que hace que nuestra entrega se asemeje cada vez más a la de Cristo.

Mientras en el mundo prevalecen las relaciones de interés, en el Evangelio se nos presentan las del amor gratuito de Dios con su pueblo, que lo lleva, en Cristo, “hasta el extremo” de dar la vida por sus ovejas. No buscando su propio interés, sino el de ellas. La ausencia de este amor crucificado es lo que desenmascara al mal pastor, que el Evangelio identifica con el asalariado, quien, con su trabajo interesado, intentará siempre evitar la cruz, buscándose a sí mismo a expensas del rebaño.

Apacentar es proveer a las necesidades del rebaño; es amar. Y nadie tiene amor más grande que el que da su vida por aquellos a quienes ama y adopta como hijos. Apacentar es también proteger a las ovejas, vigilando en medio de la oscuridad de la noche, cuando acecha el lobo, y en medio de la confusión del día, frente a los falsos pastores que se apacientan a sí mismos, buscando sólo su propio interés y abandonando a las ovejas cuando son atacadas.

Cuando Cristo nos da el agua viva, hace brotar en nosotros la fuente; cuando nos ilumina, nos hace luz del mundo; cuando nos alimenta, nos hace pan; y cuando nos apacienta, nos hace pastores de las naciones, llamados a reunir a sus ovejas. Cuando Cristo nos revela a su propio Padre, nos hace hijos suyos y hermanos: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.” Esos son los frutos de su vida, de su Espíritu y de su amor en nosotros.

La vida cristiana, comunión de amor fundada en la relación de amor entre el Padre y el Hijo, requiere de la vigilante escucha de la palabra del Pastor, frente al acecho del depredador. Y es urgida por el amor a perseverar en el redil de la unidad: un solo rebaño y un solo pastor.

Si somos buenas ovejas, seremos también buenos pastores. Como dice san Agustín: todos tenemos un rebaño que apacentar, aunque esté formado por una sola oveja.

          Que así sea.

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Jueves 27º del TO

Jueves 27º del TO

Lc 11, 5-13

Queridos hermanos:

Frente a la insistente exhortación del Señor a la oración, surgen varios cuestionamientos que vienen a interpelarnos: ¿Por qué insiste tanto el Señor en que oremos? ¿Por qué es tan importante que lo hagamos? ¿Por qué tiene tanto poder nuestra oración?

Las respuestas están todas relacionadas con el amor con el que Dios nos ama y desea nuestro bien, que consiste en estar unidos a Él: Sumo Bien y Fuente de aguas vivas, reconociendo su bondad con nuestro agradecimiento. Él, respetando nuestra libertad, quiere que le manifestemos nuestra voluntad y confianza al solicitar su ayuda.

Con nuestra alabanza o nuestra acción de gracias le hacemos presente nuestro amor y nuestro reconocimiento, mientras que con nuestra petición apelamos a su poder y a su amor, como un niño lo hace con su padre: con humildad, insistencia y confianza. Al suplicar, amamos tanto a Dios como a nuestro prójimo. Él nos ama, y nosotros le amamos a Él y a los hermanos. Dios es amor, y nuestro amor se hace uno con Él y con su poder, sintonizando con su voluntad: “Todo lo mío es vuestro, como todo lo de mi Padre es mío.”

La Palabra de hoy resalta la importunidad de la oración, que nos impulsa a un clamor de petición como recurso ante una urgente necesidad que interpela al amor como compasión. Es una insistencia que no se somete al tiempo oportuno ni admite dilación alguna.

La importunidad de la oración no solamente pide lo necesario, sino lo impostergable y vital que sólo Dios puede proveer. Ante una insuperable precariedad, se disipan los respetos humanos y los miramientos. Ante un accidentado, un incendio o un náufrago que se ahoga, la situación misma clama nuestro socorro, independientemente de la benevolencia personal, la simpatía o los lazos de amistad o de afecto.

