Martes 11º del TO
Mt 5, 43-48
Queridos hermanos:
El
Señor nos invita hoy a vivir de acuerdo con lo que hemos recibido. Nosotros
hemos sido amados con esta perfección divina cuando éramos pecadores y enemigos
de Dios, y, si hemos acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos.
Al contrario, podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos
al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal.
Alguien dijo: “No daña todo lo que
duele, pero lo que daña, duele profundamente.” En el libro del Eclesiástico
leemos: “El Altísimo odia a los pecadores y dará a los malvados el castigo que
merecen” (Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni
adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni
borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios” (1Co 6,
9-10); pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este
amor gratuito y del Espíritu Santo hemos sido llamados a una nueva vida en el
amor, que responde a la misericordia recibida con nuestra justicia: “Pero
habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”
Dice san Agustín, comentando el salmo
121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio
del Señor son las Sagradas Escrituras. En esta palabra del amor a los enemigos,
podemos decir que hemos alcanzado la cima más alta de esos montes, hasta llegar
al cielo del amor de Dios. Por este amor hay que llegar a odiar la propia vida
y a amar a quien nos odia.
Este amor es sobrenatural, divino; la
carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo que carne y
espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor celestial, es
necesario odiar la propia carne, como dice el Señor en el Evangelio: «Si alguno
viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a
sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo
mío.»
En Cristo hemos sido amados así, y de Él
podemos recibir su Espíritu, que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en
nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “Sed santos
porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se transforma en:
“Sed perfectos, porque es perfecto vuestro Padre celestial”; porque habéis
recibido la perfección de la naturaleza divina de vuestro Padre.
Ya que ningún mérito hemos tenido para
ser amados así, merezcamos, amando a quienes no lo merecen, para que puedan
amar y merecer también ellos.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario