La Ascensión del Señor C
Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-27; Lc 24, 46-53.
Queridos hermanos:
Esta fiesta se celebró hasta el siglo IV
junto con la de Pentecostés, en la que, por la tarde, los fieles de Jerusalén
acudían al Monte de los Olivos y se proclamaban los textos de la Ascensión.
Después, comenzó a celebrarse de manera separada, 40 días después de Pascua.
Esta festividad aviva en nosotros la
esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. Aquel que
bajó por nosotros asciende con nosotros a la gloria: “Suba con él nuestro
corazón”. Las figuras de Enoc y Elías abrieron nuestra mente y avivaron nuestro
deseo de alcanzar las ansias profundas de nuestro espíritu, sofocadas por la
frustración del pecado, y que llegan a su plenitud en Cristo.
Ascender, subir, sentarse y los demás
términos que describen el acontecimiento son conceptos que, en realidad, nos
hablan de trascender esta realidad terrena, de exaltarla, glorificarla o asumirla
en la gloria celeste, entrando en una dimensión inaccesible a nuestros
sentidos, que llamamos “cielo”, donde está la persona de nuestro Señor
Jesucristo.
Terminada su obra de salvación, Cristo
“asciende” al cielo y “se sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha
hecho posible su entrega, y ahora su presencia no será ya externa, sino
interior: ya no estará entre nosotros, sino dentro de nosotros.
Cristo está en el Padre para interceder
por nosotros y está dentro de nosotros, sosteniéndonos e intercediendo por el
mundo. La fuerza que moverá a los discípulos ya no será la del ejemplo del
Hijo, sino la del amor del Padre, derramado en su corazón por el Espíritu.
Con él asciende nuestra naturaleza
humana. Un hombre entra en el cielo, en Cristo, dándonos a conocer la riqueza
de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos, como dice san Pablo:
“A nosotros, que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con
que nos amó, nos vivificó, nos resucitó y nos hizo sentar en él, en los cielos,
para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros”.
No es solo nuestra carne la que entra en
el cielo, sino nuestra Cabeza, la cabeza del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia, de la cual nosotros somos miembros. Esta es, pues, nuestra esperanza
como miembros de su Cuerpo: seguir unidos a él en la gloria. Por eso, debemos
siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra Cabeza, en
espera de su venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta.
Cuando vino a nosotros, no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja,
sino que nos manda su Espíritu. De simples criaturas, hemos pasado a ser hijos.
Con la filiación, hemos recibido también
la misión. Mientras el mundo ve a Cristo en nosotros, nosotros le vemos en la
misión, porque el Espíritu nos lo muestra en los frutos.