La Ascensión del Señor C

 La Ascensión del Señor C

Hch 1, 1-11; Ef 1, 17-27; Lc 24, 46-53.

Queridos hermanos:

Esta fiesta se celebró hasta el siglo IV junto con la de Pentecostés, en la que, por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos y se proclamaban los textos de la Ascensión. Después, comenzó a celebrarse de manera separada, 40 días después de Pascua.

Esta festividad aviva en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión con Dios. Aquel que bajó por nosotros asciende con nosotros a la gloria: “Suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías abrieron nuestra mente y avivaron nuestro deseo de alcanzar las ansias profundas de nuestro espíritu, sofocadas por la frustración del pecado, y que llegan a su plenitud en Cristo.

Ascender, subir, sentarse y los demás términos que describen el acontecimiento son conceptos que, en realidad, nos hablan de trascender esta realidad terrena, de exaltarla, glorificarla o asumirla en la gloria celeste, entrando en una dimensión inaccesible a nuestros sentidos, que llamamos “cielo”, donde está la persona de nuestro Señor Jesucristo.

Terminada su obra de salvación, Cristo “asciende” al cielo y “se sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, y ahora su presencia no será ya externa, sino interior: ya no estará entre nosotros, sino dentro de nosotros.

Cristo está en el Padre para interceder por nosotros y está dentro de nosotros, sosteniéndonos e intercediendo por el mundo. La fuerza que moverá a los discípulos ya no será la del ejemplo del Hijo, sino la del amor del Padre, derramado en su corazón por el Espíritu.

Con él asciende nuestra naturaleza humana. Un hombre entra en el cielo, en Cristo, dándonos a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos, como dice san Pablo: “A nosotros, que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros”.

No es solo nuestra carne la que entra en el cielo, sino nuestra Cabeza, la cabeza del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, de la cual nosotros somos miembros. Esta es, pues, nuestra esperanza como miembros de su Cuerpo: seguir unidos a él en la gloria. Por eso, debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra Cabeza, en espera de su venida, sin que las cosas de abajo nos aparten de nuestra meta. Cuando vino a nosotros, no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos deja, sino que nos manda su Espíritu. De simples criaturas, hemos pasado a ser hijos.

Con la filiación, hemos recibido también la misión. Mientras el mundo ve a Cristo en nosotros, nosotros le vemos en la misión, porque el Espíritu nos lo muestra en los frutos. 

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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La Visitación de la Virgen María

La Visitación de la Virgen María 

So 3, 14-18; ó Rm 12, 9-16; Lc 1, 39-56

Queridos hermanos:

La palabra de este día está envuelta en manifestaciones celestes de ángeles y del Espíritu Santo, como corresponde al misterio de los hijos, que guardan las madres en su encuentro. El mayor entre los nacidos de mujer y el Primogénito de toda la creación: la voz y la Palabra. La voz es el sonido que hace vibrar el aire, mientras que la Palabra es la idea, la voluntad divina, el acontecimiento creador de Dios que da vida a todo cuanto existe.

María, llena del gozo del Señor, se puso en camino y se fue con prontitud, movida por el Espíritu, hacia Isabel, porque Cristo quiere encontrar a Juan y ungir a su profeta con el Espíritu para su misión como amigo del novio, que será lavar al esposo en las aguas del Jordán antes de que tome posesión de la esposa subiendo a la cruz. Isabel escucha a María, y Juan advierte al Señor. El gozo de María es el de Cristo, que vive en ella; Juan lo percibe y salta en el seno con el gozo del Espíritu, que hace profetizar a su madre para ensalzar la fe de María, quien acoge el cumplimiento de las promesas de la salvación que se cumplen en ella: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno. ¿Y de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”

El Espíritu Santo hace profetizar a Isabel, exaltando la fidelidad y el poder de Dios, que cumple las promesas en su misericordia para con los pobres, los humildes y los pecadores, comunicadas en su nombre por el arcángel, y la fe de María: “Bendita entre las mujeres”, como Yael y como Judit, que abatieron la cabeza del enemigo, figura del adversario por antonomasia, cuya cabeza aplastará definitivamente Cristo, descendencia de la mujer, y nueva Eva: María.

Grande, ciertamente, es el amor de Dios, que se fija en la pequeñez de María y la engrandece, subiéndola a su carroza real como a la esposa del Cantar: “Maravillaos conmigo, hijas de Jerusalén, porque ayer me fatigaba espigando entre los rastrojos, quemada por el sol, y hoy he sido arrebatada por el Rey a su presencia.”

Esta es también la experiencia de la Iglesia, pues el don que se le otorga es infinitamente grande para cualquier mortal, porque: “El Señor no renuncia jamás a su misericordia, no deja que sus palabras se pierdan, ni que se borre la descendencia de su elegido, ni que desaparezca el linaje de quien le ha amado” (cf. Eclo 47, 22).

María, en su humildad, se apoyó en Dios, y nosotros debemos hacerlo también, en nuestra debilidad, para poder alcanzar su dicha por nuestra fe, pues también a nosotros ha sido anunciada la salvación en Cristo, invitándonos a unirnos a su cortejo hacia la casa del Padre.

Juan ha sido lleno del Espíritu con la cercanía de Cristo. Y nosotros, al contemplarlo encarnado en el seno de María, derramando el Espíritu Santo, somos testigos de que las promesas se están realizando. La voluntad de Dios se hace accesible a nuestra impotencia, porque el Verbo de Dios ha recibido un cuerpo y ha entrado en el mundo para hacer posible que se cumpla en la debilidad de nuestra carne.

Nosotros, en la Eucaristía, somos llamados a abrir la puerta a Cristo, que quiere entrar a cenar con nosotros y hacernos un espíritu con él, de manera que el “Dios con nosotros” sea Dios “en nosotros”, por el Espíritu Santo, y que nuestro gozo sea el de Juan, el de María y el de Cristo, y que sea pleno. 

             Que así sea.

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Viernes 6º de Pascua

Viernes 6º de Pascua

Hch 18, 9-18; Jn 16, 20-23

Queridos hermanos:

Continúa en el Evangelio la catequesis con la que el Señor prepara a los apóstoles para la crisis de su pasión y muerte. “Un poco”, un instante, un pestañear de ojos sumergidos en el torrente doloroso de la voluntad salvadora del amor de Dios, para resurgir en la comunión definitiva del amor, que nos abreva en el “torrente de sus delicias”.

Al igual que en la naturaleza, una vida nueva se engendra en el gozo y se da a luz en el dolor. Así es también en el espíritu, por el Evangelio: al gran don de la vida eterna corresponde un efímero dolor.

