Jueves 7º de Pascua

Jueves 7º de Pascua

Hch 22, 30. 23, 6-11; Jn 17, 20-26

Queridos hermanos:

El evangelio de hoy nos presenta el final de la oración sacerdotal de Cristo. Comienza pidiendo para la Iglesia (los discípulos que creerán por la palabra de los apóstoles) la unidad que hay entre el Padre y el Hijo: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti". Termina pidiendo que en ella esté el amor con el que el Padre lo ha amado desde siempre. Amor y unidad son la manifestación de la comunión entre las personas divinas.

Recordemos que lo primero que Dios ha revelado a su pueblo es su unicidad, frente al politeísmo circundante de la idolatría: que él es único y no hay otro dios fuera de él. Pero para alcanzar y comprender su Unidad, debemos esperar a Cristo, quien nos revela a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, en comunión esencial de amor mutuo y entrega. Todo lo que quiere el Padre, lo realiza el Hijo en el Espíritu Santo. Siempre que pretendemos separar la acción de las distintas personas divinas, nos encontramos con serias dificultades: el Padre es el creador, pero todo fue hecho por Cristo, y es el Espíritu Santo quien realiza las obras, como dice la Escritura.

Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, la comunión divina se realiza en el mundo y lo evangeliza, mostrando que la vida eterna es posible para el ser humano por la fe en Cristo.

Ayer contemplábamos nuestra relación con Dios y con el mundo; hoy, nuestra relación con los hermanos y con la comunidad, pero siempre en función del mundo, para llevarlo al conocimiento de Dios y, por tanto, a la fe y a su salvación. No podemos separarnos de Cristo ni de su ser "luz de las gentes".

Cristo, que ha pedido al Padre para nosotros el amor, la unidad y la gloria del Espíritu, ruega por la Iglesia para que tenga la gracia de permanecer en él y progresar en el conocimiento y el amor del Padre, por el cual la comunión se hace patente en la unidad y evangeliza al mundo. Si los discípulos están en comunión de amor, su Señor será un Dios de amor. Para ello, Cristo derrama sobre sus discípulos el Espíritu de amor que lo une al Padre, su gloria y el esplendor de su amor. Dios se ha cubierto de gloria al manifestar su salvación gratuita y su amor, haciendo prodigios en Egipto, en el Mar Rojo, en el desierto, y, sobre todo, enviando a su Hijo y resucitando a Cristo de la muerte.

El mundo que no cree no puede conocer este amor del que los discípulos se hacen capaces por la fe. Por eso deben hacerlo visible en la unidad, para que el mundo se convenza y pueda llegar a la fe y a la salvación. El amor y la unidad se corresponden y se implican mutuamente. Faltar contra la unidad hace que se resienta el amor y, a la inversa, faltar al amor daña la unidad. Por eso el Señor manda "no juzgar" y, como consecuencia, no criticar ni hablar mal de nadie. Aunque en ocasiones sea necesaria la corrección fraterna en casos graves, es mejor excusar que juzgar, mejor perdonar que condenar. El Señor insiste en un amor entre los hermanos que implique el perdón constante: "como yo os he amado".

La Iglesia y sus dones están en función de su misión, como lo está Cristo, en quien hemos sido "elegidos antes de la creación del mundo, para ser santos en el amor". Así, los dones del amor y de la unidad dentro de la comunidad, su comunión, son una gracia para el mundo, pues muestran la comunión que hay en Dios y que se hace presente en la Iglesia, la cual la ofrece al mundo para que tenga vida eterna. Por tanto, también dañamos al mundo con nuestras faltas contra la comunidad.

La Eucaristía viene en nuestra ayuda, fortaleciendo en nosotros la comunión en el Espíritu y, por tanto, el amor y la unidad. Todos participamos de un mismo pan y todos hemos sido abrevados en un mismo Espíritu.    

             Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

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