¡Cuánto más será atendida una oración con estas características, tratándose de Dios, nuestro Padre! A Él recurrimos, reconociendo su bondad y su omnipotencia. Ya el hecho de pedirle es, en sí, un acto de fe, un acto de culto que lo glorifica, y no sólo una necesidad sobre la que imploramos su auxilio, con el don de su Espíritu.

Toda necesidad puede relativizarse, menos la gracia de su misericordia y de su amor, que busca nuestra salvación eterna —o la de nuestros semejantes— y a la que somos exhortados por el Señor en forma superlativa: “Pedid, buscad, llamad, para que recibáis, encontréis, y se os abran las compuertas de la Bienaventuranza.”

           Que así sea.

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Dedicación de la S.I. Catedral (1238).

Dedicación de la S.I. Catedral (1238).

(En la Catedral) Is 56, 1.6-7; Ef 2, 19-22; Jn 2, 13-22).

(Fuera de la Catedral): Ap 21, 1-5; Mt 16, 13-19

Celebramos la dedicación de la Catedral.

Queridos hermanos:

Esta fiesta, que se celebra desde el año 1238, coincide con la festividad de la Comunidad Valenciana.

La catedral es el lugar de la cátedra del obispo, cabeza visible de la Iglesia, desde donde ejerce, simbólicamente, su magisterio. Por eso, cuando alguien habla “pontificando”, decimos que habla ex cátedra. En la antigüedad, el maestro se sentaba para enseñar, como hacía el mismo Cristo.

La Iglesia, aun sabiendo que el verdadero y nuevo templo es la comunidad cristiana, consagra los edificios donde dicha comunidad se congrega, dedicándolos especialmente a la liturgia, a la oración y a los sacramentos, en su culto comunitario a Dios, al servicio de su pueblo.

Dios no necesita casa ni oraciones; somos nosotros quienes las necesitamos. Por eso, Dios nos construye un templo en la comunidad, donde Él quiere habitar para iluminarla. El cuerpo de Cristo es el verdadero y definitivo templo de Dios, de cuyo costado brota el agua purificadora del Bautismo, y de cuyo seno nos fue enviado el Espíritu. Por su inhabitación en nosotros, también somos constituidos templo, cuando lo acogemos por la fe.

La comunidad cristiana es el verdadero edificio espiritual, formado por piedras vivas, como dice san Pedro (1P 2,5), y también san Pablo: “Santo es el templo de Dios, que sois vosotros” (1Co 3,16). Cuerpo de Cristo, en el que Dios habita en el Hijo, y en el que se realiza un verdadero culto al Padre en espíritu y verdad, en el amor y en la comunión con gente de toda raza, lengua, pueblo y nación, constituidos en miembros suyos.

Dice la Escritura que “los discípulos estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”. La presencia del Espíritu en ellos los congregaba en el templo, donde todos podían constatar el amor que los unía en un solo espíritu, pues es a ellos a quienes se dirigía la obra realizada en Cristo. La comunión creada por el Espíritu era un signo para el pueblo, llamándolo a la fe. Como dirán los gentiles, refiriéndose a los primeros discípulos: “¡Mirad cómo se aman!” La gente ve en los discípulos algo que ellos no tienen, y que les ha dado la fe en Cristo: un solo corazón y una sola alma. La unidad y la comunión, frutos del Espíritu, muestran en ellos la presencia viva de Dios, que es Uno.

Este verdadero templo se fundamenta en la acogida del Kerigma, anuncio de Jesucristo; se edifica por la caridad y los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando este templo se profana con la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a purificarlo, porque “le devora el celo por su casa”.

Jesús visitó muchas veces el templo, pero en este Evangelio nos sorprende con una actitud inusual, que no se repetirá más, y que sólo puede entenderse a la luz de la profecía de Malaquías: “He aquí que envío a mi mensajero delante de ti, y enseguida vendrá a su templo el Señor. Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. ¿Quién resistirá el día de su visita?”

En esta entrada de Jesús en el templo, es, pues, el Señor quien visita su templo para purificarlo, y no sólo el judío piadoso, el profeta, el maestro o el predicador carismático y taumaturgo.

Esa es la autoridad que perciben los judíos en el gesto de Jesús, y que no están dispuestos a aceptar: es el Señor quien viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad. Es el tiempo de la visita; se hace presente el juicio, empezando desde la casa de Dios. Es el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, el tiempo del verano escatológico.

Por eso, la higuera del pasaje siguiente, en los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico, o el tiempo cartesiano, y ha sobrevenido el Éschaton. Ya no es “tiempo de higos”: de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás.

Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3,5), que Jesús anticipa proféticamente con un signo: al templo y a la higuera, como anticipó el tiempo de su “hora” en Caná de Galilea. Lo que sucede con la higuera ocurrirá con el templo, en el que el Señor no encuentra fruto, sino idolatría del dinero: negocio e interés. El templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el tiempo de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá fruto de él.

En el Evangelio de Mateo se nos presenta la elección de Pedro, sobre la piedra de la fe que le ha sido revelada, como fundamento de la Iglesia.

Honrar el templo, para nosotros, es ofrecer el verdadero culto en la Eucaristía; amar a Dios y vivir en la oración de nuestro corazón, limpio de idolatrías y en comunión con los hermanos.

          Que así sea.

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Miércoles 27º del TO

 

Miércoles 27º del TO 

Lc 11, 1-4

Padre Nuestro

Queridos hermanos:

En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido manifestar su misericordia a través de la oración. Desde la súplica de Abrahán, con sus seis intercesiones —dirigidas sólo por los justos y detenidas en el número diez— hasta la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, se despliega un camino de fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe ni la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, aquella con la que Cristo glorificó su Nombre, y en la cual el Padre se complació. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo para salvar a los pecadores por quienes Él se entregó. La oración cristiana por excelencia parte de la nueva realidad ontológica, en la que el don del Espíritu Santo nos hace “hijos” en el Hijo. En esta participación de la naturaleza divina, se renueva nuestra relación con el Padre, de modo que el fiel permanece ininterrumpidamente unido a Él por la vida nueva. Esta presencia real del Espíritu en nosotros hace que nuestra relación con Dios no se interrumpa, y aquellos momentos puntuales —lo que comúnmente denominamos oración— no hacen sino sobreponerse a la oración constante, con la que el corazón ama a Dios en la intimidad de su presencia en nosotros.

Ahora bien, esta relación del cristiano con la paternidad divina no es sólo personal, como en el Hijo único, Jesucristo, sino también comunitaria, corporativa, propia de la multitud de los miembros de su cuerpo, que comparten la vida de su Espíritu. De su oración filial brota su misión sacerdotal, por la cual, en el “Hijo del hombre”, se unen cielo y tierra (Jn 1,51), e interceden ante el Padre por el mundo, al cual comunican después su amor y su perdón. Este espíritu del Hijo en nosotros hace que el Padre escuche y se complazca en nuestra oración cuando decimos: Padre nuestro.

Hoy, la Palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas del perdón, para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

La oración del “Padrenuestro” habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado. Lo hace desde su condición de nueva criatura, que ha recibido el Espíritu. Busca a Dios en su Reino y le pide el pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar y erradicar así el mal del mundo, y para que seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota por el hombre que cierre su corazón al amor y al perdón de los hermanos. “Pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide sustento a las cosas y a las criaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo —y Padre nuestro— el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino: “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; carne que da vida eterna y nos resucita en el último día. Alimento que sacia y no se corrompe, y que alcanza el perdón.

Este es el pan que recibimos en la Eucaristía, y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.

Que así sea.

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Martes 27º del TO

Martes 27º del TO Nuestra Señora del Rosario

Lc 10, 38-42

Elegir la mejor parte

Queridos hermanos:

¿En qué consiste el “elegir la mejor parte” que no le será quitada? ¿Por qué María es alabada y Marta dulcemente corregida?

Estar sentado a los pies de alguien, escuchándolo, es la postura del discípulo. María sería, pues, la discípula: figura de la congregación de los discípulos que es la Iglesia. Como esposa, puede abrazar y besar los pies del Esposo, reconocerlo como Maestro y Señor, y beberse sus palabras. Cristo ha venido a evangelizar, no a ser agasajado, de forma que: “el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna, y yo le resucite en el último día.” La misión de Cristo es servir, no ser servido.

Cristo podía decirle a Marta: “Si quieres honrarme, déjame servirte y ser yo tu justicia y la razón de tu existir. Debes desear ser como María, y no que ella sea como tú.” La verdadera acogida de un profeta es valorar su misión, que nos conecta con Dios. Si a Jesús le complace la acogida de Marta, le emociona la de María.

Marta honra a Jesús de Nazaret humanamente, afectivamente, más carnalmente, podríamos decir. Pero no reconoce la dedicación de María, que creyendo en Cristo, el Señor, ansía de Él la vida. Mientras Marta quiere a Jesús, María ama a su Señor. Mientras Marta hace una obra buena, María bebe de la fuente viva. El servicio de Marta es añadidura entrañable y perecedera; María busca el Reino de Dios, que es eterno.

Marta está convencida de la bondad de su entrega, y no duda en recriminar a Cristo mientras juzga a su hermana, pensando: “Primero es la obligación, luego la devoción.” Vive el acontecimiento más en función suya que en función de su hermana. Está convencida de que a Cristo le complace más su dedicación que la de María.

Dice Juan que María es la que ungió los pies del Señor (Jn 11, 2). Podría ser, pues, la pecadora perdonada, de la que brota ahora tan gran amor por Cristo. Mientras Marta, que quizá siempre se habría mantenido fiel cumplidora de la ley, habiendo sido menos perdonada, es ahora menos vehemente en el amor. Quien se siente bueno, fácilmente juzga. Su relación con los demás y con Dios es más “cumplimiento” que agradecimiento. El afecto necesita reconocimiento, mientras la caridad es gratuidad. Se podría decir que Marta honra en la carne, mientras María en el espíritu.

Esta Palabra nos muestra dos posturas posibles que coexisten en nosotros ante el Señor: una natural y otra sobrenatural. La primera es buena, pero la segunda es la mejor, la única necesaria y trascendente. La “parte mejor” es el trato asiduo con el Señor, el haberse encontrado con Él a través de la fe, sentándose a sus pies como discípulo, de quien María es figura. Como la esposa del Cantar, María puede decir: “Encontré el amor de mi alma, lo he abrazado y no lo dejaré jamás.” Nadie se lo quitará.

Si en nuestro servir al Señor descubrimos la necesidad de compensaciones y el deseo de reconocimiento, nos situamos más cerca de la actitud de Marta que de la de María. Vivimos más en la letra que en el espíritu, en la exigencia más que en el don; en nosotros mismos, más que en el Señor. Aunque ambas actitudes pueden coexistir en nosotros, la de María es prioritaria. Sin ella, es fácil caer en un activismo que se corrompe por concupiscencias y pasiones.

La Eucaristía nos llama a discernir y elegir la parte mejor: acoger al Señor para recibir de Él vida eterna.

          Que así sea.

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Témporas de Acción de Gracias y de Petición

Témporas de Acción de Gracias y de Petición

Dt 8, 7-18; 2Co 5, 17-21; Mt 7, 7-11

La oración, don del amor de Dios

Queridos hermanos, el tema que hoy nos presenta la Palabra es la oración: ese diálogo íntimo que brota del conocimiento de la bondad de Dios y de su amor por todo lo que ha creado, y de manera especial, por nosotros. No podemos olvidar su poder, ni la precariedad que nos envuelve. En la oración de petición, es necesario considerar la dimensión subjetiva que condiciona su calidad: cuál es su objeto, y con qué oportunidad, intensidad y conveniencia suplicamos aquello que deseamos alcanzar.