Hay dos cosas efímeras e insignificantes de las que se habla en el Evangelio: la alegría del mundo y la tristeza, el llanto y los lamentos de los discípulos, que se desvanecen “al tercer día”. Como dice el salmo: “Por la tarde nos visita el llanto y a la mañana el júbilo” (Sal 30, 6). El Espíritu entra en resonancia con el corazón humano; el acento divino, en sintonía con nuestra carne. Son realidades incomparables por su entidad y su consistencia: lo temporal, fugaz y superficial, frente a lo eterno, profundo y definitivo. Son días que deben asumirse y pasan veloces, mientras el gozo consecuente de cuantos confían en el Señor no pasará jamás, porque la victoria y la promesa de Cristo son definitivas. A este discernimiento son instruidos los discípulos, y con ellos, todos nosotros, sabiendo que, en conclusión, es el amor el que provee los criterios para distinguir lo pasajero de lo definitivo, lo accesorio de lo importante, lo falso de lo verdadero.

El diseño amoroso de Dios para el hombre es su destino glorioso y eterno, que lo sitúa en la libertad y, por tanto, en la responsabilidad de su adhesión al plan de salvación divino, frente a la precaria situación de esclavitud y muerte que lo atenaza.

Cuando el sufrimiento va unido al amor, tiene plenitud de sentido, porque es fecundo en vida y abundante en fruto. Qué triste alegría la que dan las cosas; qué alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros; qué alegre tristeza la que da el Señor. Sí, dar a luz una nueva vida lleva consigo un trabajo doloroso. Cristo tiene que beber del cáliz preparado para los impíos, pisar el lagar de la cólera de Dios, sufrir los dolores del alumbramiento del Reino. Y los apóstoles, primicias de los discípulos, serán también sumergidos en el torrente de los sufrimientos del que debe beber el Mesías (Sal 110, 7), para levantar la cabeza con Él, en el gozo eterno de la resurrección, sumergidos en el “torrente de tus delicias; porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz” (Sal 36, 9).

También en nuestra vida, como en el camino de la Iglesia hasta la casa del Padre, que son cuatro días, “un poco”, la cruz se ilumina en la medida en que la sumergimos en el amor de la entrega, y lo definitivo hace insignificante lo transitorio. La vanidad se esfuma y, en la medida en que abandonamos el hombre viejo de nuestro yo, crece en nosotros el Yo de Dios, y nos acercamos a nuestro Origen (Alfa) y a nuestro Fin (Omega) en lo más profundo de la creación.

La Palabra nos invita a la paciencia en el sufrimiento y a la obediencia en el amor, sabiendo que no quedaremos confundidos, sino que levantaremos la cabeza con el Señor, a quien nos unimos por el Bautismo y en quien perseveramos por la Eucaristía. 

             Que así sea.

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Jueves 6º de Pascua

Jueves 6º de Pascua

Hch 18, 1-8; Jn 16, 16-20

Queridos hermanos:

El Señor previene, una vez más, a los discípulos sobre su partida al Padre, por lo que su cruz tendrá de escándalo, de fracaso y de angustia. Así, ellos podrán darse cuenta de que todo estaba previsto en los amorosos designios divinos y no se dejarán arrastrar por el dolor, la desesperanza ni la pérdida de fe ante la oscuridad de lo que, a nuestra razón, aparece como inaceptable e, incluso, como irreparable y sin solución. ¿Acaso hay solución para una muerte ignominiosa, o puede haber algo que le provea sentido para seguir creyendo?

El Señor les anuncia llanto, lamento y tristeza, agudizados por el escarnio de los adversarios, y, con la misma firmeza, les promete el gozo ante la acción de Dios que seguirá. Por una breve ausencia y aflicción, recibirán consolación y posesión eternas.

Si el dar a luz una nueva vida pasa por el aprieto del dolor, como preludio de gozos y esperanzas que se abren al caudal inagotable de la existencia, ¡cuánto más el alumbramiento de una nueva creación y un cosmos imperecedero! Para ello, quien va a engendrarla tendrá que sumergirse en la vorágine del torrente del sacrificio voluntario.

El lapso de la crisis es minimizado por Cristo como “un poco”, lo mismo que esta vida, que da paso a lo “mucho” y definitivo de la vida eterna. Ciertamente serán tres días en el torrente del sufrimiento y la tristeza, pero conducirán al gozo de los gozos: “del torrente de tus delicias” (Sal 36,9), el cual no podrá ser suprimido jamás. Como dice san Pablo: “Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18).

Hay un sufrimiento en la inmolación libre y obediente que hunde sus raíces en el amor y que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino; después, los apóstoles, primicias de los discípulos, atravesarán el valle del llanto y serán sumergidos con Él en el torrente del que debe beber el Mesías para levantar con Él la cabeza en el gozo eterno de la resurrección (cf. Sal 110,7; 36,9).

Lo que aparecerá como absurdo estará cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe, la fortaleza de la esperanza y la generosidad de la caridad. Esos son los renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada, la distancia entre los caminos de Dios y nuestras veredas, pues “cuanto aventajan los cielos a la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor (Is 55,9).

La Pascua de Cristo hace dar un salto de cualidad a nuestras pobres expectativas de vida, sumergiéndolas en el torrente del amor divino mediante la oblación de la propia existencia a su voluntad. Sólo con la fe es posible superar la crisis, cuando los acontecimientos superan nuestra capacidad de comprensión y de respuesta. Dios está presente y controla la historia; ni una hoja cae del árbol sin su permiso. No estamos a merced del sino, ni el “Misterio de la Iniquidad” actúa más allá de los límites que le fija la providencia divina. “Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien”.

¡Vengo pronto!, dice el Señor.

            Que así sea.

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Miércoles 6º de Pascua

Miércoles 6ª de Pascua

Hch 17, 15.22-18,1; Jn 16, 12-15

Queridos hermanos:

El Señor, que ya ha revelado a los discípulos muchas cosas acerca del Misterio del Padre, deja al Espíritu la tarea de completar la revelación del Misterio del Hijo, que los discípulos todavía no podían asimilar y que los llevaría hasta la Verdad plena de Dios.

El testimonio del Espíritu glorificará a Cristo, anunciando lo que oiga en el seno de la Trinidad y comunicándolo interiormente al corazón de los discípulos, como lo hizo antes públicamente a través de las obras que realizó en Cristo. Ahora el testimonio será pleno: Cristo no es solo el Mesías y el Profeta, sino el Señor, el Hijo del Padre y Dios con Él, en el Amor del Espíritu de la Verdad. Solo el Espíritu podía dar este testimonio de la divinidad de Cristo, que los discípulos nunca hubieran podido alcanzar ni mucho menos testificar con su vida por sí mismos.

El Espíritu vendrá en ayuda de los discípulos y será su guía en el desarrollo de la doctrina y de la vida de la Iglesia, ante el mundo, con las obras de ellos y a través de ellos, porque el Espíritu los acompaña y actúa con ellos.

La presencia de Cristo en nosotros, a través del Espíritu, irá ampliando nuestra capacidad de conocer a Dios y de recibir de Él sus dones. Nuestro recipiente se irá ensanchando y mejorará en su capacidad de recibir y retener las gracias que constantemente hace llover sobre nosotros el Señor de las misericordias. Además, concentrará nuestro corazón —mente y voluntad— en la adhesión a Cristo, como dice el Salmo: “Concentra toda mi voluntad en la adhesión a tu nombre” (Sal 86, 11), y en la comunión fraterna.

Dios es inabarcable, y lo que de Él conocemos porque ha querido revelarse a nosotros es poco en comparación con lo que seguimos ignorando y nos es imposible conocer hasta el presente. Incluso en la bienaventuranza del cielo y en la comunión que tendrán con Él los que hayan sido hallados dignos de la Resurrección, será más lo que les falte que lo ya alcanzado. Este conocimiento y posesión se irán acrecentando constantemente por toda la eternidad, aunque le podremos ver tal cual es.

Si Cristo se ha denominado a sí mismo testigo de la Verdad del amor de Dios, que nos ha mostrado en la cruz frente a la mentira diabólica, al decir que el Espíritu nos conducirá a la plenitud de la Verdad, nos revela que seremos conducidos por Él a la plenitud del amor de Dios. También la plenitud en la comunión fraterna y en el amor a los enemigos la ha traído Cristo a nosotros, y el Espíritu nos introduce en ella.

En la bienaventuranza, todos seremos colmados, como dice san Agustín, pero no todos conoceremos a Dios en la misma medida, así como tampoco en este mundo lo conocemos todos igualmente, sea porque no respondemos de la misma manera a sus dones o porque Él no se deja conocer por igual por unos y otros. Si entre los mismos ángeles hay distintos coros, podemos pensar que así será también entre los santos: coro de apóstoles, de mártires, de vírgenes y otros.

Desde el nacimiento de la Iglesia con la efusión del Espíritu, la fe y el conocimiento de Dios han ido progresando en este proceso de introducción en la Verdad de Dios que realiza el Espíritu. De la fe en Dios a la fe en la Trinidad, de la que Cristo forma parte, hay todo un camino que la Iglesia ha recorrido guiada por el Espíritu. Este proceso de tomar de lo de Cristo, de lo de Dios, para enriquecerse, es una experiencia continua en la Iglesia, que se manifiesta de forma eminente ahora en la Eucaristía, cuando, en nuestra unión con Cristo, se nos comunica vida eterna, a cada cual según la voluntad de Dios y según nuestra capacidad. 

           Que así sea.

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Martes 6º de Pascua

Martes 6º de Pascua

Hch 16, 22-34; Jn 16, 5-11

Queridos hermanos:

Como nos decía la Palabra estos días, la obra de Cristo continúa en sus discípulos, quienes han sido asociados a su misión y han recibido la fuerza y el testimonio del Espíritu. A las despedidas se une la promesa del Paráclito (Defensor-Consolador). Hasta ahora, Cristo estaba junto a sus discípulos ("Dios con nosotros") para instruirlos, sostenerlos, consolarlos y guardarlos, pero ahora vivirá dentro de ellos ("Dios en nosotros") cuando reciban su Espíritu Santo. Que esa separación se vaya a realizar en medio de un sufrimiento enorme les escandalizaría aún más si llegasen a comprenderlo.

También los discípulos, unidos a Cristo y a su misión por la fe, beberán en su día de este mismo cáliz, pero, por el momento, son incapaces siquiera de oírlo mencionar. Cristo les anuncia a aquel que hará posible en ellos lo que Él mismo realiza: recibirán el Espíritu Santo. Los discípulos todavía viven su relación con Cristo más en la carne que en la fe, y solo el pensamiento de separarse de Él los entristece; no están en grado de comprender los grandes motivos ni los enormes frutos que se desprenderán de ese acontecimiento.

 Cristo les habla de quien hará posible en ellos, lo que realiza en Él, y les promete al Defensor, al Consolador. Por Él, recibirán la gracia de que Cristo viva en ellos con una presencia más personal, íntima y eficaz, además de una relación más profunda de filiación con el Padre y de hermandad con el Hijo. Cristo entra al cielo, y el cielo penetra en los discípulos con el Espíritu: una enorme ganancia y conveniencia, para la cual era necesario primero limpiar de su corazón el infierno. Era necesaria la muerte de Cristo para que sus pecados fueran disueltos, y que resucitara el Señor para que recibieran vida eterna.  

Por el sacrificio de Cristo, en el mundo, ahora sumergido bajo el pecado de su incredulidad, aparece la justicia por la fe en Cristo, obra del Espíritu. El príncipe de este mundo, mentiroso y asesino, queda convicto de pecado, juzgado y condenado, mientras el pecado del hombre queda perdonado. Ahora el mundo se divide entre quienes creen en Cristo y quienes se resisten a acogerlo por la fe. Los discípulos, que habían creído que Jesús, su Maestro, era el Cristo, ahora comienzan a creer que Jesús es el Señor, es Dios; se apoyarán en Él, esperarán en Él y lo amarán (San Agustín, De v. D. Sermón 61).

Acoger a Cristo en sus enviados es salir del pecado y entrar en la justicia, condenando al demonio. Rechazar a Cristo es frustrar en sí mismos la misericordia de Dios. El pecado de la incredulidad es nefasto, porque, con él, todos los pecados permanecen.

Cuando me vaya —viene a decir Jesús—, el mundo será enfrentado a la fe en mí a través de vosotros, y quedará de manifiesto el pecado de su incredulidad. Pero será el Espíritu que recibiréis quien realizará la obra, y por eso digo que convencerá al mundo de pecado por su incredulidad, y de la justicia propia de la fe, porque yo estaré en el Padre; en consecuencia, será manifiesta la condena del príncipe de este mundo, padre de la mentira, que negó la verdad del amor de Dios, que es Cristo.

Los fieles, en cambio, habiendo aceptado el juicio de perdón y misericordia de Dios, que Cristo ha hecho patente sobre sus pecados con su cruz, no serán juzgados, pues han pasado de la muerte a la vida. Cristo se prepara para beber el cáliz preparado para los pecadores, bebiendo del “torrente” del sufrimiento del que debe beber el Mesías en su camino, para después ser abrevado en el “torrente” de tus delicias y levantar la cabeza (cf. Sal 110, 7+; 36, 9).

          Que así sea.

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Lunes 6º de Pascua

Lunes 6º de Pascua

Hch 16, 11-15; Jn 15, 26-16,4

Queridos hermanos:

Dios ha querido salvarnos mediante la redención de Cristo, que nos testifica el amor del Padre. La redención es gratuita y precede a nuestra respuesta, pero el testimonio de su amor debe ser acogido por la fe. Mas, ¿cómo creerán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?

El testimonio de Cristo, con sus palabras y con la entrega de su vida, lo confirma el Padre con sus obras a través del Espíritu Santo. Así también nuestro testimonio es acompañado por el testimonio del Espíritu, en nuestro interior y ante el mundo. Cristo es el testigo fiel y veraz enviado por el Padre, y quien constituye en testigos a sus discípulos. Si por esta redención y este testimonio Cristo ha entregado su vida, sus discípulos también serán perseguidos. No hay amor más grande ni grandeza semejante a la de este amor. Quien lo recibe se incorpora al testimonio de Cristo y, como él, debe asumir sin acobardarse el escándalo de su cruz.

Solo a través de la purificación del sufrimiento y la persecución se acrisolan nuestra fe y nuestro amor, liberándolos de la carga del interés y de la búsqueda de nosotros mismos, aun en las cosas más santas, para poder aquilatarse en la gratuidad del servicio y en el don desinteresado de sí mismo, fruto del Espíritu. Ante el escándalo de la cruz, Cristo previene a sus discípulos, revelándoles los caminos inescrutables de Dios y sosteniéndolos con la fuerza del Espíritu Santo, que llena de gozo el corazón de los fieles. Sufrirán, pero no perecerán.

Como hemos escuchado: “El Espíritu dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio”. Algunos exégetas hablan del Cristo histórico y del Cristo de la fe, atribuyendo a la fe de la comunidad cristiana la divinización de Cristo. Con todo, deberán explicarnos cómo aquel grupo de discípulos “insensatos y tardos de corazón”, a los que el estrepitoso fracaso humano de su maestro dispersó e hizo encerrarse por miedo a los judíos, fueron capaces y tuvieron la osadía de afrontar las consecuencias del acontecimiento, ofreciendo su vida por el testimonio de aquel crucificado, realizando toda clase de prodigios y señales en su nombre, y propagando su fe hasta los últimos confines de la tierra, en lugar de disolverse y esconderse, como ratas, si no hubieran contado con la veracidad del testimonio del Espíritu acerca de la divinidad de Cristo y con su fortaleza. No son ellos quienes han pergeñado y orquestado la divinización de Cristo, sino quienes han sido alcanzados por ella gracias al testimonio interior del Espíritu y a las obras que lo acompañan y acreditan.

Hay un sufrimiento unido al amor que tiene plenitud de sentido, es fecundo y da fruto en abundancia por los méritos infinitos del Verbo de Dios encarnado. Amar es negarse, y negarse es siempre sufrir. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, que son siempre amor, y sus discípulos, pasando tras el Señor por el valle del llanto, serán sumergidos en el torrente del sufrimiento del que debe beber el Mesías, para levantar con él la cabeza (cf. Sal 110, 7) en el gozo eterno de la Resurrección.

Aquí, el Espíritu es llamado Espíritu de la Verdad, para suscitar la aceptación de su testimonio, que ni se engaña ni puede engañar. Es Dios quien apoya con sus obras la palabra de sus mensajeros, declarándolos veraces. El Hijo ha recibido un cuerpo en Jesús de Nazaret, y el Espíritu, en nosotros, en la Iglesia, para testificar ante el mundo el amor que Dios le tiene y su voluntad de salvarlo mediante la fe en Jesucristo.

Con esta palabra se nos propone la misión, con persecución, y se nos promete el Espíritu: la suavidad de su consuelo y la fortaleza de su defensa para vencer la muerte. La Iglesia comparte con Cristo la misión de subir a Jerusalén para dar la vida por el testimonio del amor de Dios que ha conocido en Cristo y que ha recibido del Espíritu Santo.

La Eucaristía, con nuestro amén, nos introduce en el testimonio de Cristo: ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor!  

           Que así sea.

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Domingo 6º de Pascua C

Domingo 6º de Pascua C

Hch 15, 1-2.22-29; Ap 21, 10-14.22-23; Jn 14, 23-29

Queridos hermanos:

El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu. Como dice San Ireneo: “Donde está la Iglesia, está el Espíritu”. Cuando la presencia de Cristo deje de ser visible, una vez finalizada su misión de ser “Dios con nosotros”, el Espíritu llevará adelante la de ser “Dios en nosotros”. Hoy el Señor nos anuncia el nacimiento de la Iglesia, cuya alma será el Espíritu Santo, quien hará más profunda, íntima y personal la relación de los discípulos con el Señor.

El Espíritu irá guiando a la Iglesia hasta el final de los tiempos, enseñándole y recordándole todo lo que el Señor ha dicho, hasta llevarla a la verdad completa. Será el alma de la Iglesia y su ayuda frente a las dificultades en el combate de la fe y en la misión. Para eso, el Señor le da su paz, que la sostendrá en el combate contra los enemigos, mientras, unido a la Esposa, espera el regreso del Señor diciendo: “¡Ven, Señor!, que pase este mundo y que venga tu gloria”.

El Padre ama a todos, pero a quien guarda su palabra se le concede la presencia permanente de Dios, que todo lo vivifica y transforma en celeste la existencia humana. La diferencia que hay entre que Dios venga a nosotros y que haga morada en nosotros es la misma que hay entre escuchar su palabra y guardarla. La diferencia está en los frutos de la fidelidad, como dijo Habacuc: “El justo vivirá por su fidelidad” (Ha 2,4), que resulta no solo de haber acogido el don gratuito de la fe, sino de haberlo mantenido y hecho vida propia, y de haberlo defendido frente a las seducciones del Maligno, quien nos solicita a través del mundo y de las concupiscencias de nuestra carne. “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Guardar la palabra del Señor, el depósito de la fe, no es solo cuestión de que nuestra mente no la olvide, sino también de que nuestra voluntad se mantenga firme en sus caminos y la ame con las obras. Es, por tanto, cuestión de amor, como dice el Señor, de permanencia en su amor y de perseverar hasta el fin: “Si alguno me ama, guardará mi palabra.” Para eso el Señor ha asegurado: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”

Ser cristiano es aprender a vivir y dejarse guiar por el Paráclito que Cristo nos ha enviado por la fe. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles se nos presenta su presencia y su acción en la vida de la Iglesia, inspirando, enseñando y conduciendo a los discípulos en la paz. Paz entre los hombres por el dominio sobre las pasiones y paz con Dios como fruto de la justificación de Cristo, quien nos ha alcanzado el perdón de los pecados.

