Jueves 4º de Pascua
Hch 13, 13-25; Jn 13, 16-20
Queridos hermanos:
En la primera lectura vemos a san Pablo,
proclamando su fe como garantía de su ortodoxia, contando la acción de Dios en
la historia del pueblo, como hace siempre Israel, pero anunciando, además, el
cumplimiento de las promesas en Cristo.
El Evangelio nos presenta las palabras
del Señor después de lavar los pies a sus discípulos. No se trata solo de
oírlas, sino de hacerlas vida nuestra. Como nos decía ayer, la palabra que
resume toda su obra es: “Que os améis como yo os he amado”. Poner en práctica
este mandato, haciendo realidad en nosotros el signo de ponerse a los pies de
sus discípulos, es representar el amor: la humildad del que sirve y del que es
enviado, a través de la obediencia, que es perfecta cuando se sirve por amor.
El amor del Padre se hace envío y misión; en el amor del Hijo, entrega de fe,
acogida y salvación. Amor que engendra amor.
Acoger a Cristo es, en primer lugar,
salvación y, en segundo lugar, misión, testimonio ante el mundo de la vida
nueva. Tanto por ser discípulos como por ser enviados, los apóstoles tendrán
que recorrer el camino de su Maestro y Señor, quien, pasando por el valle del
llanto, beberá del torrente del sufrimiento hasta apurar el cáliz que le
presenta su Padre en favor nuestro.
Para
preparar y fortalecer a sus discípulos, el Señor les previene sobre el combate
que no todos van a superar, diciéndoles que serán probados en el servicio y en
el amor, aceptando la persecución como su Maestro: “Sabiendo esto, dichosos
seréis si lo cumplís”. Si este amor se hace carne en vuestra vida, el amor está
en el enviar del Padre y también en el aceptar ser enviado del Hijo y del
siervo. El amor del Padre envía a Cristo, y el amor de Cristo acoge la voluntad
del Padre, aceptando ser enviado, porque está en sintonía perfecta de amor con
Él. De la misma manera, Cristo envía a sus discípulos por amor al mundo de los
pecadores y ellos, por el amor que han recibido, aceptando su llamada a
“seguirle”, parten en misión.
Quien acoge la palabra de los
discípulos, acoge a Cristo, y quien acoge a Cristo, acoge a Dios. El envío hace
posible el regreso del hombre a Dios. La conclusión de hoy sería: el amor
engendra amor; el amor, con amor se paga. Pues, como dice san Juan: "Él
nos amó primero". Siendo así, “dichosos seréis si lo cumplís”; dichosos si
este amor se hace carne en vosotros, si se hace vida vuestra, porque la
felicidad y la vida eterna consisten en amar.
También hoy se hace presente, junto a la
voluntad de amar, la libertad esencial al amor: “No lo digo por todos vosotros.
El que come mi pan ha alzado contra mí su talón”. Como dijeron los apóstoles,
debemos decir también nosotros: “¿Seré yo, Señor?”. Si así lo hacemos, nos dirá
el Señor: “De ti depende. Yo me ofrezco a ser tu fortaleza y a ponerte en las
manos de mi Padre, de las cuales nadie puede arrebatar nada”.
Sin libertad no hay amor, y nosotros
somos llamados al amor y no a un temor servil; a la entrega y a la inmolación,
y no a la simple aniquilación.
Que la Eucaristía nos ayude en esta
inmolación que supone el verdadero amor, invitándonos a decir ¡amén! a la
entrega de Cristo y que digamos, con la Virgen María: “Hágase en mí”. Amén.
Que así sea.
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