La triple exhortación evangélica: “Pedid, buscad y llamad”, une a nuestra fragilidad la confianza en quien puede remediarla, y nos impulsa a perseverar en la súplica. Necesitamos ser fortalecidos, sobre todo, en esa confianza que nace de la firmeza de nuestra fe, cuyas compañeras inseparables son la esperanza y la caridad.

El Espíritu Santo, el Don bueno por excelencia, el Don que Cristo nos ha ganado con su entrega total, debe ser nuestra máxima aspiración. Aunque Dios provee siempre a nuestras necesidades, hemos sido creados para participar de su propia vida divina, en comunión definitiva con Él. Pedir el Espíritu implica desearlo, amarlo y anteponerlo a todo; pedirlo con todo el corazón. Él es el maestro de la oración y viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque no sabemos pedir como conviene, como nos recuerda san Pablo.

Cuando sea el amor —fruto del Espíritu— el que nos mueva, estaremos atentos a procurar a los demás el bien que también nosotros deseamos, más que responder simplemente con la misma moneda con que se nos paga. Es el Espíritu quien nos impulsa a obrar por el bien como única razón, sin dar cabida al mal. De una fuente dulce no brota agua amarga. De Dios no procede nunca el mal. El Evangelio está lleno de este responder al mal con el bien, como Dios hace con nosotros.

Recordemos aquellas palabras de san Bernardo: “Amo porque amo, amo por amar”. Por eso necesitamos pedir, buscar y llamar, para que se nos dé el Espíritu que Cristo nos ha ganado con su entrada en la muerte y su gloriosa resurrección. Y el resto, lo recibiremos por añadidura.

Pidamos por nosotros y por quienes no conocen el amor del Señor; busquemos para nosotros y para los pecadores y llamemos para nosotros y para que los extraviados regresen a Dios. Y si no encontramos en nosotros merecimientos para recibir lo que pedimos, busquémoslos en la paternidad bondadosa de Dios, que desea dárnoslos, como dice el Seudo-Crisóstomo.

           Que así sea.

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Domingo 27º del TO C

Domingo 27º del TO C

Ha 1, 2-3.2, 2-4; 2Tm 1,6-8.13-14; Lc 17, 5-10

De la fe a la fidelidad

La fe es apoyar la vida en Dios que lo puede todo, para vencer las continuas pruebas y precariedades que presenta la vida y que llamamos cruz. La fe que resiste día a día la cruz, se transforma en fidelidad. Pedir más fe, puede representar la tentación de pretender evadir la precariedad de la cruz, la dependencia total de Dios. A san Pablo, el Señor le dirá: “te basta mi gracia.” Tener fe como un grano de mostaza, es ser capaz de permanecer en la cruz de cada día, asumiendo los “padecimientos por el Evangelio” confiando en el Señor y no en nuestras fuerzas, aceptándonos siervos inútiles y diciendo como Abrahán: Dios proveerá.

 Queridos hermanos:

La Palabra de hoy nos presenta el misterio de la fe. Una fe que, amalgamada con la cruz de cada día, se convierte en esa fidelidad de la que habla el profeta Habacuc en la primera lectura. Porque la vida, hermanos, es un continuo sucederse de pruebas y consolaciones —como también nos recuerda san Pablo— y sólo en la fe, sostenida por la gracia de Dios, podemos atravesarlas con esperanza.

Timoteo es exhortado a reavivar el don recibido. Ese don que, por pura gracia, nos capacita para acoger la voluntad salvadora de Dios y realizar la misión que se nos encomienda. “Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra” (St 1,17). Por eso, como san Pablo, damos gracias sin cesar por vosotros, “a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús. Pues en Él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y conocimiento, en la medida en que se ha consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo. Así, ya no os falta ningún don de gracia a los que esperáis la revelación de nuestro Señor Jesucristo” (1Co 1,4-7).

Lejos de nosotros, entonces, toda presunción y toda vanagloria. Si permanecemos fieles al amor de Cristo, es por su misericordia. Si, por la fe, recibimos su espíritu de obediencia y servicio, somos incorporados a su misión. Y al devolver lo que hemos recibido gratuitamente, podemos decir con humildad: “No hemos hecho más que lo que debíamos hacer.” Nuestros méritos, si los hay, son fruto de su bondad.

Somos siervos inútiles por nosotros mismos. Inadecuados, un “total impedimento”, diría san Ignacio de Loyola. Porque para servir al Señor, primero hemos sido rescatados de la esclavitud del diablo, en la que caímos por querer ser dioses de nuestra propia vida. Ser plenamente humanos implica aceptar nuestra condición de criaturas, reconocer nuestra verdad, y por tanto, reconocer a Dios como Señor y a Cristo como el autor de nuestra fe.

Dios, que es amor, y que sabe que la felicidad del hombre está en amar, envió a su Hijo a servir al hombre. Lo rescató de la soberbia del diablo mediante su obediencia total, hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por la fe, nos ha devuelto la capacidad de amar que habíamos perdido.

Hemos escuchado que el siervo debe reconocer su inutilidad después de haber cumplido su tarea, y dejar su recompensa en manos de su Señor, “a quien su recompensa lo precede.” Cuando alguien nos dice: “Dios te lo pague”, deberíamos responder: “Ya me lo ha pagado, y con creces.” Porque al Señor se le sirve, aunque también en esto, Él nos sirvió primero. En Dios, el servicio es amor gratuito. La llamada al servicio es, por tanto, una participación en la vida divina, que es amor. No hay mejor paga. Para san Pablo, servir al Señor es ya su recompensa: “Mi paga es anunciar el Evangelio.”

Los apóstoles reconocen su incapacidad para perdonar las ofensas (cf. Lc 17,4). Su caridad, y por tanto su fe, es frágil. Necesitan —como nosotros— de la ayuda y protección constante del Señor (Lc 22,31-32). Es necesaria la unión continua con Cristo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,4-5). Incluso el deseo de tener fe y el pedirla al Señor es ya una preparación para acogerla como don, y para perseverar en el combate que ella supone.

Que el Señor nos conceda esta fe viva, esta fidelidad perseverante, en este “sacramento de nuestra fe”.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Francisco de Asís

San Francisco de Asís

Lc 10, 17-24

El juicio de la misericordia

Ayer, la Palabra nos hablaba del juicio. No de un juicio de condena, sino del juicio primero, el juicio de misericordia que Dios ofrece al mundo por medio del Evangelio. Este juicio se enmarca en el envío de los setenta y dos discípulos, enviados como heraldos de la paz, como mensajeros del Reino. Por este anuncio, los hombres son liberados del poder del maligno, que es derribado del cielo —ese cielo falso donde el pecado lo había entronizado, usurpando el lugar de Dios.

En primer lugar, el Espíritu Santo nos revela al Padre y al Hijo, y con ellos, los misterios del Reino. El mal retrocede, el pecado es perdonado, y en quienes acogen la predicación, brota la comunión. Retornan a la inocencia original, a esa paz primera que Dios quiso para el hombre. Dios se hace nuestro prójimo, se acerca, nos llama a la intimidad con Él. El Señor anuncia la Buena Nueva a los pobres, enaltece a los humildes. Bienaventurados los pobres de espíritu —a quienes hoy llama “los pequeños”— porque a ellos les ha sido revelado lo que ni profetas ni reyes pudieron contemplar.

Cristo se alegra. Se alegra de la irrupción del Reino de Dios, del desmoronarse del reino de Satanás. Pero a los discípulos que celebran su poder sobre los demonios, les recuerda lo esencial: “Alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.” Porque ese es el verdadero gozo: ser conocidos por Dios, estar inscritos en el libro de la Vida.

