Conmemoración de todos los fieles difuntos

Conmemoración de todos los fieles difuntos

En domingo: Sb 4, 7-15; Rm 5, 5-11; Jn 14, 1-6

Lm 3, 17-26; Rm 6,3-9; Jn 14, 1-6s

Sb 3, 1-9; 1Jn 3, 14-16; Mt 25, 31-46    

Queridos hermanos:

Decía el Santo Padre en una fiesta de Todos los Santos: Con sabiduría, la Iglesia ha dispuesto en estrecha sucesión la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos.

A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a los espíritus beatos —que la Escritura nos presenta como “una multitud inmensa, que nadie podía contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación”— se une nuestra súplica de sufragio por aquellos que nos han precedido en el tránsito de este mundo a la vida eterna, y que esperan su completa purificación.

A ellos dedicamos de manera especial nuestra oración, y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. Verdaderamente, cada día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también nuestros sufrimientos y fatigas cotidianas, para que, una vez purificados completamente, sean admitidos a gozar eternamente de la luz y de la paz del Señor.

En el centro de la asamblea de los santos resplandece la Virgen María. A Ella encomendamos a nuestros queridos difuntos, con la íntima esperanza de encontrarnos un día todos juntos en la comunión gloriosa de los santos.

El Evangelio de Juan nos presenta la promesa del Señor de venir a buscarnos para llevarnos con Él a la casa del Padre.

El Evangelio de Mateo nos presenta a los discípulos —y, por tanto, a la Iglesia— en su misión de salvación, como norma de juicio ante las naciones y analogía del Verbo encarnado, a través de la filiación divina que los constituye en hermanos de Cristo y miembros de su Cuerpo místico.

Los creyentes debemos tomar conciencia de nuestra condición de “hijos del Padre” y “hermanos de Cristo”, y también de nuestra condición de “pequeños”, mediadores de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe.”

Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida (cf. 2 Co 4,12).

Por eso, al ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, hacemos presentes a nuestros hermanos difuntos, para que sean pronto purificados y alcancen la promesa de la bienaventuranza.

           Que así sea.

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Todos los Santos

Todos los santos

Ap 7, 2-4.9.14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12

Queridos hermanos:

Decía Benedicto XVI, en este día del año 2007: “Nuestro corazón, atravesando los confines del tiempo y del espacio, se dilata a las dimensiones del cielo.”

Hoy celebramos la solemnidad de aquellos discípulos, amigos de Cristo, hijos de Dios, que han concluido su peregrinación terrena y su purificación. Ellos vienen de la gran tribulación; en ellos ha sido restaurada la imagen de Dios. Han alcanzado ya la patria celestial y aguardan, gloriosos, a que se complete el número de los hijos de Dios y a la resurrección de la carne.

Conmemoramos a la Iglesia triunfante, ante la cual no prevalecerán las puertas del infierno. Ellos fueron los pobres de espíritu, los mansos, los que lloraron, los que padecieron hambre y sed de justicia, los misericordiosos y limpios de corazón, los que trabajaron por la paz y fueron perseguidos por causa de la justicia. Han tomado posesión del Reino de los Cielos, han heredado la tierra, son ahora consolados y saciados, han alcanzado misericordia, ven a Dios, son llamados hijos suyos y participan de la gloria eterna.

Como dice san Bernardo en el Oficio de Lecturas de este día, los hacemos presentes para que su memoria avive en nosotros el deseo de unirnos a ellos en el Señor, e intercedan por nosotros, que ahora somos los pobres de espíritu, los que lloran, los perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe. Somos aquellos de los que habla el Evangelio, llamados a ser bienaventurados como ellos, en medio de la muchedumbre inmensa que contempla el Apocalipsis (cf. Ap 7,9). San Pablo recuerda a los Tesalonicenses: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (cf. 1 Tes 4,3).

En los albores del cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba “los santos”. En la primera carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo se dirige “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo.” La santidad consiste en que el amor de Dios sea derramado en nuestro corazón por obra del Espíritu Santo.

En efecto, decía el papa Benedicto XVI: el cristiano es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual. Pero, al mismo tiempo, debe convertirse, conformarse a Él cada vez más íntimamente, hasta que en él se complete la imagen de Cristo, el hombre celeste. A veces se piensa que la santidad es una condición de privilegio reservada a unos pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano; es más, podemos decir: ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios, desde siempre, nos ha bendecido y elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.”

Esta palabra nos involucra a todos. Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios —en sentido lato— y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El Camino es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: “Nadie va al Padre sino por medio de Él” (cf. Jn 14,6).

Que la fidelidad de los santos a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo, dando razón de nuestra esperanza, y tratando de reunir en torno a nosotros a quienes no le conocen y gimen sin esperanza, a manos de los demonios y de los ídolos de este mundo.

Ellos, que han vencido en las pruebas, pueden, con su intercesión, ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece, y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 30º del TO

Viernes 30º del TO

Lc 14, 1-6

Queridos hermanos:

Nuevamente, la Palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu, que es el amor. Volvemos al tema de la misericordia como corazón de la Ley, y a la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”.

El Espíritu Santo nos permite ver la realidad con su óptica de misericordia: “Misericordia quiero”. Pero sin el Espíritu, no se capta más que la materialidad de la Ley. Y aunque se sepa que su corazón es el amor, mientras la caridad edifica, la letra mata. Jesús encontrará siempre gran dificultad para introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia. Sólo la madurez en el amor es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal, podemos decir: “El amor —el corazón— tiene razones que la razón no comprende”.

El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que “amar es cumplir la ley entera”, y que quien ama ha cumplido la Ley.

