Martes 4º de Pascua
Hch 11, 19-26; Jn 10, 22-30
Queridos hermanos:
La palabra del Evangelio, en continuidad
con la del Buen Pastor, nos llama hoy a la fe a través del reconocimiento de su
voz, la escucha de su palabra y el seguimiento de Cristo.
El ministerio visible de Cristo consta
de palabras y obras. Sus obras testifican la veracidad de sus palabras, con las
que da testimonio del Padre, de su amor. El Padre, a través del Espíritu que
realiza las obras, da testimonio de Cristo como su enviado. A Cristo, los
judíos le piden un testimonio de sí mismo porque no creen en sus palabras y
rechazan el testimonio de sus obras. No están dispuestos a acoger el testimonio
que Dios mismo da en su favor. Dios testifica en favor de Cristo para llevarnos
a Él, lo mismo que Cristo, en la primera lectura, da testimonio de sus
predicadores a través de las conversiones: “La mano del Señor estaba con
ellos”.
Los judíos no creyeron a Jesús porque,
en su corazón endurecido (cf. Is 6, 10), no estaba el testimonio interior del
Espíritu, con el que el Padre marca a las ovejas de Cristo para escucharlo y
seguirlo, cumpliendo sus palabras. Al testimonio exterior de las obras y de las
palabras debe unirse el testimonio interior del Espíritu. Sus ovejas deberían
ser los judíos en primer lugar, pero Cristo constata que la mayoría no le
escucha ni reconoce la voz de Dios en Él. Dios no les interesa; sus intereses
son terrenos, no son de arriba, de Dios, de sus ovejas. No ven a Dios en las
obras de Cristo, no lo escuchan, no lo siguen y no reciben de Él vida eterna.
Podemos preguntarnos por qué este
testimonio del Espíritu no marcó a aquellos judíos. Aunque puedan ser muchas
las causas, hay una palabra que lo explica en Isaías (6, 10): “Mirarán y no
verán, no escucharán y no se convertirán, porque se ha embotado el corazón de
este pueblo” (cf. Mt 13, 14-15).
Mostrándoles el contraste con sus
ovejas, Cristo les previene de su situación para que se vuelvan a Él. Pero
cuando les predica, le piden obras; cuando les muestra las obras, le piden
palabras. Lo han repudiado en su corazón, rechazando y escandalizándose de la
unidad que Cristo reivindica tener con el Padre, a quien ellos llaman su Dios.
Entonces, Cristo marca la diferencia
entre ser judíos y ser ovejas, y, a través de sus discípulos, saldrá al
encuentro de ovejas ajenas a Israel para traerlas al único redil: “Os digo que
vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la
mesa con Abrahán, Isaac y Jacob, mientras a vosotros os echarán fuera. Y hay
últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”.
Con el testimonio del Espíritu, las
ovejas escuchan la voz del Pastor y lo siguen. No es lo mismo oír que escuchar.
Escuchar es obedecer la palabra oída poniéndola por obra. Su palabra es:
“¡Amaos como yo os he amado!”. Quien escucha sigue al Pastor a través del valle
del llanto, se niega a sí mismo y toma su cruz cada día. En su camino, bebe con
Él del torrente para levantar la cabeza: “Yo le doy vida eterna y no perecerá
jamás”. A quien escucha, Yo lo conozco, lo amo: “Mis ovejas escuchan mi voz”.
A la coherencia de Cristo entre sus
palabras y su entrega debe corresponder la de sus discípulos entre la escucha y
la obediencia, viviendo en el amor y la unidad. Si Dios es amor, a Dios se le
testifica haciendo visible, sobre todo, el amor: “En esto conocerán que sois
discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”, y siendo uno, el
mundo creerá.
Que la Eucaristía nos haga un espíritu
con Cristo y que el Espíritu nos testifique su amor, marcándonos con el sello
de sus ovejas.
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