Lunes 4º de Pascua
Hch 11, 1-18; Jn 10, 1-1
Queridos hermanos:
Hoy continuamos este discurso del Buen
Pastor, que gira en torno al “conocimiento”: el amor que procede del Padre,
quien entrega a su Hijo, y de Cristo, que, amándolo, le obedece y hace concreto
este conocimiento de amor en su cuerpo, que se entrega. La ausencia de este
amor crucificado es lo que desenmascara al ladrón, que solo busca destruir al
rebaño. En eso se distinguen la cultura y la civilización cristianas de las
demás: en que son fruto de una semilla de amor. Por amor, el Padre envía al
Hijo; por amor, Cristo se encarna, y por amor, se entrega a la voluntad amorosa
del Padre para nuestra salvación.
Las ovejas, encerradas en la prisión
mortal del pecado, solo pueden ser sacadas a la vida mediante el perdón, que
rompe las puertas de la muerte. Solo el amor encarnado y crucificado del Padre,
en Cristo, puede realizarlo, constituyéndose en puerta de acceso a las ovejas.
Por eso hemos escuchado que Cristo va delante de sus ovejas. Todo intento de
eludir este acceso del seguimiento a Cristo es una pretensión de anteponerse a
Él, de precederlo en lugar de seguirlo; inútil tentativa de asalto y robo, propia
de ladrones y salteadores. Los Hechos de los Apóstoles mencionan a
algunos que, viniendo antes de Cristo, no eran sino ladrones y bandidos: Teudas
y Judas el Galileo (Hch 5, 34-39), y también después de Cristo: Simón bar
Kojba, quien acarreó la mayor aniquilación del pueblo judío en toda la
historia. Él va delante, abriendo la puerta con su entrega, y las ovejas le
siguen.
A través de su muerte, Cristo va a
introducir a sus ovejas en el redil de la vida, que es la Iglesia, entrando por
la entrega de su sangre y su cruz, y constituyéndose a sí mismo en puerta
abierta. Llama a sus ovejas por su propio nombre con su palabra, sacándolas de
la dispersión de la descomunión y de la esclavitud de la muerte (saldrán),
y las conduce en comunión a los pastos de la vida.
Para salir de la muerte, hay que
escuchar la voz del Pastor y entrar por Cristo en la Iglesia a través del
bautismo y mediante la conversión (entrarán). Cada oveja recibe de
Cristo el Espíritu Santo, la vida divina y su nombre de vivo. La muerte no
tiene ya poder sobre ellas, y pueden salir por la puerta de la cruz (cf. 1P 2,
20), siguiendo las huellas de Cristo, y ser apacentadas en los pastos abundantes
de la vida eterna, a salvo de los salteadores.
El Pastor da su vida por las ovejas, le
importan y las conoce a cada una por su nombre; en una palabra, las ama. No le
son extrañas, sino algo propio, y las ama con el amor con que Él mismo ama y es
amado por el Padre, con el que es enviado para amar a las ovejas, entregándose
por ellas. A este mismo amor son incorporadas las ovejas, a las que Cristo
dirá: "Permaneced en mi amor."
Ezequiel había dicho: “Yo suscitaré
para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él
las apacentará y será su pastor”, y también: “Yo mismo apacentaré a mis
ovejas.” En Cristo, David, a través de su hijo, y Dios, por su Hijo
encarnado, apacentarán a las ovejas. Cristo se atribuye esta función mesiánica
y esta filiación divina anunciada por Ezequiel (Ez 34). De ahí la necesidad de
discernir la voz del Pastor: "Mis ovejas conocen mi voz; no conocen la
voz de los extraños." Quien ha sido apacentado con la palabra del
Pastor conoce su voz.
La solicitud de Cristo por las ovejas
dispersas se transmite a los discípulos y, comenzando por Pedro, la Iglesia se
abre a la evangelización de las naciones, llamadas a la unidad en el redil de
Cristo, como nos muestra la lectura de los Hechos de los Apóstoles.
En esta Eucaristía, el Señor nos apacienta con su palabra y nos da su cuerpo y sangre como viático para esta vida y alimento que salta hasta la vida eterna.
Que así sea en nosotros.
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