La respuesta de Jesús viene a ser: el sábado se puede amar. Precisamente para eso ha sido instituido. Dios descansó del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor. “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”, dirá Jesús. El Padre no deja de gobernar la creación ni de amarla. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “Tú haces la paz y todo lo creas. Tú que iluminas la tierra y a todos sus habitantes, renuevas cada día la obra de la creación”.

También en nosotros, la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo decimos: “Por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola con nuestra vida.

Es significativa la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás. Con Satanás entraron el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad no son más que manifestaciones progresivas de su acción sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una criatura como el diablo puede ser tan grande, ¡cuánto más lo será la misericordia de Dios, su Creador, al ver la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal! “Las aguas torrenciales de la muerte no pueden apagar el amor”.

A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad adquieren un valor incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento, como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema de la libertad y del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un medio —muchas veces insustituible— para alcanzar un bien superior? ¿No es posible que los enfermos del Evangelio, de haber gozado siempre de buena salud, se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su enfermedad temporal les haya alcanzado una salud eterna, salvándolos definitivamente?

Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa.

        Que así sea

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Jueves 30º del TO

Jueves 30º del TO

Lc 13, 31-35

Queridos hermanos:

A un mundo que vive bajo el influjo de los ídolos y se precipita hacia su destrucción, Dios le suscita un pueblo santo, para que lo haga retornar a Él y lo salve. Pero Israel se deja seducir por el diablo; le agrada vivir como el mundo y se enreda con los ídolos, olvidando su elección y su misión, apartando su corazón de Dios. Entonces, Dios le envía a su Hijo para buscar a las ovejas perdidas y hacer de nuevo a su pueblo “luz de las gentes”. Pero si también su Hijo es rechazado, el pueblo sufrirá las consecuencias de su extravío. El templo de su presencia en medio de ellos será arrasado, y Dios suscitará otro pueblo que le rinda sus frutos: un pueblo que acoja su misericordia en Cristo y permanezca fiel a la Alianza eterna, sellada en su sangre para la vida del mundo.

Cristo sabe que, en el cumplimiento de su misión, nada lo puede detener. Sabe también que debe llegar su hora, porque esa es la voluntad salvadora de su Padre, que Él debe llevar a cumplimiento. El Hijo del Hombre debe ser entregado, pero ¡ay de aquel que lo entrega! ¡Ay de ti, Jerusalén, porque tendrás que beber un cáliz amargo, preparado para los impíos! ¡Ay de aquel que endurece su corazón en el tiempo de la misericordia, porque deberá pagar hasta el último céntimo de su deuda!

Al igual que los porqueros de Gerasa, los fariseos del Evangelio prefieren la ganancia impura de su hipocresía, y piden a Jesús que se vaya, para que no les estorbe su negocio. Ponen como pretexto a Herodes, cuando son ellos los astutos que usan engaños y tienden asechanzas. Son ellos los que van a escuchar de la boca del Señor —y no Herodes— que nadie podrá apartarle de su misión, hasta que la concluya al tercer día con el triunfo de su resurrección.

Seguirá curando y expulsando demonios, y cuando llegue el momento de su inmolación, su muerte será un triunfo de la voluntad amorosa del Padre, y un fracaso del diablo, astuto y falso. Por eso, su muerte no tendrá lugar en la Galilea de los gentiles, a manos de Herodes, sino en la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados.

Sólo Jerusalén, en la persona de sus sacerdotes, escribas y fariseos, lo entregará a los paganos. Pero cuando haya rechazado los cuidados amorosos del Señor, y Jerusalén quede privada de sus alas protectoras por su incredulidad, su nido será saqueado por el águila romana. Su “casa”, la niña de sus ojos, quedará desierta cuando la presencia de Dios abandone el Templo, y el velo del Santuario se rasgue en dos, de arriba abajo, con la muerte de Cristo. Los judíos, como polluelos incapaces de saber y de valerse por sí mismos, serán masacrados: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Si conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes; te estrellarán contra el suelo, a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».

También nosotros somos llamados a ser fieles a la misión a la que hemos sido convocados en Cristo, para la vida del mundo, so pena de ser también excluidos de su Cuerpo Santo.

           Que así sea. 

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Miércoles 30 del TO

Miércoles 30º del TO

Lc 13, 22-30

Queridos hermanos:

A la pregunta sobre cuántos se salvan, la respuesta del Señor viene a ser: depende de vosotros. Se salvan los que quieren; aquellos que acogen la salvación gratuita de Dios con una vida conforme a su voluntad; aquellos que permanecen en el amor que han recibido gratuitamente del que los ha redimido con su sangre, y perseveran hasta el fin en su gracia; aquellos que, con la fuerza de su Espíritu, combaten, se hacen violencia y convierten su fe en fidelidad.

Leemos en la profecía de Habacuc (2,4): “El justo vivirá por su fidelidad.” La justificación que se alcanza por la fe, si se hace vida, deviene en fidelidad: esa perseverancia en el don recibido, esa respuesta constante al amor que nos precede.

Decía San Juan de la Cruz que al final seremos examinados en el amor. Y la puerta estrecha tiene la forma y la incomodidad de la cruz, en la que se nos ha mostrado verdaderamente el Amor. Amar al que nos ama y al que goza de nuestra simpatía es un amor fácil, natural, carnal, que no necesita ser valorado. Pero el amor del que penden la ley y los profetas es revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo.”

El amor de Dios por nosotros, ingratos y pecadores, es tan insólito que ha necesitado ser anunciado, revelado en Jesucristo y recibido por el don del Espíritu. De este sumo Bien bebe la creación entera. Adherirse a Él en libertad es participar de su bondad, o como solemos decir: ser bueno, hacer el bien.

Hacer el mal, ser malo, por el contrario, implica siempre un rechazo del Bien en sí y de la bondad que hay en las creaturas. Es a través de sus obras como conseguimos captar la verdad de la persona: su bondad o su maldad, tan llenas de intenciones, deseos y propósitos. “Apartaos de mí, agentes de iniquidad.” Nuestras acciones deben estar en concordancia con nuestros buenos deseos y proyectos de bondad para considerarnos en el camino del bien. De lo contrario, nuestra pretendida bondad no sería más que una vana ilusión, que podría llevarnos al más fatídico desengaño.

“Hechos son amores”, dice la sabiduría popular. “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando.” Es decir, por la obediencia, el siervo llega a ser amigo: “El que guarda mis mandamientos, ese me ama.”

Por la Eucaristía somos introducidos en la entrega de Cristo, y nos adherimos a ella con nuestro amén, para hacerla vida nuestra en la espera de su venida.

                    Que así sea.

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Santos Simón y Judas, apóstoles

Santos Simón y Judas, apóstoles.

Ef 2, 19-22; Lc 6. 12-19

Los Santos Apóstoles Simón y Judas

En esta fiesta, conmemoramos a dos apóstoles del Señor: Simón, llamado el Cananeo o Zelota, y Judas de Santiago, también conocido como Tadeo, según lo nombra san Lucas. San Cirilo los denomina Obediencia y Confesión, y añade que fueron constituidos, junto con los demás apóstoles, como doctores de todo el mundo, para liberar a los judíos de la servidumbre de la ley y apartar a los idólatras del error gentil, conduciéndolos al conocimiento de la verdad.

Fueron apóstoles elegidos por el Señor como testigos de la Resurrección. El libro del Apocalipsis los presenta como fundamentos de la muralla de la Nueva Jerusalén. Hoy celebramos su gloria, que no procede de su nacimiento, ni de su posición social o nacionalidad —pues sabemos que eran simples galileos, rudos como la mayoría de los apóstoles—; tampoco proviene de su elección para el apostolado, ya que también Judas Iscariote fue elegido; ni de su virtud, pues Pedro negó al Señor y Pablo fue perseguidor. Lo que los glorifica en este día es que fueron fieles hasta el fin a la misión que les fue encomendada, perseverando en la voluntad del Señor. Por ello, la tradición los considera mártires.

También nosotros somos llamados a la fidelidad y al testimonio del Evangelio, por el don recibido como miembros del Cuerpo de Cristo y piedras vivas de su templo. Sin embargo, nuestra gloria no nos será dada por el mundo, sino que la forjaremos con nuestra fidelidad y perseverancia en el servicio de amor hacia aquellos hermanos que el Señor tenga a bien encomendarnos.

El Señor eligió a los apóstoles de entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que estuviesen con Él y para enviarlos a predicar. De ahí proviene el nombre de apóstol, que significa “enviado”. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles fueron los primeros testigos del Evangelio: de la vida, muerte y resurrección de Cristo. Primero en Judea, y luego en todo el mundo. Dice el Evangelio que acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles que ellos habrían de congregar.

Así como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta comprender la unidad de Cristo con el Padre, lo cual equivale a querer penetrar el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando “Dios” a quien Cristo nos enseñó a llamar “Padre nuestro”, como nos recuerda san Pablo. Pero el amor, la misericordia, la bondad, la palabra del Padre nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: “Quien me ve a mí, ve al Padre”; “El Padre está en mí y yo en el Padre”; “Como el Padre me amó, así os he amado yo”; “Yo y el Padre somos uno”. No obstante, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, pues Él mismo dice: “El Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28); “Mi alimento es hacer su voluntad”; “Yo hago siempre lo que a Él le agrada”.

El Evangelio menciona a estos apóstoles únicamente en la designación de los Doce, y lo demás que sabemos de ellos proviene de las escasas tradiciones surgidas en los lugares donde ejercieron su misión. El Señor, en efecto, les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio. Quien a vosotros escucha, me escucha a mí; y quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y a Aquel que me ha enviado”.

Lo que sí sabemos de los apóstoles es que entregaron sus vidas por la misión, sostenidos por la fuerza del Evangelio y del Espíritu Santo, que suplía su precariedad humana y los hacía testigos del amor recibido de Dios por la fe en Jesucristo. Pocos fueron los que escribieron, pero todos testificaron a Cristo con sus vidas, dejando como herencia las Iglesias que fundaron en todo el mundo, de las cuales hemos recibido la fe que nos salva.

Elevemos, pues, nuestra acción de gracias a Dios, que nos envió a su Hijo, y bendigamos a Cristo, que nos dio a los apóstoles, quienes nos han preparado la mesa de su Palabra y de su Cuerpo y Sangre, que nos nutre para la vida eterna.

          Que así sea.

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Lunes 30º del TO

Lunes 30º del TO

Lc 13, 10-17

Queridos hermanos:

El centro de esta palabra no es la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado. El núcleo está en la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos, quienes, despreciando a Dios, se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a Él.

La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, una salvación que se extiende a todos los hombres y que se hace carne: primero en la elección de Israel, luego en la ley, y finalmente en Cristo, quien viene a perdonar el pecado y a comunicar a los hombres su naturaleza de amor por medio del Espíritu Santo.

La predicación de Cristo, sus milagros y, en definitiva, la entrega de su vida, hacen posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoge. En cambio, los judíos han convertido su relación con Dios en un legalismo de autojustificación y cumplimiento de normas externas que no conducen a Dios. El amor a Dios y al prójimo ha sido sustituido por ritos anquilosados en su materialidad, sin relación alguna con la verdad del corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Volvemos, pues, al tema del amor como corazón de la ley, y a la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.