El Apocalipsis nos habla de ese libro. De los libros que serán abiertos en el segundo juicio. En ellos están las obras de los hombres, y los nombres de quienes acogieron la misericordia en el primer juicio. El libro de la Vida. Y esto, hermanos, debe impulsar a los apóstoles, y también a nosotros: que nuestros nombres no sean borrados de ese libro, para no ser arrojados al lago de fuego preparado para el demonio y sus ángeles.

Dice el Evangelio: “Aquel día muchos dirán: Señor, hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Y yo les declararé: Jamás os conocí. Apartaos de mí, agentes de iniquidad.” ¡Qué palabra tan dura! Pero también tan justa. Porque no basta con hacer cosas en nombre de Dios; es necesario vivir en comunión con Él, obrar con rectitud, caminar en la verdad.

Hoy esta Palabra viene a nosotros, que hemos sido llamados en la Iglesia a anunciar el Reino como pequeños, como humildes, como aquellos a quienes se han revelado los misterios del Reino. Se nos ha dado el don de ver y oír lo que otros no pudieron. Pero también se nos ha dado la fuerza del Espíritu para obrar en consecuencia. Que nuestras obras no sean de iniquidad, sino de luz. Que nuestros nombres permanezcan escritos en el libro de la Vida. Y que, en aquel día, el Señor nos reconozca como suyos.

Que así sea.

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Viernes 26º del TO

Viernes 26º del TO

Lc 10, 13-16

Misericordia que Llama a la Conversión

Queridos hermanos, con la venida de Cristo se ha proclamado el Evangelio de la misericordia divina sobre una humanidad sometida al pecado y a la muerte. En Él se ha abierto para el mundo la posibilidad de la vida eterna, una vida que no se conquista por méritos humanos, sino por la gracia que brota del costado abierto del Salvador.

Ignorar a Cristo, rechazar su amor, es permanecer en la maldición de la ruptura con Dios. Es aferrarse a un mundo que seduce con sus promesas vacías, pero que se disuelve en la vanidad. Muchas generaciones han pasado, y también pasará la nuestra. Pero el Evangelio permanece, llamando incansablemente a acoger a Cristo, a abrazar la vida eterna, aun en medio de un mundo que se obstina en rechazar a Dios.

La Palabra que hoy se nos ofrece está enmarcada en el envío de los setenta y dos discípulos. Es un primer juicio de misericordia que se extiende por medio del anuncio del Reino. Se proclama con poder, se testifica con señales, pero muchos cierran los ojos, endurecen el corazón y rechazan no solo al mensajero, sino al mismo Cristo.

El anuncio del Reino lleva consigo una llamada urgente a la conversión. Es una puerta abierta hacia la misericordia. Rechazar esa luz es elegir voluntariamente las tinieblas de la muerte. Los milagros que Dios realiza en nuestra vida no son ornamentos espirituales, sino llamadas a la conversión. Porque, como dice la Escritura: “Al que se confió mucho, se le reclamará más.”

Nos enfrentamos al misterio de la incredulidad, que puede endurecer el corazón del hombre. “Se obstina en el mal camino, no rechaza la maldad. Prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.” No olvidemos, hermanos, que las gracias que hemos recibido nos han sido dadas por la sangre de Cristo. No se pueden rechazar impunemente. Rechazar a un enviado es rechazar a quien lo envía; y en última instancia, el rechazar a Cristo, es rechazar a Dios.

No es lo mismo pecar por debilidad que rechazar deliberadamente la gracia de la misericordia. Nosotros somos como aquellas ciudades que gozaron de la presencia del Señor, que escucharon su palabra, que vieron sus señales. Su incredulidad fue un desprecio proporcional a las gracias recibidas.

Y ahora, hermanos, ¿cuál debe ser nuestra respuesta? ¿Cuál nuestra responsabilidad, si nosotros nos hacemos uno con Él en la Eucaristía? Que no se diga de nosotros que fuimos indiferentes ante tanto amor. Que nuestra vida sea testimonio vivo de la misericordia acogida, de la gracia recibida, de la conversión verdadera.

 Amén.

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