Jueves 5º de Pascua
Hch 15, 7-21; Jn 15, 9-11
Queridos hermanos:
Hoy, el Evangelio nos habla del amor del
Padre, que hemos conocido a través del amor de Cristo. Lo que Cristo ha
recibido del Padre nos lo da, para que lo que nosotros recibimos de Él lo demos
también a los hombres. El deseo de Cristo es llenarnos de su gozo. Sabemos que
el gozo es un fruto del Espíritu Santo, es decir, del amor que une al Padre y
al Hijo. Por eso, el deseo de Cristo se hará realidad si permanecemos unidos a
su amor, porque se permanece en el amor amando. Pero, como para nosotros este amor
era inalcanzable, Cristo mismo lo ha traído hasta nosotros, y con su entrega en
la cruz nos ha concedido la posibilidad de ser introducidos en él. No tenemos
que conquistarlo, porque Él lo ha conquistado para nosotros.
El Señor nos invita, por tanto, a
permanecer en este don que Él ha hecho posible para nosotros: a no alejarnos de
Él, a no apartarlo de nosotros, a no contristarlo, a no contradecir sus deseos
de paz y misericordia, sino a guardar su palabra y sus mandamientos. La
permanencia en el amor implica obediencia y combate contra las pasiones y
sugestiones con las que nuestro "yo" se resiste a ser relativizado
frente al bien del otro.
El secreto del amor de Cristo al Padre
es hacer siempre lo que a Él le agrada. Sabemos que a Dios le complace siempre
nuestro bien, porque es amor, y quien ama piensa más en el bien de la persona
amada que en sí mismo, lo que, a veces, implica renunciar al propio bienestar.
Por eso, el Padre entrega al Hijo por nosotros; por eso, el Hijo obedece al
Padre hasta la muerte. Así le ama, le obedece y, lleno del gozo de este amor,
se entrega y padece por nosotros. En Cristo descubrimos la paradoja del "gozo
en el dolor" que acompaña al amor. La alegría y el dolor no se excluyen
mutuamente en presencia del amor: qué triste alegría la que dan las cosas, qué
alegre tristeza la que da el amor. Qué triste alegría la que dan los otros, qué
alegre tristeza la que da el Señor.
El Señor nos ha dicho que quiere para
nosotros su gozo, y por eso nos da su amor y su mandamiento de entregarnos, sin
temer el dolor que conlleva. La primera lectura nos recuerda que el Señor nos
ha permitido escuchar el Evangelio, ha hecho posible para nosotros la fe y nos
ha dado su Espíritu gratuitamente. Todo es gracia. Nos ha introducido en su
amor, que es el amor del Padre, para que permanezcamos en Él y su gozo alcance
plenitud en nosotros.
Hay un dolor en la inmolación amorosa
que tiene plenitud de sentido, porque es fecundo y produce mucho fruto. Cristo
tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles,
pasando detrás de Él por el valle del llanto, van a ser sumergidos en el
torrente del que debe beber el Mesías, para levantar con Él la cabeza en el
gozo eterno de la resurrección.
Que así sea.
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