Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

A Ge 22, 9-18; Hb 10, 4-10; Mt 26, 36-42

B Jr 31, 31-34; Hb 10, 11-18; Mc 14, 22-25

C Is 6, 1-4.8 ó Hb 2, 10-18; Jn 17, 1-2.9. 14-26

Queridos hermanos:

Hablar de sacerdocio es hablar de intercesión ante Dios mediante un sacrificio, que en Cristo es único y eterno, como lo es su intercesión por nosotros.

La Iglesia renueva constantemente este único sacrificio de Cristo en la Eucaristía, en la que Él sigue ofreciéndose e intercediendo en favor nuestro, presentando ante el Padre sus llagas gloriosas por medio de sus ministros, quienes actualizan el “memorial” de su Pascua a perpetuidad para la edificación del Pueblo de Dios y la salvación del mundo, mediante su adhesión a la Alianza Nueva y Eterna, establecida en la sangre redentora de Cristo en el altar de la cruz.

El Cuerpo de Cristo es entregado y su sangre derramada para el perdón de los pecados, la glorificación del Padre, la consagración y santificación de sus hijos adoptivos, congregados por la fe en Cristo y constituidos en pueblo sacerdotal en función del mundo. 

           En esta fiesta contemplamos el sacerdocio de Cristo, que, como siervo, sacerdote, víctima y altar, se ofrece en sacrificio a sí mismo al Padre en un culto perfecto, según el rito de Melquisedec. En Cristo desciende la bendición de Dios al hombre y sube la bendición del hombre a Dios: eterno sacerdote y rey, que, en el pan y el vino de su cuerpo y sangre, se entrega por los pecados, como dicen las Escrituras:

Dándose a sí mismo en expiación y habiendo ofrecido, por los pecados, un solo sacrificio, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios. No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 2, 17-18; 4, 15).

Cristo es el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos; sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Él penetró los cielos y se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre (cf. Hb 7, 26; 9, 11-12).

En Cristo, el culto ofrecido a Dios a través de los tiempos se hace perfecto, uniéndonos a él a través del memorial sacramental de su Pascua, que es la Eucaristía: cuerpo de Cristo que se entrega; sangre de la Alianza Nueva y Eterna que se derrama. Por ella nos unimos a Jesucristo, al Testigo fiel, al Primogénito de entre los muertos, al Príncipe de los reyes de la tierra, al que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para Dios, su Padre.

Por nuestra unión con él, luz de las gentes, también nosotros recibimos el sacerdocio real en función del mundo, para el que somos incorporados al sacramento universal de salvación. Amor y unidad, que son la expresión de la comunión entre las personas divinas, es lo que Cristo pide al Padre para nosotros. Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece visible en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna por la fe en Cristo.

Entonemos, por tanto, a Cristo el cántico celeste: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y compraste para Dios, con tu sangre, hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos, para nuestro Dios, un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»         

          Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

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