También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de modo que sea el amor quien dirija nuestra vida, nuestro culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, entonces nuestra religión es falsa y vacía.

Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría haber sido interminable. Es significativa la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás. Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más que manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una criatura puede ser tan grande, ¡cuánto más será la misericordia de Dios, su Creador, al ver la vejación de su criatura bajo la tiranía del mal! “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo y de salvación incuestionable, aunque paradójico. El sufrimiento, como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad, abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos enfrentamos una vez más al interrogante: ¿por qué Dios permite el sufrimiento? ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero —muchas veces insustituible— para alcanzar un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, de haber gozado siempre de buena salud, se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo, después de su enfermedad, la haya salvado definitivamente? Sin duda. Pero subsiste, además, el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

En el Evangelio podemos descubrir cómo sólo el Espíritu Santo permite ver la realidad con su óptica de misericordia: “Misericordia quiero”. Pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia. Mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón, cerrado a Dios, se cierra también a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajena, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal, podemos decir: “El amor tiene razones que la razón no comprende”. El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura lo expresa claramente: “Quien ama, cumple la Ley”.

La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de su amor. “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”, dirá Jesús. El Padre descansó de crear, pero no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “Haces la paz y todo lo creas. Tú que iluminas la tierra y a todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo proclamamos: “Por la mañana anunciamos, Señor, tu misericordia”, testificándola con nuestra vida.

Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo, y otra muy distinta, inmolarlo por amor y para amar.

            Que así sea.         

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Domingo 30º del TO C

Domingo 30 del TO C

Eclo 35, 12-22; 2Tm 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14

Queridos hermanos:

El pasado domingo, la Palabra nos hablaba de la oración constante y sin desfallecer; hoy nos presenta otras de sus cualidades necesarias: la humildad y la misericordia. Acudir a la misericordia de Dios con nuestra propia misericordia y con humildad son condiciones necesarias para ser escuchados nosotros, a quienes Él ha mostrado su amor.

Al publicano, y a cualquier pecador que acude al Señor creyendo en su misericordia, le basta la humildad de reconocerse pecador para ser justificado por el Señor, porque: “El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”.

La justicia verdadera está en el corazón, y Dios la conoce porque procede de Él. Es Él quien justifica al hombre concebido en la culpa, al pecador que lo invoca con el corazón contrito y humillado. El justo no desprecia a nadie, porque sabe que su justicia viene de Dios, y la humildad es su compañera. Lo primero que hace el justo es acusarse a sí mismo. Siendo un don gratuito del amor de Dios al que cree, produce en el justificado amor a Dios, misericordia y esperanza en el cumplimiento de su promesa. Siente la necesidad de la unión con Dios, y lo busca a través de la oración.

El fariseo de la parábola tiene ciertas virtudes por las que dar gracias a Dios, pero, olvidando su condición pecadora y el origen de sus gracias, se glorifica a sí mismo, robando su gloria a Dios. “Será humillado”. Además, el valor de sus virtudes queda reducido a su componente carnal por su falta de misericordia. En efecto, al proceder de la misericordia gratuita de Dios, nuestra justicia se acompaña de la humildad y de la misericordia recibida. De ahí que justicia, humildad y misericordia vayan siempre unidas, de tal forma que, al faltar una, las otras desaparezcan. Dejar de recordar los propios pecados y el “Egipto” del que fue liberado lleva al hombre a alejarse del amor y de la gratitud, y a precipitarse en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra quien juzga.

Para san Pablo, la justicia es fruto de la fe que procede de Dios, y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe que obra por la caridad y deviene en fidelidad. “El justo vivirá por su fidelidad” (Hab 2,4). “Permaneced en mi amor”. Por eso, el humilde —que es además justo y misericordioso— glorifica a Dios por los dones recibidos, sin despreciar a los pecadores, e intercediendo por ellos.

Para que un publicano vaya al templo y rece a Dios, le son necesarias dos gracias: la primera le permite creer en la misericordia divina que justifica al malvado, y la segunda, humillarse. Como dice la Escritura: “Creyó Abraham en Dios, y le fue reputado como justicia”. “El que se humille será ensalzado”.

Reconozcámonos, pues, humildemente agraciados, y unámonos a la misericordia de Dios, que se hace don para nosotros en el cuerpo y la sangre de Cristo, y en nosotros, don para los demás, aun en sus pecados.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 29º del TO

Sábado 29º del TO

Lc 13, 1-9

Queridos hermanos:

El Señor aprovecha la ocasión para deshacer una antigua concepción que sostenía la exclusiva retribución del bien y del mal en esta vida, concepción que ya el libro de Job comienza a relativizar. Ante la pregunta acerca de quién pecó para que aquel hombre hubiera nacido ciego, el Señor responde que ni él ni sus padres pecaron. La apertura del pensamiento ante la revelación progresiva de una vida trascendente a este mundo lleva implícita, como consecuencia, la apertura a la concepción de una retribución de ultratumba a las acciones humanas. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva; pero no unos años más o menos, sino eternamente.

Tanto la catástrofe de los galileos como el desplome de la torre de Siloé son tan imprevisibles como el momento de nuestra muerte, que —según dice el Señor— no depende del pecado de quienes la padecen. Si Dios castigara nuestros pecados con desastres o con la muerte, hace mucho que el mundo ya no existiría. Nuestro verdadero problema no son los avatares de esta vida, sino todo aquello que ponga en riesgo nuestro destino eterno: la conversión o el empecinamiento en nuestros pecados.

La higuera de la parábola se juega su supervivencia por el fruto. En nuestro caso, aprovechar la acción de la gracia mediante la conversión nos alcanza un fruto para la vida eterna. En eso sí debe intervenir nuestra voluntad. Por tanto, esta palabra es una llamada a la sabiduría y a la vigilancia.

En el libro del Éxodo encontramos tres afirmaciones: Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “se ha fijado” en sus sufrimientos. Tres momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, como las tres veces que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere salvar a su pueblo a través de un enviado, al que revela su nombre y le confiere su poder. El enviado será Cristo, cuya figura fue Moisés. Si el pueblo en Egipto no cree en la palabra de Dios que Moisés, su enviado, le anuncia, y rechaza apoyarse en “Yo Soy”, ignorando su promesa, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se arrastrará murmurando por el desierto, y allí perecerá.

Cuando los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos galileos —cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios—, Jesús les hará caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más temibles, si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados los que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos galileos, o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la conversión: la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo en quienes le acogen creyendo en Él: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24). Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor, enviando a su propio Hijo, es rechazada, ¿qué otra posibilidad queda de escapar de la “muerte sin remedio”? (cf. Gn 2, 17).

San Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en figura para nosotros, que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”; que nos encontramos en el tiempo oportuno, en el día de salvación, que es el “Año de gracia del Señor”. Hoy la Iglesia proclama estas cosas con la esperanza de que produzcan frutos de conversión, y no tenga que ser cortada nuestra higuera cuando, terminado el “tiempo de higos”, venga el “tiempo de juicio” con la visita del Señor.

Que nuestro ¡amén! a Cristo, que se nos ofrece hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios, abriéndonos a las necesidades de nuestros semejantes.

           Que así sea.

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Viernes 29º del TO

Viernes 29º del TO

Lc 12, 54-59

Queridos hermanos:

Incluso humanamente, esta es una palabra sabia. En cierta ocasión, decía un notario: “Es mejor un mal arreglo que un buen juicio.” ¡Cuánto más frente a Dios, ante quien, siendo todos culpables, se nos ofrece el mejor de los arreglos por medio del perdón!

El tiempo de Cristo es tiempo de paciencia y de misericordia, que la Escritura, por boca del profeta Isaías, denomina “el año de gracia del Señor.” Es un tiempo que debemos discernir y acoger, antes de que llegue el inexorable “tiempo del juicio,” pues la justicia divina no es inferior a su misericordia. Dice Santiago: “Habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia.” Y podríamos añadir, con toda certeza: también para quien no la acogió, puesto que le fue ofrecida por Cristo, o anunciada por medio de sus discípulos, que deben proclamarla a toda la creación.

El Señor obra signos ya anunciados por los profetas en las Escrituras, que se cumplen con la misma fidelidad con la que los fenómenos de la naturaleza obedecen la ley del Creador: “Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y a mi Padre” (Jn 15, 24). Estos signos revelan al Mesías y anuncian la inminencia del juicio, que, en Cristo, se anticipa como perdón y misericordia. Pretextar ignorancia después de verlos es hipocresía, que esconde desprecio por las Escrituras y mala voluntad para la conversión ante los signos de Cristo. Y para quienes rechazan la misericordia, sólo queda el juicio y la implacable sentencia de la justicia, ante la cual somos todos reos de culpa. Pero, aun siendo grande nuestra culpa, la expiación de Cristo en nuestro favor sobreabunda sobre nuestra maldad: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia,” como dice san Pablo.

“Bochorno y tempestad” vendrán sobre quienes no se acojan a la gracia que Cristo nos ofrece gratuitamente. Tendrán ojos y no verán, oídos y no escucharán; no tendrán discernimiento para convertirse. Ante la ley, y ante el amor y la misericordia que Dios nos ha mostrado en la cruz de Cristo, ¿quién osará presumir de su propia justicia? Pedir perdón es tener sabiduría; perdonar es haber alcanzado la salvación.

Para quienes hemos sido ya objeto de la misericordia divina, este es un tiempo de vigilancia. La gracia recibida demanda en nosotros correspondencia respecto a nuestros adversarios, pues: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará.” Para este testimonio hemos sido alcanzados gratuitamente por la misericordia divina, en favor del mundo.

Acojamos, por tanto, la gracia de Cristo que se nos da en la Eucaristía, y acudamos al banquete de la misericordia para ser saciados por Cristo y recibir en Él vida eterna con nuestro ¡Amén!

      Que así sea.

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Jueves 29º del TO

Jueves 29º del TO

Lc 12, 49-53

Queridos hermanos:

La palabra del Evangelio nos presenta a Cristo en el umbral de su misión: transformar el agua en vino, derramando sobre la tierra de nuestra carne el fuego de su Espíritu de amor. Como dice san Juan Crisóstomo, realiza así una nueva creación, arrancada de la nada de la muerte del pecado.

Cristo habla de fuego, de bautismo, de paz y de división. El fuego del amor del Espíritu de Dios debe ser encendido; la muerte del pecado, apagada y asumida por Él en el bautismo de la cruz; la falsa paz de los muertos, rota. La misión de Cristo es encender en el mundo el amor de Dios, sumergiéndose en él hasta la muerte.

Para ello, deberá derramar su sangre en un bautismo purificador de toda carne, que separará lo nuevo de lo viejo, la luz de las tinieblas, haciéndose a sí mismo señal de contradicción y causa de división. Porque las tinieblas se resisten a la luz y al fuego del amor de Dios, con los que será purificada la tierra. El bautismo y el fuego purifican y enfrentan, porque, como la sal, queman y escuecen al que entra en contacto con ellos, poniendo de manifiesto la maldad oculta de las pasiones y los vicios.

