Miércoles 7º de Pascua
Hch 20, 28-38; Jn 17, 11-19
Queridos hermanos:
Hoy el Señor, continuando con la palabra
de ayer, ruega al Padre por sus discípulos presentes, a quienes ha cuidado
hasta ahora, y por los futuros. Le pide para ellos que, después de haberlos
agraciado con la comunión de la unidad por el don del Espíritu de su amor, sean
ahora preservados de la división, obra del maligno, y permanezcan fieles al
mandamiento del mutuo amor. Asimismo, que sean perfeccionados (santificados,
consagrados) en la verdad de su entrega, recibida de Cristo, alcanzando la
plenitud del gozo del Espíritu en medio del odio del mundo, al que son
enviados.
El centro de esta palabra es la
santificación, la consagración, el ser “separados para Dios,” con miras a una
misión y, por tanto, a un envío. Cristo es enviado al mundo sin ser del mundo,
y él mismo se santifica, se consagra totalmente a su misión salvadora. Además,
consagra a sus discípulos, que, estando en el mundo, son rescatados de su
influencia y santificados en la verdad de Dios, para ser enviados por Cristo,
como el Padre le envió a él.
El tiempo de la Iglesia es tiempo de
misión, caracterizado por el odio del mundo que el Maligno dirige contra los
discípulos y por la protección del Padre, quien les envía al Espíritu para
mantenerlos en la unidad, en la alegría y en la verdad de la palabra de Cristo,
separándolos para Dios. Así, lo que mueve su vida en lo más profundo no es el
mundo, sino la verdad de Dios: su amor y su llamada. La misión y la vida
cristiana no deben ser solo una tarea más a realizar o un medio para la
realización personal, sino el motor y el centro de la existencia, a imagen de
Cristo. De este modo, el centro de la vida cristiana se desplaza de la onda del
mundo y se centra en Dios.
La vida cristiana no es, pues, una forma
piadosa de ocupar el tiempo que sobra, una vez satisfechas las exigencias del
mundo, sino, al contrario, un “estar en el mundo sin ser del mundo,” para
llevarlo a Cristo. Habrá que dedicar tiempo a las cosas del mundo, pero no el
corazón; usar el dinero, pero no amarlo; trabajar, pero no darle nuestra vida
al trabajo; descansar, pero no hacer del “estado de bienestar” la meta de la
existencia. Vivir como dice el salmo: “Siendo el Señor nuestra delicia, él
satisfará las ansias de nuestro corazón” (cf. Sal 37, 4).
El cristiano que ha conocido el amor de Dios y recibido su Espíritu hace de su vida una liturgia de santidad, que le lleva a la inmolación amorosa de su existencia en favor del mundo, según la voluntad de Dios, porque “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él.”
Que
así sea.
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