Miércoles 3º de Pascua
Hch 8, 1-8; Jn 6, 35-40
Queridos hermanos:
Después de las primeras apariciones y
los primeros testimonios de la Resurrección, el anuncio del Evangelio y la
Iglesia misma desbordan el ámbito de Jerusalén y se extienden hasta los
confines de la tierra, bajo el signo de la cruz y la persecución.
Una vez más, en estos encuentros
pascuales, la palabra hace alusión a la Eucaristía a través de figuras como el
maná, alimento mesiánico; el pan del cielo, el pan de Dios o el pan de vida
eterna, que viene a colmar el ansia insaciable del corazón humano. Por eso,
Israel responde a Cristo: «Señor, danos siempre de ese pan»; y los gentiles,
por boca de la samaritana: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más
sed». Los gentiles, en efecto, deben primero ser bañados en el agua que salta
hasta la vida eterna por el bautismo, para pasar después al banquete del Pan de
la Vida.
Hoy, en la Palabra, Cristo se nos
presenta como el pan enviado por Dios, que no cae como el maná, sino que se
encarna para dar vida. No solo es un pan que viene de Dios, sino un pan en el
que Dios mismo se da como alimento. Para realizar esta obra, Cristo lleva a
cabo unas “señales” que manifiestan que Dios está en él, pero estas señales no
quitan al hombre su libertad y pueden ser rechazadas, al igual que su palabra,
o instrumentalizadas, sin que se dé la conversión ni la fe.
Cristo habla de un pan imperecedero que
da vida eterna. Él tiene un alimento que consiste en hacer la voluntad del que
le ha enviado. Esa voluntad pasa por nuestra salvación a través de la cruz.
Comer de ese pan, que es Cristo mismo,
nos une a su cruz y a su resurrección de vida eterna. Por la fe en Cristo y
mediante la Eucaristía, realizamos sacramentalmente nuestra unión con Cristo en
la voluntad del Padre, que hace de nuestra vida una entrega, juntamente con
Cristo, al amor misericordioso de Dios, en el que caben todos los hombres y que
nos transforma en don para el mundo.
Aplicándose a sí mismo el discurso de la
Sabiduría, Cristo viene a confirmar la tendencia de la Revelación a
personalizarla. Precisamente porque la plenitud de la Sabiduría es Cristo,
aquellos que la gustan siguen teniendo hambre y sed de Cristo; tienden a él
hasta encontrarlo (Eclo 24, 21). El encuentro con la Sabiduría les hace pobres
de espíritu y necesitados de salvación. Jesús dirá: «Ay de vosotros los hartos»
y «Dichosos los que tenéis hambre ahora», porque «El que venga a mí no tendrá
hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed». Será saciado.
Pero este pan de Dios, que se encarna,
los judíos no lo han visto caer del cielo como el maná, sino surgir de la
tierra: «¿No es este Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo
puede decir ahora: "He bajado del cielo"?». Murmuran porque no
entienden eso de nacer de lo alto, nacer del Espíritu, y no están dispuestos a
aceptar la encarnación de Dios en un hombre, en un galileo, en un laico, en un
irregular, como no han aceptado nunca a los profetas.
Para nosotros, para nuestra generación, no es menor la dificultad ante la encarnación: «Cristo sí, la Iglesia no», dicen muchos; «La Iglesia sí, los curas no»; «Los curas sí, los laicos no». De hecho, la mayor parte de las herejías han surgido en torno a la Encarnación. Por eso dice Jesús que el problema consiste en «ver al Hijo», discernir en Jesús la presencia de Dios.
Dios dio a Abrahán la promesa y la ley
cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su
cumplimiento. Solo en Cristo se anuncia un pan que no perece y un alimento que
sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es
el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera; es mi carne por la
vida del mundo».
San Pablo lo ha dicho: «Cristo nos amó y
se entregó por nosotros como oblación y víctima». Cristo ha recibido una carne
para entregarse por el mundo: «Me has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu
voluntad» (cf. Hb 10, 5-7).
Comer la carne de Cristo es entrar en
comunión con su entrega. Cristo es, pues, el alimento de la vida definitiva que
ansía el corazón humano y que el mundo necesita.
Pero hemos escuchado a Cristo decir:
«Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí. Nadie puede venir a mí si el Padre,
que me ha enviado, no lo atrae». El Padre atrae hacia Cristo, ofrece a Cristo
el don de nuestra fe, pero lo hace con lazos de amor y no de constricción, a
los cuales debe responder el libre albedrío de nuestro amor, creyendo y yendo a
Cristo.
Nuestro corazón debe querer ser atraído
hacia Cristo, y el Padre, que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo
concederá, como dice el salmo: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que
pide tu corazón» (Sal 36,4). «Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo
el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y que yo lo resucite en el
último día».
Decía el poeta Virgilio: «Cada cual es
atraído por su placer». Nosotros, hoy, diríamos: cada cual es atraído por su
amor, por aquello que ama. Decía san Agustín: «No hay nadie que no ame; el
problema es cuál sea el objeto de su amor». Por eso, dice la carta a los
Efesios: «Vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como
oblación y víctima». Vivid en la entrega con la que Cristo se entregó. Lo dice
el Señor: «Permaneced en mi amor».
Hoy somos invitados, por la Eucaristía,
a entrar en comunión con la carne de Cristo, que se entrega por la vida del
mundo.
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