El Señor nos habla de un bautismo que es fuego, como había anunciado Juan Bautista: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” Cristo deberá ser sumergido en la muerte de nuestros pecados, para que nosotros seamos purificados en el fuego de su Espíritu, que derrama su amor en nuestros corazones y nos limpia de las obras muertas. Este es el anhelo de Cristo. El bautismo del Jordán será la manifestación del Espíritu, que luego encomendará al Padre desde la cruz, derramándolo sobre la Iglesia en la vida nueva de la Resurrección.

Seguir a Cristo supone sumergirse con Él en el torrente de la persecución y los sufrimientos, de los que el Mesías beberá en su camino (Sal 110, 7), enfrentando a unos contra otros, según lo acojan o lo rechacen: “¿Podéis ser bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?” La Eucaristía y todos los sacramentos de nuestra fe nos sumergen con Cristo en su muerte y en su resurrección, abrevándonos en el torrente de sus delicias, porque en Él está la fuente viva, y su luz nos hace ver la Luz.

           Que así sea.

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Mércoles 29º del TO

Miércoles 29º del TO

Lc 12, 39-48

Queridos hermanos:

Dios, en su infinita bondad, ha querido compartir su hacienda con nosotros, llamándonos a la existencia, destinada a la comunión de amor con Él. Nos ha dotado de los medios necesarios para alcanzarla: amando a los hermanos. Todos los medios, incluida la existencia misma, están, por tanto, en función del amor, que nos franquea la entrada al Amor, ese que conocemos como bienaventuranza, cielo, vida eterna, Reino de Dios, Casa del Padre, y tantos otros nombres que evocan la plenitud.

Hoy, la Palabra nos habla de un motivo de vigilancia: acoger al Señor que viene de la boda y entrar con Él al banquete del amor. Se trata de estar preparados para el día de su visita inesperada, en la que vendrá a pedir cuentas de nuestra administración de sus dones, de su amor. Vendrá como ladrón para quienes consideran propios los dones del Señor, y para quienes no lo esperan ni desean su venida. Viene a reclamar el tesoro que le pertenece y que nos fue encomendado acrecentar, para retribuir a cada uno según haya realizado su servicio: amando.

Nosotros, como dice el Evangelio, no somos sino administradores a prueba, a quienes el Señor quiere poner al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para siempre, si es que hemos sido fieles y solícitos en llevar a cabo aquello que se nos encomendó: ¡Servir! ¡Amar!

Nuestra fidelidad y solicitud consistirán en no habernos apropiado de aquello que se nos confió para servir, amando no sólo al Señor con pureza y sobriedad, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con el que hemos sido amados y que le debemos a Dios.

Si bien esta vigilancia es necesaria para cuantos se disponen a servir al Señor, tanto más lo es para quienes son llamados a ser administradores de los bienes de su casa: fieles y prudentes, al cuidado de otros siervos y siervas. Dichosos quienes se mantienen en esta fidelidad y prudencia en el servir constante al Señor, porque ellos se nutrirán de lo sabroso de su casa y serán abrevados en el torrente de sus delicias. Mientras tanto, a los infieles se les pedirá cuentas de su encomienda y se les pagará de acuerdo con sus obras. Como decía san Juan de la Cruz: “Seremos examinados en el amor”.

En espera de esta venida del Señor, se nos concede ahora, según nuestra disposición, poder ser alimentados para recibir vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús, que se entregó por nosotros.

  Que así sea.

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Martes 29º del TO

Martes 29º del TO

Lc 12, 35-38

La espera del Esposo:

Queridos hermanos: 

“Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas.” Se espera, además, con la puerta cerrada, para abrirla sólo al Señor cuando llegue y llame. Otros vienen a llamar —como el ladrón del versículo 39—, pero no encuentran franca la entrada del corazón, porque la verdadera vigilancia es la del corazón. Como dice la esposa del Cantar: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”, porque el corazón se va tras el bien que atesora. Por eso: “Sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que ansía tu corazón”, adornado con la prudencia de las vírgenes del Evangelio (Mt 25, 1-13).

Vigilar es, pues, vivir en el Señor. Tener el corazón en el Señor es amarlo. Vigilar y amar se corresponden, y se acompañan de sobriedad y santidad (1P 1, 13-16). El que ama, espera; y transforma la ausencia en presencia interior rebosante de gozo. El que ama, puede acoger al Amado que llega en la noche, de repente, y arrastra consigo a la fiesta de bodas al que está preparado y esperando. Llega el banquete en el que el Señor se hace siervo, y el siervo desposa a su Señor. La espera del amor es gozosa, más fuerte que la muerte, y es defensa frente al ataque del enemigo (Mt 24, 43).

Esta es una palabra que nos exhorta a la intimidad del amor. Porque el que ama, espera en medio de la oscura incertidumbre de la vida, y se prepara para acompañar al Esposo hasta la consumación del amor. El amor, envuelto en gozo, acrecienta el deseo, para que la debilidad del sueño no sea capaz de perturbarlo, ni apagarlo las aguas torrenciales del sufrimiento.

El Señor se ha desposado con nosotros entregándose en la cruz. Y nosotros le esperamos entregándonos a Él, a su voluntad, amándole con toda nuestra vida: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; el que cumple mis mandamientos, ese me ama; y este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Esperemos despiertos en el amor, y amémonos en la espera. “¡El que no ame a Cristo, sea anatema!” ¡Ven, Señor!

