Sábado 3º de Pascua
Hch 9, 31-42; Jn 6, 61-70
Queridos hermanos:
Hemos contemplado en estos días el
discurso del “Pan de Vida”, y hoy el Evangelio, antes de darnos la respuesta de
la fe a esta palabra por boca de los apóstoles, nos muestra la resonancia de
este discurso en sus oyentes, entre los que también estamos nosotros: “Los
judíos murmuraban de él” y “muchos de sus discípulos decían: Es duro este
lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”. No ha sido un discurso bien acogido.
El Señor está formando a sus discípulos
para consolidarlos en la fe, pues sabe que se acerca el escándalo de la cruz.
Él conoce lo que hay en el corazón de cada uno y, por eso, los va preparando
para que se conozcan a sí mismos y afloren sus intenciones más profundas: “Yo
te llevé al desierto para que conocieras lo que había en tu corazón; si ibas o
no a guardar mis preceptos” (cf. Dt 8, 2). Se lo dice abiertamente: «¿No os he
elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70). Por
eso, más adelante les dirá: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo
en mis pruebas”.
La fe debe ser probada. Jesús deja que
muchos discípulos se vayan y hasta pregunta a los doce: “¿También vosotros
queréis marcharos?”. Si su fe no ha madurado, si el Padre no les testifica en
su corazón mediante su Espíritu, de forma que puedan trascender su razón y
captar el espíritu de sus palabras, ¿qué ocurrirá cuando llegue la cruz? ¿Cómo
pudo Abrahán superar el escándalo de aquellas palabras?: «Toma a tu hijo, a tu
único, al que amas, a Isaac; vete al país de Moria y ofrécelo allí en
holocausto en uno de los montes, el que yo te diga» (Gn 22, 2).
“Las palabras que os he dicho son
espíritu y son vida”. La fe de los discípulos debe ser probada, como lo fue la
de Abrahán y la de Israel en el desierto. Lo hemos escuchado de la boca de
Jesús en el Evangelio: «Hay entre vosotros algunos que no creen».
La fe debe ser capaz de superar las
pruebas de Cristo y las que nos propone cada día la vida, para no sucumbir en
el momento de la tentación y que no se desvirtúe el testimonio al que estamos
llamados. Sólo la fe es capaz de trascender la carne, los límites de la razón y
pasar al espíritu que da vida. ¿Qué sucederá si no, cuando aparezca la cruz?
¿En qué podrá apoyarse la razón? Dice Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo
veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?”.
Por la fe, la razón se apoya en la
palabra de Cristo: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna», hasta que alcancemos la respuesta final: la confesión de fe que dan
los apóstoles en el Evangelio: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo
de Dios”. San Agustín, comentando esta palabra, afirma que, efectivamente,
primero se cree y después se conoce. La fe da una certeza de conocimiento que
la razón, limitada como es, no puede alcanzar por sí sola, aunque la fe no
medra en las cenizas de la razón, como dice V. Messori.
También hoy, la Eucaristía nos invita a
decir ¡Amén! A confesar a Cristo, superando la duda a la que hoy está sometida
nuestra razón, y a comulgar con este “sacramento de nuestra fe”, que nos sitúa
ante el gran misterio de Cristo y la Iglesia: pan que es cuerpo de Cristo, vino
que es su sangre. Alimento de vida eterna.
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