Domingo 3º de Pascua C
Hch 5, 27-32.40s; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19 o bien 1-14
Queridos hermanos:
En este tiempo de Pascua, la liturgia
nos presenta hoy esta palabra entrañable, en la que, después de la Resurrección
y de las apariciones en Jerusalén, los discípulos son emplazados a marchar a
Galilea. Se abre entonces un tiempo de expectación, figura del “tiempo de la
Iglesia”, que se prolongará hasta la consumación de los tiempos. Cada cual
retorna a su vida mientras aguarda el cumplimiento de las palabras del Señor y
la promesa de ser revestidos de poder desde lo alto.
Las palabras nos hablan hoy de una noche
interminable y de un día infinito, de una experiencia y de una esperanza. La
noche ha sido la experiencia de nuestra vida, en la que no han faltado la
oscuridad y el fracaso, la impotencia y el desánimo. El día nos lanza al
encuentro con Cristo resucitado, nuestro anfitrión, que se ha hecho el
encontradizo con nosotros y nos ha permitido gustar una vida nueva, plena de
comunión y sentido, en la que él mismo se ha convertido en nuestro alimento.
De la angustia del Cenáculo, nos ha
trasladado a la consolación de su presencia junto a la orilla del mar
apaciguado en la Galilea de los gentiles, como frontera que se abre a la
epopeya de la misión. Lo que Cristo ha contemplado junto al Padre y nosotros en
él, somos enviados a testificarlo a las naciones, envueltas en la oscuridad y
la ignorancia de la muerte y el pecado.
Siete discípulos, con Pedro a la cabeza,
mientras aguardan la promesa del Señor, vuelven a pescar al lago, convencidos
de que no ha sido en vano cuanto han vivido, aunque los acontecimientos y las
palabras de los que son testigos los superan infinitamente. Después de una
jornada infructuosa en las tinieblas de la noche, les sorprende la íntima
experiencia de un nuevo encuentro con el Señor, que, en el amanecer de su luz,
se convierte en plenitud de fruto en el contexto sacramental de comunión
fraterna de una comida en la que son servidos por el Señor.
La noche de nuestra vida, la barca, la
red, el fruto abundante y la presencia del Señor: todo se ilumina de sentido,
envolviendo las vidas de los discípulos y lanzándolos a testificar a un mundo
en tinieblas el amor por el que han sido arrebatados por la misericordia de
Dios. ¡Cristo ha resucitado, rompiendo las ataduras de la muerte! El pecado ha
sido perdonado, y el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones. Ahora son
posibles la conversión y la vida eterna.
De
la Eucaristía brota la misión. Del encuentro con Cristo surge el anuncio, y la
acogida del anuncio nos lleva a la gloria. Como a los apóstoles, también a
nosotros se nos ha manifestado el Señor a través del anuncio que nos ha
congregado después de la dispersión y el escándalo de la cruz, y somos enviados
a testificarlo ante el mundo, sobre todo con nuestra vida, y a unirnos a la
alabanza celeste.
Jesús
sigue apareciéndose y manifestándose. Nosotros no podemos pretender que se nos
aparezca, pero sí debemos esperar que se nos manifieste a través del testimonio
que da el Espíritu Santo en nuestro corazón mediante la predicación y la fe, un
testimonio superior al de los sentidos. Muchos testigos, en efecto, vieron al
Señor resucitado y no lo reconocieron.
Entre la Pascua de Cristo y la nuestra
hay todo un camino que recorrer para ser constituidos testigos de que Cristo ha
resucitado, de que él es el Señor y de que somos hijos de Dios. No deben, no
obstante, escandalizarnos nuestras miserias, que subsistirán precisamente “para
que se manifieste que lo sublime de este amor viene de Dios y no de nosotros.”
Para San Juan, Cristo es el Día, y su
aparición es siempre un amanecer, mientras que apartarse de él es entrar en las
tinieblas de la noche. Cristo es el Día, que por nosotros entra en la noche del
abandono de Dios para iluminarla con su resurrección, rompiendo las ataduras de
la muerte que nos separaban de él.
El trabajo de los apóstoles da fruto
cuando la luz de Cristo se hace presente: «¡Es el Señor!». “Trabajad mientras
es de día; llega la noche cuando nadie puede trabajar”. Solo el Padre, que es
luz y “en él no hay tiniebla alguna”, puede trabajar y amar siempre. “Mi Padre
trabaja siempre”, porque ama siempre. En él no hay sueño, ni noche, ni sombra
alguna, sino solo día y vida. Cada día renueva la creación en un amor que es
constante creación: “Haces la paz y todo creas. Tú que iluminas la tierra y a
todos sus habitantes, que renuevas cada día la obra de la creación” (Bendición
sinagogal antes de la proclamación del Shemá. Manns F., “Introducción al
judaísmo”, cap. 7, p. 139).
Con Cristo, a su luz (mientras es de
día), el trabajo del amor da fruto abundante. Existe una gematría con las
cifras de esta plenitud del fruto, 153 (o.c, p. 138), que corresponde a qāhāl
hāahabāh*. *Qāhāl* (asamblea, iglesia) y *hāahabāh (del amor); es
decir, la “iglesia del amor”. La red que acoge estos peces será, pues,
“comunidad del amor” y de la comunión, que no debe ser rota, porque “aun siendo
tantos, no se rompió la red”, cuando fue sacada a la “orilla”, donde termina el
mar, figura de la muerte; donde termina el tiempo y son separados los peces
buenos de los malos.
Para San Jerónimo, los 153 peces,
plenitud de la red, representan la totalidad de los peces conocidos entonces y,
por tanto, son signo de la universalidad de la Iglesia. También el número 153
es el resultado de la suma de los números del 1 al 17, edad con la que José
entró en Egipto, figura de Cristo, proveedor del alimento que sacia y libra de
la muerte a la universalidad de los hombres.
El pez, que es Cristo, sacado del mar de
la muerte, se une a los cristificados por la fe, pescados también ellos del
mar, como alimento para saciar el hambre de cuantos se acercan a él. La luz se
une a los iluminados constituidos en luz para disipar las tinieblas del mundo.
Hoy el Evangelio nos habla también del
seguimiento de Cristo y del ministerio de servicio a los hermanos, que siempre
van unidos, pero ambas cosas deben ser fruto del amor firmemente ratificado,
como lo han sido también nuestras infidelidades, desobediencias y pecados. En
el Evangelio de hoy, el amor sería más bien una oferta a Pedro que la confesión
de su propia disposición, que ya conoce el Señor y a la que ha precedido la
triple negación: Simón, ¿estás dispuesto a aceptar amarme más que estos, ya que
te he perdonado más? Lo que quiero confiarte —vendría a decir el Señor—
requiere de un amor mayor, que esté por encima del de los demás. Dímelo tres
veces, como triple fue también tu negación. Su amor consistirá en gastar su
vida en cuidar las ovejas, en procurar su salvación y, por último, recibir la
corona de su amor con la efusión de su sangre. La misión que le es encomendada
a Pedro, de vivir para los demás después de su profesión de amor a Cristo, lo
lleva a someterse a su voluntad mediante la fe.
El Señor dice a Pedro: "Sígueme", después de anunciarle que será llevado a la muerte por voluntad de otro, como lo fue él, en la libertad del amor que se entrega voluntariamente, pero bajo la decisión de otro. No pertenece a la voluntad del hombre decidir el momento y la forma de su muerte, pero sí aceptarlos de la mano de Dios por el medio que sea. Quien así pone su vida en las manos del Señor puede recibir la misión de apacentar a su pueblo.
Profesemos
juntos nuestra fe.
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