Sábado 11º del TO

Sábado 11º del TO 

Mt 6, 24-34

Queridos hermanos:

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, el amor de Dios queda obnubilado en nuestro corazón, como le ocurre al pueblo. Y si Dios se eclipsa en nuestra vida, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y, en consecuencia, a atesorar dinero. El problema está en que el atesorar implica inexorablemente al corazón y mueve sus potencias —entendimiento y voluntad— de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. Por eso: “Sea el Señor tu delicia y Él te dará lo que pide tu corazón”.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso, el que ama el dinero tiene en él su corazón, y a Dios no le deja más que unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido: cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por medio del profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Enriquecerse y atesorar sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen ni los ladrones socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. “Conversio a Deo, aversio ad creaturam”, diría santo Tomás. Al llamado joven rico de la parábola, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega y limosna, pero prefiere atesorar riqueza.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra, se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados porque tiene unas necesidades; pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural, cuya finalidad es incorporar al hombre al Reino de Dios. Encontrar y alcanzar esta meta requiere prioritariamente de nuestra intención y dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes, que sostienen la creación entera, confiando en Él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”.

En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor”.

Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

 

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