Sábado 7º de Pascua
Hch 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25
Queridos hermanos:
Con este final del Evangelio de Juan, la
liturgia ha querido concluir las ferias de Pascua. Los evangelios no pretenden
ser una narración de la vida de Cristo, sino un instrumento que nos ayude a
creer (cf. Jn 20,31).
Hoy, el Evangelio nos habla de que cada
uno debe atender a su propia misión. La llamada es personal, al igual que la
misión. Hoy nos dice el Señor: «Tú, sígueme». No nos corresponde querer saber
lo que es solo del Señor. Cada uno tiene su propia tarea, de la que deberá
rendir cuentas, y su propia gracia para realizarla. Todo es gracia, pero toda
gracia necesita nuestra aceptación para no ser estéril en nosotros, como dice
san Pablo (cf. 1Co 15,10).
Es Dios quien discierne y llama a quien
quiere, dándole su gracia. Sin embargo, es el hombre quien, libre y
diligentemente, debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin
mirarse a sí mismo, sino a aquel que lo llama. Con su respuesta, debe situarse
en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades
humanas. La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, y podemos acoger o
rechazar la llamada, que siempre es iniciativa divina.
Cristo es el amor de Dios hecho llamada,
envío y misión, que se perpetúan en el tiempo a través de los discípulos
invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la
bienaventuranza lleva consigo una misión de testimonio, que tiene por raíces el
amor recibido y el agradecimiento. Sin embargo, hay también distintas
funciones, que el Espíritu suscita y sostiene por iniciativa divina para la
edificación del Reino, como distintos son los miembros del cuerpo, y que son
prioritarias en la vida de quien es llamado.
El seguimiento de Cristo es, por tanto,
fruto de la llamada de Dios, a la que el hombre debe responder libremente,
anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su
existencia. La llamada está orientada hacia la misión y, en consecuencia, al
fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su
cometido. Debe considerarse que puede tratarse de objetivos superiores a las
solas fuerzas humanas. Solo en la respuesta a la llamada se encuentra la
plenitud de sentido de la existencia, que, de por sí, constituye la primera
explicitación de la llamada libre de Dios.
La carne y la sangre también tienen su
propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la
naturaleza. Es necesario distinguir estas solicitaciones de la llamada, ya que
Dios y su llamada están en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre
elegido por Dios para una misión, en la que su existencia alcanza su plena
realización y contribuye a la edificación del Reino de Dios en la tierra. Todo
proyecto humano debe supeditarse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende
nuestras limitaciones carnales, situándolo en una dimensión de eternidad.
Que así sea.
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