A través de esta presencia en nosotros del Espíritu de Dios, la Iglesia se encamina a la meta de la Jerusalén celeste, cuyas arras son la paz, signo y fruto de la presencia del Espíritu. Paz que no significa ausencia de combate; por eso, somos exhortados a no acobardarnos y a que no se turbe nuestro corazón. Digamos, pues, amén a este cuerpo que se entrega y a esta sangre que se derrama para que tengamos vida eterna. 

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 5º de Pascua

Sábado 5ª de Pascua

Hch 16, 1-10; Jn 15, 18-21

Queridos hermanos:

La primera lectura de los Hechos nos presenta el momento clave en el que la fe cristiana va a entrar en lo que hoy llamamos Occidente a través de Macedonia, lo cual provocará el encuentro con el pensamiento griego, que será decisivo en el futuro desarrollo de la Iglesia y de la futura Europa.

El Evangelio nos habla del mundo en su acepción negativa, que engloba todo el entorno sujeto, consciente o inconscientemente, a la influencia, dependencia e incluso esclavitud del diablo. El mundo y la Iglesia son realidades completamente opuestas y antagónicas, como lo son Cristo y Beliar (2 Co 6,15). Como dice Santiago: “Cualquiera, pues, que desee ser amigo de 'este' mundo, se constituye en enemigo de Dios” (St 4,4).

El Evangelio nos habla del odio del mundo a Cristo y, por tanto, a la Iglesia. En estos momentos, dicho odio es cada vez más evidente y no debe sorprendernos, ya que el príncipe de este mundo es el diablo, quien aborrece a Dios y, por tanto, a Cristo. El otro día leíamos la Carta a Diogneto, en la que se hablaba de este odio que nadie sabe explicarse, pero que proviene de la sujeción al diablo propia del "mundo".

La obra de Cristo y de la Iglesia es, precisamente, arrebatarle al diablo sus hijos y arrancar del corazón del hombre las raíces amargas del pecado. Su misión es llevar a los hombres al conocimiento de Dios y de su amor, perseverando hasta el fin: “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (cf. Mt 10,22). “No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece” (1 Jn 3,12-13). “Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo” (Jn 17,14). “En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía” (Jn 13,16). “Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!” (Mt 10,24).

           Que así sea.

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Viernes 5º de Pascua

Viernes 5ª de Pascua 

Hch 15, 22-31; Jn 15, 12-17

Queridos hermanos:

La palabra de hoy está centrada en la vida trinitaria, en el mutuo don de sí, que está en la raíz de todo, dando consistencia a todas las cosas. El Señor desea para nosotros la plenitud de su gozo y nos invita a permanecer en el amor que Él nos ha traído, gratuitamente, de parte del Padre, cumpliendo sus mandamientos, que se unifican en la Caridad. Así lo ha querido el Padre porque nos ama, y así lo ha realizado el Hijo por amor al Padre y a nosotros, entregándose a la muerte por amor. Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyos frutos en nosotros son el amor mutuo y, también, el gozo.

Si ayer el Señor nos invitaba a permanecer en su amor, guardando su mandamiento de amor mutuo, hoy nos manda a mantener, así, la amistad con Él, con la que hemos sido agraciados.

Que el Señor, en su liberalidad, haya tenido a bien elevarnos de nuestra condición pobre y pecadora, nos haya sentado con Él en su carroza real y hoy nos llame amigos, no debe hacernos olvidar que sigue siendo “el Maestro y el Señor”, y que, como tal, nos educa como a párvulos en la vida y en la fe, mandándonos amar. Así hacemos nosotros con nuestros hijos cuando no quieren comer o tomar una medicina. Amar es cuestión de vida o muerte, sin olvidar que el amor se nos ha dado gratuitamente para la vida del mundo.

Pero lo que está detrás de esas órdenes es el amor, no el despotismo ni la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos invita a amar no solo con nuestro afecto, sino, sobre todo, con nuestra entrega, que puede llegar a ser extrema, como la que de Cristo hemos recibido. El amor de Cristo nos apremia interiormente; es solícito de nuestro bien, siendo Él el sumo Bien que se nos ha dado. La voluntad divina se identifica con nuestro bien y se hace mandamiento en el amor cristiano.

Dándonos el Espíritu Santo, el gozo en nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo. La consecuencia es, pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este fruto hemos sido elegidos y destinados a este mundo en tinieblas, conducido por ciegos. Él nos ha elegido por gracia y no por méritos propios, constituyéndonos en luz, por su naturaleza divina de amor en nosotros.

El amor entre los hermanos es signo para el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe y a la amistad con Cristo. Es un amor apremiante para la vida del mundo y se hace mandato ineludible para nosotros que lo hemos recibido. 

Este amor debe ser como el de Cristo por nosotros, que lo llevó hasta el don de la vida: “Al que se le dio mucho, se le pedirá más”. Este amor va acompañado del gozo perfecto, de la amistad de Cristo y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto necesitemos y permanezca en nosotros después de la muerte para la vida eterna:

        "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros" (cf. Jn 13,34). "Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en Él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya" (1Jn 2,8). "En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1Jn 3,16). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8).

             Así sea en nosotros.

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Jueves 5º de Pascua

Jueves 5º de Pascua

Hch 15, 7-21; Jn 15, 9-11

Queridos hermanos:

Hoy, el Evangelio nos habla del amor del Padre, que hemos conocido a través del amor de Cristo. Lo que Cristo ha recibido del Padre nos lo da, para que lo que nosotros recibimos de Él lo demos también a los hombres. El deseo de Cristo es llenarnos de su gozo. Sabemos que el gozo es un fruto del Espíritu Santo, es decir, del amor que une al Padre y al Hijo. Por eso, el deseo de Cristo se hará realidad si permanecemos unidos a su amor, porque se permanece en el amor amando. Pero, como para nosotros este amor era inalcanzable, Cristo mismo lo ha traído hasta nosotros, y con su entrega en la cruz nos ha concedido la posibilidad de ser introducidos en él. No tenemos que conquistarlo, porque Él lo ha conquistado para nosotros.

El Señor nos invita, por tanto, a permanecer en este don que Él ha hecho posible para nosotros: a no alejarnos de Él, a no apartarlo de nosotros, a no contristarlo, a no contradecir sus deseos de paz y misericordia, sino a guardar su palabra y sus mandamientos. La permanencia en el amor implica obediencia y combate contra las pasiones y sugestiones con las que nuestro "yo" se resiste a ser relativizado frente al bien del otro.

El secreto del amor de Cristo al Padre es hacer siempre lo que a Él le agrada. Sabemos que a Dios le complace siempre nuestro bien, porque es amor, y quien ama piensa más en el bien de la persona amada que en sí mismo, lo que, a veces, implica renunciar al propio bienestar. Por eso, el Padre entrega al Hijo por nosotros; por eso, el Hijo obedece al Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece y, lleno del gozo de este amor, se entrega y padece por nosotros. En Cristo descubrimos la paradoja del "gozo en el dolor" que acompaña al amor. La alegría y el dolor no se excluyen mutuamente en presencia del amor: qué triste alegría la que dan las cosas, qué alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, qué alegre tristeza la que da el Señor.

El Señor nos ha dicho que quiere para nosotros su gozo, y por eso nos da su amor y su mandamiento de entregarnos, sin temer el dolor que conlleva. La primera lectura nos recuerda que el Señor nos ha permitido escuchar el Evangelio, ha hecho posible para nosotros la fe y nos ha dado su Espíritu gratuitamente. Todo es gracia. Nos ha introducido en su amor, que es el amor del Padre, para que permanezcamos en Él y su gozo alcance plenitud en nosotros.

Hay un dolor en la inmolación amorosa que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo y produce mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles, pasando detrás de Él por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el torrente del que debe beber el Mesías, para levantar con Él la cabeza en el gozo eterno de la resurrección.            

           Que así sea.

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Miércoles 5º de Pascua

Miércoles 5º de Pascua 

Hch 15, 1-6; Jn 15, 1-8

Queridos hermanos:

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos, como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto y de amor en el discípulo es la que glorifica al dueño de la viña, porque: “Yo quiero amor”, dice Dios por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es lo que lo lleva a podar y limpiar su viña, cortando los sarmientos que no dan fruto. Ese mismo celo se manifiesta en Cristo cuando dice: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros”. Y la primera forma de cumplir este precepto es no aplicárselo al hermano.

La comparación de la vid que nos presenta la liturgia de la palabra de hoy es fácil de entender a primera vista, pero plantea algunas cuestiones sobre las que debemos reflexionar. 

Dios tiene una vid con sus sarmientos, que deben dar fruto, pues no se trata de una planta ornamental, como ocurre también con la higuera en el Evangelio.

Como buen viñador, el Padre quiere que su vid produzca mucho fruto y, por ello, la cultiva, arrancando los sarmientos que no dan fruto, que solo producen hojas y desperdician la savia en perjuicio de la cosecha. Cuando los sarmientos producen poco fruto, deben ser podados para aprovechar toda la savia en beneficio del fruto. Es evidente, por tanto, que la vid existe en función del fruto, y que este solo es posible cuando los sarmientos permanecen unidos a la vid. Pero ¿de qué fruto estamos hablando? ¿Quién es el destinatario de este fruto, a quien se ordena tanta dedicación y amor?

Así como Cristo nos habló del pan de su cuerpo, que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre o la fuente de la que brota el vino nuevo del amor divino, fruto abundante en su sangre. Es el Padre quien lo ha engendrado en los discípulos, amándolos hasta el extremo en Cristo, su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino su don gratuito para nuestra salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar como fruto de su amor.

La gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, quien nos lo comunica para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno (Jn 17, 22). Amando, hacemos visible su misericordia y la testificamos: Dios es tal que, a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre!”.

Cumplir este precepto implica preocuparnos por amar nosotros y no tanto por que los demás amen: “Si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de particular?”. El amor nos justifica, y quien ama justifica a la persona amada. Quien se "ama" a sí mismo necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien ama se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo (Jn 15, 11).

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida ante aquellos que viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos de un celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque “la caridad cubre la multitud de los pecados”.

El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traernos el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor.

Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado y, a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que, recibiendo su vida divina por la fe en él y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en el fuego de su amor. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo.

Bendigamos al Señor, que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor y nuestro celo por aquellos que no lo conocen. 

           Que así sea.

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Martes 5º de Pascua

Martes 5º de Pascua

Hch 14, 19-28; Jn 14, 27-31

Queridos hermanos:

Cristo ha llegado al término de su misión y se prepara para “volver” al Padre: una vuelta tortuosa y terrible a través de la pasión y la muerte. Ya sabe el Señor que este discurso de hoy no gusta a sus discípulos y que los escandaliza; por eso, comienza dándoles la paz. Es un discurso de obediencia y de cruz, pero sobre todo, es un discurso de amor. Solo Dios puede entrar en él, y nosotros, con su don. En la oración colecta, pedimos fortaleza en la fe y en la esperanza.

El hecho de que Cristo haya revelado a Dios como su Padre y al Espíritu como Paráclito procedente del Padre no agota el conocimiento del misterio de Dios, que irá creciendo en sus discípulos tanto en este mundo como cuando sean incorporados a su eternidad y, al verlo tal cual es, sean semejantes a Él, según las palabras de san Juan.

Cristo, engendrado por el Padre, es uno con Él, está en Él y Él en Cristo; pero el Padre es mayor que Él. Es el Padre quien lo envía, quien le manda y le enseña lo que debe decir y hacer, quien le entrega todo y quien lo conoce todo. Cristo se alimenta haciendo siempre la voluntad del Padre y permanece en su amor. Conocer a Cristo es conocer al Padre.

Para Cristo, se acerca el momento decisivo de su misión y de su retorno al Padre: una vuelta tortuosa y terrible a través del parto trascendental de su pasión y muerte. Toda su vida ha sido un testimonio de obediencia y amor al Padre, que va a consumarse en la cruz por amor a nosotros. Quien ama a Cristo no mira tanto su propia frustración como la gloria del Padre, por la que Cristo se entrega a la cruz en favor nuestro. Su regreso al Padre es una garantía de su victoria en el combate de la cruz, que nos alcanza a nosotros con la efusión de su Espíritu.

