Jueves 12º del TO
Mt 7, 21-29
Queridos hermanos:
En
continuación con el evangelio de ayer, el Señor nos dice hoy que, para entrar
en el Reino, se necesita hacer su voluntad y que no bastan las palabras. Ya
decía san Agustín que no basta creer que Dios existe y que sus palabras son
verdaderas; hay que hacer lo que dice. Hemos escuchado que “si alguno oye mis
palabras y no las pone en práctica, será grande su ruina”. Una apariencia de fe
y de cercanía al Señor, e incluso el haber hecho milagros, no les servirá de
nada a quienes se hayan obstinado en el mal. Sus obras de iniquidad no las ha
engendrado Dios, sino el diablo, y tendrán que escuchar la sentencia del Señor:
“¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!”
La
Palabra nos pone delante de las consecuencias que debe asumir todo hombre,
según haya conducido su vida. Dios no ha dejado al hombre en la precariedad de
encontrar la sabiduría necesaria que le ilumine y le capacite frente a sus
limitaciones, sino que le ha revelado el camino de la sabiduría que conduce a
la bienaventuranza del Reino de Dios. La Escritura habla de dos caminos
opuestos: de vida y de muerte, ante los cuales el hombre debe optar. El hombre
puede hacer de su vida una bendición o una maldición, según siga o no los
caminos que le presenta el Señor; según crea, escuche su voz y obedezca a su
Palabra. A este adherirse a los caminos de Dios, siguiéndolos, responde lo que
llamamos fe.
El
Señor nos llama a una vida eterna, y por eso necesitamos poner unos cimientos
sólidos a su edificación, de manera que estén apoyados sobre la roca firme que
es Cristo, voluntad salvadora del Padre. Así resistirá los embates de las
contrariedades. Isaías habla de una ciudad que es fuerte porque la habita un
pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). Es lo que dice el
Evangelio: en el Reino entrará un pueblo que pone en práctica las palabras del
Señor, y no unos oyentes olvidadizos. No los que dicen “Señor, Señor”, sino los
que hacen la voluntad de Dios, que es siempre amor.
Para
entrar en su Reino es necesaria la justificación que se obtiene por la fe en
Cristo, mediante la cual entramos al régimen de la gracia. Dios, en efecto, no
solo ha mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente
sobre el abismo abierto por el pecado. Por la fe reconocemos a Cristo como el
Señor, que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas para obrar según
su voluntad, en la justicia. No son las obras de la ley de Moisés, sino las de
la justicia que procede de la fe las que nos abrirán las puertas del Reino.
Así,
por la obediencia de la fe alcanzamos la salvación. La fe sin la obediencia
está vacía y arriesga a que nuestros afanes terminen en el más estrepitoso
fracaso. La obediencia a Dios consiste en escuchar a quien nos quiere bien y ha
puesto en juego la vida de su Hijo en favor nuestro. La obediencia es el amor
que da contenido a nuestra respuesta: al amor con el que Dios nos justifica,
borrando nuestros pecados. Amor con amor se paga, como se suele decir.
El
corazón debe, pues, estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones
de nuestra voluntad, y no solo por vanas especulaciones de nuestra mente, por
las palabras, por los sentimientos o los deseos.
Con
frecuencia, nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y
nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre
a la voluntad de Dios, que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se
refugian. Por eso la incidencia de la Palabra de Dios en nosotros es débil, al
no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.
Como
decíamos ayer, las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad
amorosa de Dios son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para
que se mantenga en pie eternamente. Solo en sus acciones se muestra la verdad
de la persona, como decía san Juan Pablo II en Persona y acción, y el
resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos
son amores”, como dice la sabiduría popular.
La
Eucaristía viene en ayuda de nuestra debilidad, como alimento sólido en medio
de la travesía del desierto de nuestra vida; como alianza frente al enemigo, y
como refugio en medio de las inclemencias de la existencia.
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