           Que así sea

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Lunes 29º del TO

Lunes 29º del TO 

Lc 12, 13-21

Queridos hermanos:

Por la experiencia de muerte que todos padecemos a consecuencia del pecado, la incertidumbre del mañana nos empuja a asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y a atesorar, conducidos por la codicia. Y sin embargo, sólo Dios es la vida y el bien de cuanto existe.

El problema está en que el acto de atesorar involucra inexorablemente el corazón, y mueve sus potencias —entendimiento y voluntad— de forma insaciable, pues el corazón humano es un abismo, una sima que sólo Dios puede colmar. Codiciar es amar el dinero, y como dice san Pablo (Col 3,5), es una idolatría; es lo contrario de amar a Dios.

El que ama, se vacía de sí mismo, se da, porque es verdaderamente rico y todo le sobra, pues el amor sacia. En cambio, la codicia es mísera e insaciable, y todo lo esclaviza. Si lo que atesoramos no es el amor, expulsamos a Dios de nuestro corazón, porque “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21). Como dice el Apocalipsis: “Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego, para que te enriquezcas” (Ap 3,18). Y el salmo proclama: “Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4).

Todo en este mundo es precario; sólo Dios es subsistente y eterno. Por eso, enriquecerse y atesorar sólo tiene sentido en orden a Dios, que es el Sumo Bien imperecedero, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban.

Por medio de la caridad y la limosna, nuestro amor al dinero se purifica, se transforma en amor a Dios y a los hermanos, y se desarraiga al diablo de nuestro corazón. “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros” (Lc 11,41). Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, cuya cabeza es el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como fuego y cruz purificadora.

Al “joven” rico del Evangelio, el Señor le ofreció la oportunidad de atesorar sus riquezas en las santas moradas, pero fue incapaz de desprenderse de este mundo, y recibió la tristeza como recompensa. Los dones de Dios, en un corazón idólatra, se convierten en trampas.

La necedad consiste en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímero de la existencia; la sabiduría, en cambio, está en poner en el Señor nuestro cuidado, y en la caridad nuestro afán. Solamente en el Señor está la verdadera seguridad: “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor” (Sal 144,15).

Dios es la vida. Enriquecerse en orden a Dios es enriquecer nuestra vida hasta hacerla eterna, cuando nuestra entrega sea total, hasta el extremo, como la de Cristo. Para eso ha venido Él: para sanar el corazón, arrancándolo del pecado, para que su Espíritu viva en nosotros y sacie plenamente nuestras ansias de vida, haciéndonos libres de toda codicia.

La Eucaristía nos ayuda a unirnos a la entrega de Cristo, diciendo “Amén” a la comunión con su carne, que se entrega para comunicarnos vida eterna.

           Que así sea.

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Domingo 29º del TO C

Domingo 29º del TO C 

Ex 17, 8-13; 2Tm 3, 14-4,2; Lc 18, 1-8

Queridos hermanos:

Hoy, la Palabra nos habla de la oración en dos niveles —podemos decir— como suele hacerlo el Señor en el Evangelio: uno inmediato y otro global. Y nos dice que debe ser constante y sin desfallecer, porque la vida cristiana es un combate a muerte que ha de durar hasta el fin de los tiempos, cuando el Adversario será definitivamente atado con la venida gloriosa del Hijo del Hombre. Que su victoria sea también nuestra, y que se termine el tiempo de vigilancia y de combate, para que la esperanza se transforme en el gozo de la posesión.

La viuda de la parábola es, evidentemente, figura de la Iglesia, que tiene a su Esposo en el cielo y sufre en su combate contra el diablo, mientras ora “día y noche” pidiendo el auxilio del Señor, quien le hará justicia “pronto” —cuando venza a su enemigo con su cruz— y definitivamente en su segunda venida. Pero cuando venga el Señor, ¿encontrará fe, encontrará oración sobre la tierra?

En la primera lectura, la figura del adversario era Amalec, y a Moisés tuvieron que sostenerle los brazos en alto, mientras a Cristo se los clavaron para vencer al enemigo de la “viuda”. La viuda, como figura de la Iglesia, no tiene más arma para vencer a su adversario que la súplica insistente, nacida de la convicción de su propia impotencia y del poder amoroso de Dios. En ambos casos, el adversario es invencible con las solas fuerzas humanas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión.

Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, nos pone sobre aviso: el combate nos acompañará toda la vida. Sólo al final se nos imputará la victoria definitiva de Cristo como fruto de la perseverancia: “El que persevere hasta el fin se salvará.” También en el combate de cada día, y en cualquier lucha, se nos recuerda: “El que invoque el nombre del Señor se salvará.”

En la oración no son necesarias muchas palabras, pero sí que sea constante. Esto nos hace comprender que se necesita, sobre todo, una actitud del corazón que busca la cercanía y la unión con el amor que es Dios, y que, al descubrir su propia precariedad, confía plenamente en Él. Más importante que lo que pedimos, es que lo pidamos; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento con Dios, haciéndole presentes también nuestras preocupaciones y necesidades, y sobre todo las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín que la oración es el encuentro de la sed de Dios —que es su amor— con la sed del hombre —que es su necesidad de amor y de amar. Como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón.”

Una oración así necesita de una fe que esté en consonancia con ella, que la haga posible. Cristo lo manifiesta uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” La fe que hace que sus elegidos estén clamando a Él día y noche, mientras esperan su segunda venida y el auxilio cotidiano que viene del Señor. La oración garantiza la victoria, y la fe hace posible la oración.

Elevemos, por tanto, nuestro corazón al Señor en este “sacramento de nuestra fe”. Unámonos a Cristo, “el cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado” (Hb 5, 7), y resucitado de entre los muertos. 

