María Madre de la Iglesia
Ge 3, 9-15.20; o Hch 1, 12-14; Jn 19,
25-34
Queridos hermanos:
El Señor ha formado un
cuerpo de carne en el seno de la Virgen María y un cuerpo místico, espiritual,
en el corazón de sus discípulos mediante la fe en Él. Jesús es, por tanto, Hijo
de María y cabeza de su cuerpo místico. Siendo María la madre de la cabeza, lo
es también del cuerpo, que es la Iglesia. Así lo proclamó Pablo VI en el
discurso de promulgación de la Lumen Gentium, el 21 de noviembre de
1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio, declarando a María
como “Madre de la Iglesia”.
Para formarse un cuerpo en María, el Hijo de Dios asumió en ella y de ella nuestra naturaleza humana. Quiso salvarla del pecado y de la muerte, pisando la cabeza de la serpiente y preservándola del pecado de Adán, al ser Él la descendencia de la “mujer”, como hijo único de María.
Este cuerpo suyo, libre de pecado, que Cristo ofreció al Padre desde la cruz, nos ha obtenido el perdón de nuestros pecados y nos ha adquirido el Espíritu Santo, quien nos hace hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y, por tanto, hijos de María. Así lo expresó desde la cruz, llamando “mujer” a su madre, como nueva Eva, madre de todos los vivientes redimidos por Él, y entregados a ella en la persona del “discípulo”
Contemplamos, pues, a
María, madre, esposa fiel y virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y
constantemente unida al Amor, que se hizo cuerpo en ella, tomando de ella lo
que tiene de nosotros, excluido el pecado, que no halló en ella porque fue redimida
ya en su concepción.
Su corazón maternal,
rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde Hijo, que
desde la cruz solo suplicó para sus verdugos el perdón, mostrando piedad. No
hay amor más grande que el que ella quiso aceptar de quien lo asumió plenamente,
haciéndose así mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y
constituidos en sus hijos al pie de la cruz. Por eso, si hacemos presente a
María, la madre amorosa, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su
fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre, que
nos dio a su Hijo.
El discípulo es llamado
hijo de la “mujer”, que es madre de todos los vivientes, renacidos a nueva vida
por la fe, que los hace hermanos de su Hijo único y que son uno en Él, de
manera que, desde entonces, en ellos lo ve a Él. De hermana suya, en su naturaleza,
ha llegado a ser su madre en la dignidad de su elección. Gran misterio en el
que un Hijo elige a su Madre, santificándola de antemano y compartiéndola
después con sus hermanos adoptivos, elegidos y salvados también ellos por su
gracia.
Concluyamos, pues, con
san Bernardo nuestra breve contemplación de María, nuestra Madre y Madre de la
Iglesia: "Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la
Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la
barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a
María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la
desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre
de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola, no te
desesperarás. Y, guiado por Ella, llegarás segura y felizmente al Puerto
Celestial."
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