Viernes 10º del TO
Mt 5, 27-32
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos sitúa ante la
nueva ley del Espíritu, que caracteriza al hombre nuevo, ante la promesa que da
sentido a sus acciones sobre la tierra y que, superando la letra, implica el corazón,
sede de las intenciones humanas, en el que reina la libertad que da paso al
bien o al mal.
El hombre no es un ser lanzado al mundo
por el azar, sino amado, creado y predestinado por Dios al amor. Está en el
mundo, pero no le pertenece. Para alcanzar su destino glorioso, debe primero
vencer el pecado y la muerte que pesan sobre él, y esto solo es posible con la
gracia del amor de Dios, que lo redime enviando a su Hijo en Cristo, Evangelio
de Dios, Verdad del Padre y Kerigma de salvación.
Sus obras manifiestan al hombre, pero su
verdad profunda hay que encontrarla en su corazón. Allí las pasiones dan paso
al amor o al odio, a la justicia o al pecado, a la alegría o a la tristeza, al
engreimiento o a la humildad, a la ira o a la mansedumbre, a la cobardía o al
valor; y se origina la interioridad de la moral personal. No en vano, la
Escritura dice que el corazón humano es un abismo. El verdadero combate contra
el pecado debe comenzar desde su misma raíz; las ramas, las hojas, las flores y
los frutos de las acciones muestran solamente la bondad o la maldad del árbol
que reside en su corazón.
La realidad del mundo penetra en el
hombre a través de los sentidos y es captada por el entendimiento, que mueve la
voluntad, dando paso a sus acciones. Estas se denominan “del hombre” cuando son
inconscientes, instintivas o irreflexivas, y la Escritura las sitúa en los
riñones; y “acciones humanas” cuando interviene nuestro libre albedrío a través
del consentimiento, y que la Escritura sitúa en el corazón (cf. Sal 7, 10; Sb
1, 6+; Jr 11, 20 y 17, 10; Ap 2, 23). Estas acciones humanas, cuando son fruto de
la gracia acogida en el corazón por la fe en Jesucristo, en quien el Espíritu
Santo derrama el amor de Dios, son santas. Cuando la gracia es rechazada por la
incredulidad, estas acciones son pecaminosas. En consecuencia, dice la
Escritura que “Dios sondea los riñones y el corazón.”
Lo que capta el ojo, lo asume el corazón
y lo ejecuta la mano. La contemplación lleva a la acción, tanto en lo referente
al bien como en lo referente al mal. Lo que el mal deseo asume interiormente,
la acción malvada lo propaga. Como dirá Jesús: “No es lo que entra, sino lo que
sale del corazón lo que hace impuro al hombre.” Es, por tanto, el corazón el
que debe ser sanado mediante el don y la presencia del Espíritu, que se recibe
por la fe en Cristo y que derrama el amor de Dios en nuestros corazones.
La fe interioriza la religión en el
ámbito del corazón, radicándola en el amor. Las acciones pasan a compartir con
los deseos las cualidades de los objetos materiales o espirituales que los
sentidos captan como bienes y, así, consiguen mover la voluntad. Es el amor,
cuando está presente en el corazón, quien discierne el bien o el mal, que,
solicitando a la persona exteriormente, puede alcanzarla profundamente. Es el
amor quien garantiza la integridad del corazón (Dt 4, 29; 6, 5-6) frente a un
corazón doble o dividido por las pasiones (Ge 20, 5).
El perdón, como amor que es, debe serlo
“de corazón” (Mt 18, 35). De la misma manera, el adulterio se engendra ya en el
corazón (Mt 5, 28). También la fe tiene su sede en el corazón (Rm 10, 10), y es
de la dureza del corazón de donde nace el repudio (Mt 19, 8). La circuncisión
verdadera es la del corazón (Dt 10, 16). En una palabra, conocer su corazón es
conocer a la persona, y mientras el hombre mira las apariencias, el Señor ve el
corazón (1S 16, 7).
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