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Lucas evangelista

 

San Lucas evangelista 

2Tm 4, 9-17; Lc 10, 1-12.17-20

Queridos hermanos:

Hoy celebramos la fiesta de san Lucas, evangelista, compañero de san Pablo en la evangelización y testigo del Evangelio y de la acción de Dios, como él mismo nos relata en sus escritos de los Hechos de los Apóstoles. No hay mejor forma de hacerlo presente que con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños, con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida, según lo que conocemos.

Si bien es ciertamente importante la obra de san Lucas, sus escritos como testimonio de Cristo, más aún lo es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización. Contribuyó a la propagación de la fe, haciendo de su existencia un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión del enviado del Señor; pero su gloria fue haberla aceptado, gastando su vida en la Regeneración del mundo, siguiendo a Aquel que murió y resucitó para salvarnos. ¡Cuánta gente malgasta su vida en simplemente sobrevivir, sin más fruto que el intento de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse en su vocación al amor!

Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto, son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom. 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús.”

Anunciar el Evangelio no es sólo transmitir palabras, sino propagar el amor y el perdón que se anuncian, de forma que se hagan carne en quien lo lleva y en quien lo recibe. El mandamiento del Señor no fue: “Que habléis del amor con el que yo os he amado”, sino: “Que os améis como yo os he amado.” Y este amor engendra amor, generación tras generación. San Lucas no sólo escribió, sino que contagió el amor de Cristo gastando su vida. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, son pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo, como acompañaron la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone; debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue el mismo Lucas y todos los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue llamando y salvando a la humanidad.

En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios: la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

A esto nos invita y nos apremia hoy esta Palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía, en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 28º del TO

Viernes 28º del TO

Lc 12, 1-7

Queridos hermanos:

El Señor previene a sus discípulos del contagioso peligro de la simulación: esa apariencia de vida piadosa y religiosa que, en lugar de buscar la complacencia de Dios, se orienta hacia la aprobación de los hombres. ¡Qué necedad tan profunda! ¡Qué desprecio tan grave por la verdad y el amor divino! Todo ello a cambio de una paga precaria e inconsistente, que revela, además, el escaso valor que se concede a una vida verdaderamente piadosa.

¿Por qué preferir la falsedad de la impiedad a la virtud que, además de la estima de los hombres, alcanza la complacencia de Dios? ¿Por qué aparentar lo que no se vive? ¿Será cuestión de perversidad, de maldad, o simplemente de necedad?

Una cosa es cierta: el bien, la verdad, la luz y el amor implican siempre una negación de sí mismo, un morir interior, y por tanto, un dolor, un sufrimiento del que buscamos escapar. Por ello, la virtud se nos hace más difícil que la ficción perversa de la bondad. La hipocresía, que nos aqueja en mayor o menor grado, revela nuestra concreta incapacidad de sufrir —nuestra falta de sal—, enraizada en la experiencia del desamor, que engendra nuestro propio desamor y nos impulsa compulsivamente a buscar ser amados sin arriesgar, sin amar.

El hipócrita es, en realidad, un pobre de amor. Herido por el desamor y escandalizado por el sufrimiento, se encierra en sí mismo, rechazando la verdad de Dios y su bondad. Este engaño diabólico sólo puede ser sanado por la experiencia profunda del amor gratuito de Dios y de su misericordia infinita, que Cristo encarna y nos alcanza por la fe en Él. Mediante la acogida del Evangelio, es posible la conversión y la vida nueva en la verdad del amor. Por eso, el Señor exhorta a sus discípulos a no temer la muerte, pues su amor la ha vencido. Ese amor lo recibirán por la fe.

Hoy, la Palabra tiene como telón de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, íntimamente ligada a la necedad y a la impiedad. Frente a ella, se alza la verdad, acompañada por la sabiduría y la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la mera sinceridad —que consistiría en no ocultar el desprecio por la Ley y por Dios—, sino la conversión a la Verdad del amor divino, que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en dejar de ocultar lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no se le puede engañar, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia eternas, en espera de nuestra conversión, hasta que llegue el tiempo de la justicia y de la verdad, en el que deberemos rendir cuentas para recibir de Dios según lo que hayamos merecido con su gracia.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene como trasfondo la persecución. Cuando menciona la levadura, se refiere a la doctrina de los fariseos y saduceos: guías ciegos que guían a ciegos, cuya enseñanza debe ser cribada de sus malas acciones, que corrompen sus palabras. Las palabras convencen la mente, pero los ejemplos arrastran la voluntad: “Observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta”. Marcos añade la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

La levadura es figura de la corrupción, y como ella, se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión, engordando al hombre viejo mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar, con sus obras y con su vida, la Verdad del amor de Dios frente a la mentira diabólica. Quien vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre; quien vive en la hipocresía es esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza, interpretando sus sufrimientos y encerrándolo en sí mismo.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de Él, no por su simulación, sino por sus obras. Él ha venido a testificar la verdad del amor gratuito de Dios, que cura el miedo a sufrir y a darse por amor. Trae Espíritu y fuego. El temor de Dios es fruto de la fe. El conocimiento de Dios —¡Amor!— fructifica en amor. “Los que no podéis amar, ¡venid a mí! Los que amáis, ¡temed a ese!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga.

Si sabemos por experiencia que hemos sido valorados y amados con el alto precio de la sangre de Cristo, ese amor expulsa de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad, del amor, y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, ¡cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino, de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados!

Somos invitados a unirnos verdaderamente a Cristo mediante este sacramento eucarístico de su sacrificio.

          Que así sea. 

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