Vigilia de Pentecostés

Vigilia de Pentecostés

Ge 11, 1-9; Ex 19, 3-8.16-20; Ez 37, 1-14; Jl 2, 28-32 (3, 1-5); Rm 8, 22-27; Jn 7, 37-39

Queridos hermanos:

A lo largo de la historia, valiéndose de las Escrituras, Dios ha ido desvelando su voluntad de restablecer su plan de comunión eterna con Él en la gloria para toda la humanidad. El Hijo eterno del Padre será el encargado de manifestarla y llevarla a cumplimiento: primeramente en su propia persona encarnada, siendo “Dios con ellos”; y después participándola, siendo “Dios en ellos” por el don de su Espíritu Santo, con la misión de convocar a toda la humanidad a participar en su plan divino de instaurar su Reino eterno.

Los primeros discípulos serán introducidos progresivamente en el conocimiento de este plan de salvación, que dará a luz una “nueva creación”, llamando a la humanidad entera a incorporarse al Reino de Dios.

Hoy conmemoramos el acontecimiento de la manifestación solemne del Espíritu, con el que nace la Iglesia como pueblo, cuerpo de Cristo y Reino de Dios. Israel fue liberado de Egipto en la Pascua y constituido como pueblo en la alianza del Sinaí, que recordamos en Pentecostés. De igual modo, la humanidad redimida en la Pascua de Cristo, mediante la recepción del Espíritu, es constituida en pueblo de Dios el día de Pentecostés.

En los sequedales del desierto del corazón humano, que se ha separado de Dios por el pecado, el Señor ha colocado la Roca, que es Cristo, de cuyo seno brotan los torrentes de agua viva del Espíritu, como aquellos que vio Ezequiel en el Templo. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad. Para beber de esta agua, es necesario creer en Él: “Beba el que crea en mí”.

El que bebe del agua del Espíritu queda saciado por la fe en Cristo, quien, a su vez, se convierte en fuente de aguas que brotan para vida eterna y que sacian a otros. De la misma manera que al recibir la luz del Espíritu el discípulo se convierte en luz, al recibir el agua viva se convierte en fuente de la que brotan torrentes de agua, como del seno del Salvador, para quien permanece unido a Él con fidelidad.

El hombre, sumergido en la insatisfacción profunda de su corazón y alejado de Dios a causa del pecado, es empujado a una búsqueda incesante de sí mismo y de Dios, en una sed insaciable que lo frustrará continuamente hasta que el “agua viva” del Espíritu sea derramada en su corazón. Su deseo de alcanzar la gloria y la comunión humana lo lleva a la gran confusión de Babel, que narra el libro del Génesis. De esta ansia han surgido religiones, cultos, magias y supersticiones, en medio de claridades y tinieblas, sin distinguir tantas veces entre dioses y demonios. Será Dios mismo, acercándose al hombre, quien lo conducirá a la comunión con Él y al encuentro con su propia identidad, revelándole su incapacidad de dar vida a sus huesos calcinados. Solo Dios, con el rocío de su Espíritu, puede vivificar los áridos despojos de quien, sediento, acude a Cristo y cree en Él.

Solo la revelación de Dios por su Palabra puede separar la luz de las tinieblas en el corazón humano, purificándolo para hacerlo digno de la presencia del Espíritu, como fuente de aguas vivas y fuego devorador que lo fecunda en el amor y lo purifica siete veces. La efusión del Espíritu dará cumplimiento a la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días.»

Toda carne será empapada de vida y bautizada en el Espíritu. Esta es la profecía que toda la creación ansía con angustiosa espera: comunión con Dios y con todos los hombres.

Como dice la Escritura: «¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú, Señor, no le das la sabiduría y le envías tu espíritu santo desde el cielo?» (Sb 9,17).

Efectivamente, la acción del Espíritu Santo será siempre protagonista en la Nueva Creación, como nos dice la Escritura.

En la gestación de Cristo, María estaba desposada con José y, antes de comenzar a vivir juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Así se lo anunció el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.» Así se lo confirmó el ángel a su esposo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo.»

Nosotros, por nuestra parte, aguardamos la promesa del Bautista referida a Cristo: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» Se lo había dicho el Señor: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo.» Él mismo fue anunciado a su madre por el ángel, que le dijo: «Será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre.» Así, cuando fue visitada por María, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno. ¿De dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

En la presentación del Señor: Simeón era un hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y en él estaba el Espíritu Santo. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

En el bautismo del Señor: «Se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado.” Después, Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto. Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder.

También en su vida pública: «Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.”

Del mismo modo que el Espíritu estaba en Cristo, estará en sus discípulos, y él mismo se lo entregará: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue levantado a lo alto. Los discípulos se llenaban de gozo y del Espíritu Santo.

Desde entonces, el Espíritu estará siempre en la Iglesia y acompañará a quienes predican el Evangelio: «Las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria, pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo. El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la palabra.»

El Espíritu asistirá y designará a los apóstoles: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas indispensables. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su propio Hijo.»

San Pablo aseguraba: «El Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.»

Guiando la evangelización: «El Espíritu Santo les había impedido predicar la palabra en Asia.»

De la misma manera había conducido a los profetas: «Nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.»

Podemos comprender ahora la diatriba de Jesús: «Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.»

Por último, estará presente también en las persecuciones: «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. Como dice el Espíritu Santo: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones; el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»

Acudamos, pues, a la Fuente que brotó en Pentecostés y no deja de manar agua, aunque nosotros sigamos sedientos. Invoquemos al Viento impetuoso que sopla donde quiere, para poder discernir su camino y ser arrebatados por Él. Abracemos al hermano en el amor de este Fuego, que funde toda dureza y frialdad.         

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario