Martes 6º de Pascua
Hch 16, 22-34; Jn 16, 5-11
Queridos hermanos:
Como nos decía la Palabra estos días, la
obra de Cristo continúa en sus discípulos, quienes han sido asociados a su
misión y han recibido la fuerza y el testimonio del Espíritu. A las despedidas
se une la promesa del Paráclito (Defensor-Consolador). Hasta ahora, Cristo
estaba junto a sus discípulos ("Dios con nosotros") para instruirlos,
sostenerlos, consolarlos y guardarlos, pero ahora vivirá dentro de ellos
("Dios en nosotros") cuando reciban su Espíritu Santo. Que esa
separación se vaya a realizar en medio de un sufrimiento enorme les
escandalizaría aún más si llegasen a comprenderlo.
También los discípulos, unidos a Cristo
y a su misión por la fe, beberán en su día de este mismo cáliz, pero, por el
momento, son incapaces siquiera de oírlo mencionar. Cristo les anuncia a aquel
que hará posible en ellos lo que Él mismo realiza: recibirán el Espíritu Santo.
Los discípulos todavía viven su relación con Cristo más en la carne que en la
fe, y solo el pensamiento de separarse de Él los entristece; no están en grado
de comprender los grandes motivos ni los enormes frutos que se desprenderán de ese
acontecimiento.
Cristo
les habla de quien hará posible en ellos, lo que realiza en Él, y les promete
al Defensor, al Consolador. Por Él, recibirán la gracia de que Cristo viva en
ellos con una presencia más personal, íntima y eficaz, además de una relación
más profunda de filiación con el Padre y de hermandad con el Hijo. Cristo entra
al cielo, y el cielo penetra en los discípulos con el Espíritu: una enorme
ganancia y conveniencia, para la cual era necesario primero limpiar de su
corazón el infierno. Era necesaria la muerte de Cristo para que sus pecados
fueran disueltos, y que resucitara el Señor para que recibieran vida eterna.
Por el sacrificio de Cristo, en el
mundo, ahora sumergido bajo el pecado de su incredulidad, aparece la justicia
por la fe en Cristo, obra del Espíritu. El príncipe de este mundo, mentiroso y
asesino, queda convicto de pecado, juzgado y condenado, mientras el pecado del
hombre queda perdonado. Ahora el mundo se divide entre quienes creen en Cristo
y quienes se resisten a acogerlo por la fe. Los discípulos, que habían creído
que Jesús, su Maestro, era el Cristo, ahora comienzan a creer que Jesús es el
Señor, es Dios; se apoyarán en Él, esperarán en Él y lo amarán (San Agustín, De
v. D. Sermón 61).
Acoger a Cristo en sus enviados es salir
del pecado y entrar en la justicia, condenando al demonio. Rechazar a Cristo es
frustrar en sí mismos la misericordia de Dios. El pecado de la incredulidad es
nefasto, porque, con él, todos los pecados permanecen.
Cuando me vaya —viene a decir Jesús—, el
mundo será enfrentado a la fe en mí a través de vosotros, y quedará de
manifiesto el pecado de su incredulidad. Pero será el Espíritu que recibiréis
quien realizará la obra, y por eso digo que convencerá al mundo de pecado por
su incredulidad, y de la justicia propia de la fe, porque yo estaré en el
Padre; en consecuencia, será manifiesta la condena del príncipe de este mundo,
padre de la mentira, que negó la verdad del amor de Dios, que es Cristo.
Los fieles, en cambio, habiendo aceptado
el juicio de perdón y misericordia de Dios, que Cristo ha hecho patente sobre
sus pecados con su cruz, no serán juzgados, pues han pasado de la muerte a la
vida. Cristo se prepara para beber el cáliz preparado para los pecadores,
bebiendo del “torrente” del sufrimiento del que debe beber el Mesías en su
camino, para después ser abrevado en el “torrente” de tus delicias y levantar
la cabeza (cf. Sal 110, 7+; 36, 9).
No hay comentarios:
Publicar un comentario