Viernes 6º de Pascua
Hch 18, 9-18; Jn 16, 20-23
Queridos hermanos:
Continúa en el Evangelio la catequesis
con la que el Señor prepara a los apóstoles para la crisis de su pasión y
muerte. “Un poco”, un instante, un pestañear de ojos sumergidos en el torrente
doloroso de la voluntad salvadora del amor de Dios, para resurgir en la
comunión definitiva del amor, que nos abreva en el “torrente de sus delicias”.
Al igual que en la naturaleza, una vida
nueva se engendra en el gozo y se da a luz en el dolor. Así es también en el
espíritu, por el Evangelio: al gran don de la vida eterna corresponde un
efímero dolor.
Hay dos cosas efímeras e insignificantes
de las que se habla en el Evangelio: la alegría del mundo y la tristeza, el
llanto y los lamentos de los discípulos, que se desvanecen “al tercer día”.
Como dice el salmo: “Por la tarde nos visita el llanto y a la mañana el júbilo”
(Sal 30, 6). El Espíritu entra en resonancia con el corazón humano; el acento
divino, en sintonía con nuestra carne. Son realidades incomparables por su
entidad y su consistencia: lo temporal, fugaz y superficial, frente a lo
eterno, profundo y definitivo. Son días que deben asumirse y pasan veloces,
mientras el gozo consecuente de cuantos confían en el Señor no pasará jamás,
porque la victoria y la promesa de Cristo son definitivas. A este
discernimiento son instruidos los discípulos, y con ellos, todos nosotros,
sabiendo que, en conclusión, es el amor el que provee los criterios para
distinguir lo pasajero de lo definitivo, lo accesorio de lo importante, lo
falso de lo verdadero.
El diseño amoroso de Dios para el hombre
es su destino glorioso y eterno, que lo sitúa en la libertad y, por tanto, en
la responsabilidad de su adhesión al plan de salvación divino, frente a la
precaria situación de esclavitud y muerte que lo atenaza.
Cuando el sufrimiento va unido al amor,
tiene plenitud de sentido, porque es fecundo en vida y abundante en fruto. Qué
triste alegría la que dan las cosas; qué alegre tristeza la que da el amor. Qué
triste alegría la que dan los otros; qué alegre tristeza la que da el Señor.
Sí, dar a luz una nueva vida lleva consigo un trabajo doloroso. Cristo tiene
que beber del cáliz preparado para los impíos, pisar el lagar de la cólera de
Dios, sufrir los dolores del alumbramiento del Reino. Y los apóstoles, primicias
de los discípulos, serán también sumergidos en el torrente de los sufrimientos
del que debe beber el Mesías (Sal 110, 7), para levantar la cabeza con Él, en
el gozo eterno de la resurrección, sumergidos en el “torrente de tus delicias;
porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz” (Sal 36, 9).
También en nuestra vida, como en el
camino de la Iglesia hasta la casa del Padre, que son cuatro días, “un poco”,
la cruz se ilumina en la medida en que la sumergimos en el amor de la entrega,
y lo definitivo hace insignificante lo transitorio. La vanidad se esfuma y, en
la medida en que abandonamos el hombre viejo de nuestro yo, crece en nosotros
el Yo de Dios, y nos acercamos a nuestro Origen (Alfa) y a nuestro Fin (Omega)
en lo más profundo de la creación.
La Palabra nos invita a la paciencia en
el sufrimiento y a la obediencia en el amor, sabiendo que no quedaremos
confundidos, sino que levantaremos la cabeza con el Señor, a quien nos unimos
por el Bautismo y en quien perseveramos por la Eucaristía.
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