Viernes 3º de Pascua
Hch 9, 1-20; Jn 6, 52-59
Queridos hermanos:
A través del Evangelio según san Juan,
llevamos algunos días recorriendo el discurso del Pan de Vida, que comenzaba
haciéndonos ver que nuestra adhesión a Cristo estaba muy contaminada por las
exigencias de la carne. Era necesario purificarla de lo que tiene de terrena
para hacerla elevarse al cielo de la fe.
Dice el Señor: “Mis palabras son espíritu y
vida; la carne no sirve para nada”. No habla para satisfacer la carne, sino el
espíritu.
Sólo la fe es capaz de resistir ante este
lenguaje, porque se apoya en quien habla, aunque no comprenda lo que escucha.
Jesús ha dicho: “Mis palabras son espíritu y son vida”. Un judío ni siquiera
puede comer la sangre de animales, cuánto menos la de una persona. Sólo la
confianza y el abandono total en quien habla, fruto de la fe, pueden soportarlo
y trascender la propia razón.
En la Escritura, la vida está unida a la
sangre y, por eso, pertenece a Dios; el hombre no puede derramarla ni
apropiársela. Sólo si se acepta que Cristo es Dios, la mente puede trascenderse
y aceptar, sin comprender, su invitación a beber su sangre. Beber sangre
equivaldría a beber vida. La invitación a beber la sangre divina de Cristo, en
este caso, lo es a la Vida eterna.
Carne y sangre hacen referencia al cuerpo, y
Cristo, a través de la Escritura (cf. Hb 10, 5-7), dice: “Me has formado un
cuerpo para hacer, oh Dios, tu voluntad”. Comulgar con el cuerpo de Cristo es,
por tanto, hacerlo con la voluntad de Dios, que lo lleva a entregarse a la
muerte por la salvación del mundo, haciéndonos un espíritu con él.
Este es el pan sustancial que no perece (Jn 6,
27), del que Cristo mismo se alimenta: “Mi comida es hacer la voluntad (amorosa
y salvadora) de aquel que me ha enviado” (cf. Jn 4, 34). El que hace la
voluntad de Dios permanece en Él, que no muere; y aunque guste la muerte, no
morirá para siempre: vivirá. La vida del Padre, que está en Cristo porque
permanece en Él, está en el discípulo que permanece en Cristo, dándole Vida
eterna.
Cuando en la Eucaristía decimos “¡Amén!” al
comer la carne de Cristo y beber su sangre, estamos aceptando que se cumpla en
nosotros la voluntad de Dios, por la cual ha enviado a Cristo a entregarse por
todos los hombres.
San Pablo dice que se debe discernir lo que se
come y se bebe, refiriéndose a la Eucaristía. Este discernimiento es posible
por la fe, y por eso hemos visto en la primera lectura que san Pablo debe
someterse al bautismo, el sello de la fe, para poder incorporarse y formar
parte del cuerpo de Cristo, al que también nosotros nos unimos en la
Eucaristía.
Cuando Cristo habla de vida eterna, dice que
quien la tenga resucitará el último día y, por tanto, habrá tenido que pasar
antes por la muerte, que es la puerta de entrada a la resurrección, pero no
permanecerá en ella: vivirá para siempre.
Si comer la carne de Cristo es vivir en él,
somos saciados. Si él vive en nosotros, al entregarnos por el mundo, es Cristo
mismo quien se entrega. Esta participación en la muerte de Cristo, en su
“carne”, lleva también consigo nuestra participación en su resurrección.
Por eso dice Cristo que sólo así se tiene vida
en nosotros mismos y garantía de resurrección en el último día. Su alimento no
perece, sino que salta a la Vida eterna, donde sólo el amor, que es Dios,
subsistirá.
Que así sea en nosotros.
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