El Señor, consciente de la fragilidad de sus discípulos, que van a ser sometidos al escándalo de la cruz, quiere iluminarles el sentido y la grandeza del acontecimiento pascual y de la separación, que hará posible una nueva presencia suya en nosotros a través del Espíritu Santo. Será un momento de obediencia y de prueba, pero, sobre todo, un trance de amor. Solo Dios puede hacerlo posible para nosotros con su don.

Hemos escuchado a san Pablo decir que hay que pasar por muchas dificultades para entrar en el Reino de los Cielos. Necesitamos la paz de Cristo y su fortaleza en el amor al Padre y a los hermanos, para que nuestro corazón no se acobarde. El mundo debe saber que Cristo ama al Padre y que este amor ha sido derramado en nosotros para salvarlo.

Hay un sufrimiento unido al amor en el corazón de Cristo, que tiene plenitud de sentido porque es fecundo y da mucho fruto. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles van a ser sumergidos con Él en el torrente del sufrimiento, del que bebe el Mesías, para levantar también con Él la cabeza en el gozo eterno de la resurrección.

Lo que aparecerá como absurdo estará cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe, la fortaleza de la esperanza y la generosidad de la caridad. Esos son los renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada: la distancia entre los caminos de Dios y nuestras veredas. “Como aventajan los cielos a la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor.

En la Eucaristía podemos ver realizada la conveniencia de que el Señor se vaya al Padre, haciendo Pascua por nosotros.       

            Que así sea.

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Lunes 5º de Pascua

Lunes 5º de Pascua

Hch 14, 5-18; Jn 14, 21-26

Queridos hermanos:

Dios es amor en todas sus palabras y en todos sus caminos, y quien le conoce persevera en el amor. Dios ama a todas sus criaturas, pero habita sólo en quien lo acoge por la fe y se mantiene en su amor, sin contristar su Espíritu Santo, porque Dios es amor.

Ser amado por Dios es gratuidad; amarle es gratitud y fidelidad. El conocimiento de Dios es un don del Espíritu, por el que el amor de Dios se derrama en nuestro corazón, involucrando nuestra voluntad y nuestra libertad, y no sólo nuestro sentimiento:

"Si alguno me ama, guardará mis palabras. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama."

En efecto, si sus mandamientos son amor, guardarlos es amar. Amar a Dios, esto es, guardar su palabra, es la Sabiduría que nace del temor del Señor, principio de la sabiduría. Su fruto es la manifestación de Cristo en quien lo ama; el morar en él, del Padre y del Hijo.

Esta es la razón por la que Dios quiere que le amemos: para que, viviendo Él en nosotros, tengamos vida eterna. Así también Cristo nos manda amarnos entre nosotros, para que el mundo se salve.

A este amor a Cristo precede el haber recibido el Evangelio del amor gratuito de Dios, el testimonio de la verdad del amor del Padre, que, al ser acogido por la fe, nos adquiere el Espíritu Santo. Es este Espíritu quien derrama en el corazón del creyente el amor de Dios, como dice san Pablo.

Por eso, como dice san Juan, a nuestro amor precede el de Dios, que "nos amó primero". Olvidar esto llevaría a hacer de esta palabra un moralismo que sería estéril.

La gratuidad del amor de Dios se nos ofrece en Cristo; nos alcanza primero y nos invita a permanecer en Él, guardando su palabra, amándolo. Así, su amor se hace permanente en nosotros, alcanzando a ser fidelidad.

Para quienes acogen la palabra de Dios, que es Cristo, los acontecimientos de la vida adquieren una dimensión histórica con un origen y una dirección que tienden a una meta, a un cumplimiento en Dios, entrando así en el ámbito de la Sabiduría.

Dios, Alfa y Omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de la existencia, que es vivir ensimismado, y entra en la historia; se ordena en el Ser del amor que es Dios.

Su tiempo se convierte así en un "caminar humildemente con su Dios" (cf. Mi 6,8): Tiempo de misión y testimonio, de prueba y purificación en el amor, y, por tanto, de libertad en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía.     

Que así sea.

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Domingo 5ºde Pascua C

Domingo 5º de Pascua C

Hch 14, 21b-27; Ap 21, 1-5; Jn 13, 31-33a.34-35

Queridos hermanos:

La liturgia de este domingo nos presenta los tres aspectos de la vida nueva en Cristo resucitado, que llamamos virtudes teologales, infusas en el corazón del hombre por el Espíritu Santo. En la primera lectura se nos muestra la propagación de la fe mediante la predicación y la perseverancia de los discípulos, exhortados por los apóstoles a la paciencia en medio de las tribulaciones, que son la puerta estrecha del Reino.

En el Evangelio se hace presente la nueva creación, que se abre paso en el amor con el que el Padre ha amado a Cristo y con el que Cristo nos ha amado a nosotros, para que también nosotros podamos amarnos unos a otros, caminando en la esperanza hacia la Jerusalén celestial, que nos presenta la segunda lectura, mientras llamamos a todos los hombres a la salvación por la fe en Cristo, a la esperanza del Reino y al amor fraterno. El amor de Dios es entrega y misericordia, que, regenerando en nosotros la comunión con Él, nos eleva a la condición de hijos adoptivos.

Cristo es glorificado, y Dios es glorificado en Él, que de tal modo ama a los hombres enviándoles a su Hijo, el cual se entrega a su voluntad, sin resistirse a nuestra dureza de corazón y a nuestra obstinación en la maldad. Así, sus discípulos somos llamados a seguirle, negándonos a nosotros mismos en el amor de Cristo, en medio de muchas tribulaciones, para conquistar el Reino y anunciarlo a los hombres con la entrega de la propia vida. El Reino de los Cielos irrumpe con Cristo y llegará a su plenitud en la Iglesia celeste. Es engendrado en nosotros por la fe y se gesta en el amor con el que el Padre ama al Hijo y con el que el Hijo nos ama a nosotros. Lo viejo: la muerte y el pecado han pasado, y el Espíritu lo renueva todo. Un universo nuevo, un cántico nuevo, un mandamiento nuevo, para amarnos en el amor de Cristo resucitado. La noche va pasando, y el día está encima.

En Cristo, el amor al prójimo ya no tiene la medida de nuestro amor meramente humano, con el que todo hombre se ama a sí mismo espontáneamente, sino la del amor de Cristo, que es el amor con el que el Padre ama eternamente al Hijo y con el que nos amó primero. Los discípulos tendrán que esperar a que Cristo, después de resucitar de la muerte, derrame el amor de Dios en sus corazones por medio del Espíritu Santo, para poder seguirle al Padre, y cada uno en la misión que le sea confiada.

            Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Sábado 4º de Pascua

Sábado 4ª de Pascua

Hch 13, 44-52; Jn 14, 7-14

Queridos hermanos:

Cristo, sus obras y sus palabras nos hacen presente al Padre y su presencia en el Hijo. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y, por tanto, al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio del Padre, del Hijo y de su obra en nosotros. Lo que los fieles piden a Cristo lo realizan el Padre y Él, por medio del Espíritu.

Mientras dura la espera de Cristo en su segunda venida, se nos confía una misión. Las obras de Cristo son señales que nos conducen a Él y se reproducen en quienes a Él se incorporan, por cuanto han sido unidos a su misión, suscitando la fe para completar la edificación del templo espiritual, la asamblea santa y el pueblo sacerdotal.

Al Padre se le encuentra en Cristo, y a Cristo, en los cristianos, en la Iglesia. Nosotros somos llamados a realizar las obras del Padre, que realiza el Hijo, ya que permanecemos unidos a Él. Quien, viendo a Jesús, reconoce al Hijo, conoce también al Padre, cuyas obras realiza el Hijo, presente entre nosotros. Los judíos ven las obras de Jesús sin creer en Él, porque no han conocido ni al Padre ni a Él. En el caso de Felipe, y tantas veces también en el nuestro, a pesar de verle y escuchar su voz, no sabemos discernir la Palabra del Padre, de la misma manera que no acertamos a tocarlo, aun cuando nos apretemos a Él y lo oprimamos.

Son la fe y el amor los que dan el verdadero conocimiento, que se diferencia de la simple visión y de la proximidad física. Sólo cuando podamos verlo "tal cual es" se unirán en nosotros la visión y el conocimiento. Retirado el velo en aquel dulce encuentro, seremos, pues, semejantes a Él, según dice la primera epístola de Juan, cuando lo veamos tal cual es.

                     Que así sea.

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Viernes 4º de Pascua

Viernes 4º de Pascua

Hch 13, 26-33; Jn 14, 1-6

Queridos hermanos:

Mientras Cristo se prepara para su regreso al Padre, una vez concluida su misión, los discípulos se preparan para comenzar la suya. De la misma manera que tembló el pueblo al disponerse a la conquista de la Tierra Prometida, enfrentando a las siete naciones que la habitaban, y Josué tuvo que alentarlos a apoyarse en Dios, que estaba con él, así el verdadero Josué, Jesús, alienta a sus discípulos a confiar en Dios, que está en él, para conducirlos a la casa del Padre. Cristo les dice que él es el Camino, y el salmo mesiánico por excelencia (Salmo 110) dice: “En su camino beberá del torrente y, por eso, levantará la cabeza”. Beber, por tanto, del torrente lo conduce a inclinar la cabeza en la cruz, como dice el Evangelio: “Inclinando la cabeza, entregó el espíritu”, y, por eso, la levantará en su resurrección. Así, sus discípulos, unidos al "Camino" en Cristo, tendrán que atravesar el valle del llanto y beber del torrente del sufrimiento, la persecución y la muerte. Pero el Señor vendrá a buscarlos, a ellos y a nosotros, y estaremos siempre con él.

Hemos nacido en el corazón del Padre y hacia él nos encaminamos a través de Cristo, que viene a nosotros desde junto a Él, nos rescata de nuestro extravío y nos precede en nuestro regreso como hijos suyos: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre”. “Nadie va al Padre sino por mí” (Camino); “el Padre mismo os ama” (Verdad); “el que me coma vivirá por mí” (Vida).

Nuestra vida es caminar hacia el Padre, progresar en el amor hasta alcanzar su plenitud en Cristo, viviendo en él y permaneciendo en él. El sentido de nuestra existencia es alcanzar la comunión con Dios, a quien Cristo ha venido a revelarnos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y así conducirnos a Él, a su casa, a su conocimiento, comunicándonos su propia vida.

Cristo es, pues, el Camino al Padre, y por la fe en él estamos en vías de salvación. Cristo es la Verdad de su amor, nos lo ha mostrado con su entrega, y es la Vida divina que recibimos con su Espíritu: Camino, Verdad y Vida. Sólo si creemos en la verdad de su palabra y de su amor podremos seguirlo y alcanzar la meta de la vida eterna que está en él.

Cristo revela al Padre no sólo con sus palabras, sino también con su persona, porque él es la verdad visible del Padre, siendo uno con él en el amor del Espíritu Santo. Quien le ve a él, ve al Padre; el Padre está en él y él en el Padre. Quien cree esto apoya su vida en Cristo, obedece su palabra, le sigue en la misión y permanece en él. 

Hoy la Palabra nos invita a creer en Cristo resucitado, uno con el Padre y el Espíritu, Dios bendito por los siglos, a quien el Padre ha enviado para hacerse presente entre los hombres y para que así puedan encontrar la salvación, entrando en comunión con él, en su Reino.

El Señor nos invita a confiar en su promesa de vida, que supera infinitamente nuestra precaria condición miserable. Su casa es amplia. Nos ha anunciado vida y ahora va a prepararnos acogida.

El Señor quiere pacificar el alma de los discípulos ante la inminencia de la despedida, de la cruz, y para ello fortalece su fe y su esperanza en la promesa. Deberán apoyarse en las palabras de Cristo y en sus señales, que testifican la presencia del Padre. También los que le sigan y permanezcan unidos a Cristo lo estarán con el Padre, presente en sus obras.

La obra de Cristo es, por tanto, que, a través de la fe, sus elegidos puedan recibir su Espíritu, sean testigos suyos y continúen su misión en el mundo, llevando a los hombres a la unión con Dios.

Por la fe, la vida del cristiano se edifica en Cristo, que es la piedra angular, y de él recibe consistencia, siendo constituido en piedra viva del edificio, incorporado al templo, al sacerdocio y al pueblo en su Reino, en la casa del Padre.

En este templo se ofrece un culto agradable a Dios por el amor y por la proclamación de sus maravillas. El cristiano forma parte de Cristo, siendo miembro de su cuerpo, que es la Iglesia. Cristo da cohesión al edificio que se eleva hasta Dios, y en él es introducido, formando una asamblea santa, un pueblo sacerdotal llamado a invitar a los hombres a apoyarse en Cristo y a realizar sus obras.

Las obras de Cristo son señales que conducen a él y se reproducen en quienes a él se incorporan, porque han sido unidos a su misión de suscitar la fe para completar la edificación del templo espiritual, la asamblea santa y el pueblo sacerdotal.

En la espera de Cristo se nos confía la misión, por la cual el mundo verá al Padre presente en Cristo y a Cristo en su Iglesia.  

           Que así sea.

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