Viernes 5ª de Pascua
Hch 15, 22-31; Jn 15, 12-17
Queridos hermanos:
La palabra de hoy está centrada en la
vida trinitaria, en el mutuo don de sí, que está en la raíz de todo, dando
consistencia a todas las cosas. El Señor desea para nosotros la plenitud de su
gozo y nos invita a permanecer en el amor que Él nos ha traído, gratuitamente,
de parte del Padre, cumpliendo sus mandamientos, que se unifican en la Caridad.
Así lo ha querido el Padre porque nos ama, y así lo ha realizado el Hijo por
amor al Padre y a nosotros, entregándose a la muerte por amor. Este amor del
Padre y del Hijo es el Espíritu Santo, cuyos frutos en nosotros son el amor
mutuo y, también, el gozo.
Si ayer el Señor nos invitaba a
permanecer en su amor, guardando su mandamiento de amor mutuo, hoy nos manda a
mantener, así, la amistad con Él, con la que hemos sido agraciados.
Que el Señor, en su liberalidad, haya
tenido a bien elevarnos de nuestra condición pobre y pecadora, nos haya sentado
con Él en su carroza real y hoy nos llame amigos, no debe hacernos olvidar que
sigue siendo “el Maestro y el Señor”, y que, como tal, nos educa como a
párvulos en la vida y en la fe, mandándonos amar. Así hacemos nosotros con
nuestros hijos cuando no quieren comer o tomar una medicina. Amar es cuestión
de vida o muerte, sin olvidar que el amor se nos ha dado gratuitamente para la
vida del mundo.
Pero lo que está detrás de esas órdenes
es el amor, no el despotismo ni la arbitrariedad del autoritarismo. Se nos
invita a amar no solo con nuestro afecto, sino, sobre todo, con nuestra
entrega, que puede llegar a ser extrema, como la que de Cristo hemos recibido.
El amor de Cristo nos apremia interiormente; es solícito de nuestro bien,
siendo Él el sumo Bien que se nos ha dado. La voluntad divina se identifica con
nuestro bien y se hace mandamiento en el amor cristiano.
Dándonos el Espíritu Santo, el gozo en
nosotros se hace pleno y testifica el amor del Padre y del Hijo. La
consecuencia es, pues, el cumplimiento del mandamiento del Señor: “Que os améis
los unos a los otros”, sin reservarnos la vida que se nos ha dado. Para este
fruto hemos sido elegidos y destinados a este mundo en tinieblas, conducido por
ciegos. Él nos ha elegido por gracia y no por méritos propios, constituyéndonos
en luz, por su naturaleza divina de amor en nosotros.
El amor entre los hermanos es signo para
el mundo del amor que Dios derrama sobre él, llamándolo a la fe y a la amistad
con Cristo. Es un amor apremiante para la vida del mundo y se hace mandato
ineludible para nosotros que lo hemos recibido.
Este amor debe ser como el de Cristo por
nosotros, que lo llevó hasta el don de la vida: “Al que se le dio mucho, se le
pedirá más”. Este amor va acompañado del gozo perfecto, de la amistad de Cristo
y de la total confianza en Dios, de modo que recibamos del Padre cuanto
necesitemos y permanezca en nosotros después de la muerte para la vida eterna:
"Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a
los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a
los otros" (cf. Jn 13,34). "Y, sin embargo, os escribo un mandamiento
nuevo, que es verdadero en Él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz
verdadera brilla ya" (1Jn 2,8). "En esto hemos conocido lo que es
amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida
por los hermanos" (1Jn 3,16). "La prueba de que Dios nos ama es que
Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8).
Así sea en nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario