San Bernabé, apóstol
Hch 11, 21-26. 13, 1-3; Mt 10, 7-13
Queridos hermanos:
El Reino de Dios es el
acontecimiento central de la historia, que se hace presente en Cristo y se
anuncia con poder. La responsabilidad de acogerlo o rechazarlo es enorme,
porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son
potentes contra todo mal, incluida la muerte. Acogerlo implica recibir a
quienes lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a
Cristo y al Padre que lo envía.
En su infinito amor,
Dios tiene planes de salvación para los hombres, y así José es enviado por
delante de sus hermanos a Egipto. Sin embargo, aun con su poder, sus planes no
se realizan por encima de la libertad de los hombres, lo que implica las consecuencias
de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de
Putifar y, en el caso de Cristo, la incredulidad de los judíos y todos nuestros
pecados, que le llevan a la pasión y la muerte.
También sus discípulos,
enviados a encarnar la misión del anuncio del Reino, van con un poder otorgado
por Cristo, que no les exime de la libertad de quienes los reciben y, por
tanto, de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.
Con todo, queda de
manifiesto la importancia del anuncio del Reino, ante el cual todo debe quedar
relegado y ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y
definitivo; lo material, a lo espiritual; lo egoísta, al amor.
Esta palabra nos
presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión,
que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su
seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza lleva consigo
una misión de testimonio, cuyas raíces son el amor recibido y el
agradecimiento. Sin embargo, hay distintas funciones, como corresponde a los
distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por
iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la
vida del que es llamado.
Es la misión la que
hace al misionero. Amós es llamado y enviado sin ser profeta. Nosotros somos
llamados por Cristo a llevar a cabo la obra de Dios para saciar la sed de
Cristo, que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser testificada
por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo para ser
santos por el amor.
Dios quiere hacerse
presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su
seguridad en sí mismo, sino en él. Constantemente envía profetas y da dones y
carismas que purifican a su pueblo, haciéndole volver a Dios y no quedarse en las
cosas, en las instituciones o en las personas.
Cristo es enviado a
Israel como “señal de contradicción”. Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a
través de su enviado. Por su misericordia, Dios impulsa al hombre a
replantearse su posición ante él y así le da la posibilidad de convertirse y
vivir.
En estos últimos
tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a
los anunciadores del Reino, propagando el “Año de gracia del Señor”.
El seguimiento de
Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre
debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda
acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y, en consecuencia,
al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su
cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las
solas fuerzas humanas. Solo en la respuesta a la llamada se encuentra la
plenitud de sentido de la propia existencia, que constituye la primera
explicitación de la llamada libre de Dios.
Que así sea.
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