Natividad de San Juan Bautista
Misa de la vigilia: Jr 1, 4-10; 1P 1, 8-12; Lc 1, 5-17.
Misa del día: Is 49, 1-6; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80.
Queridos hermanos:
Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer: a Elías, al último
mártir y profeta del A.T.; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa
(Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor;
al nacido lleno del Espíritu Santo y único santo cuyo nacimiento celebra la
Iglesia —a excepción de la Virgen María—, pero de quien había afirmado Cristo
en su testimonio que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que
él.
Juan viene a inaugurar el Evangelio con su predicación (Hch 1,22; Mc
1,1-4). Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar
las correas de sus sandalias. Como su nombre indica, el ministerio de Juan
Bautista anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable”, para que
el hombre vuelva a Él. La conversión, como sabemos, es siempre una gracia de la
misericordia divina que acoge al pecador. Ahora, la fidelidad a Dios de los
“padres” puede llegar al corazón de los hijos. Es tiempo de reconciliación de
los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la
cercanía de Dios y volver a Él con gozo, porque: “Al volver vienen cantando”.
Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de su acogida del
enviado del Padre como su precursor, y en eso consiste la justicia de los
justos ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos al rechazarlo
(cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces, sino la justicia de los justos,
como acogida del don gratuito de Dios.
«Vino para ser testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por
él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta” no es solo
la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los
hombres: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que
recordar que con una misma palabra designamos al siervo y al cordero. Ambos
toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.
Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan, en
medio de las aguas del Jordán, quién es su Elegido: «He visto al Espíritu que
bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza
con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Ya en tiempos de Noé, sobre las
aguas mortales descendió una paloma, pero regresó sin encontrar a nadie digno
sobre quien posarse para dar vida a la nueva humanidad. Ahora, el Espíritu, que
se cernía sobre las aguas ya en la primera creación, se posa sobre Cristo para
que de las aguas de la muerte surja de Él la Nueva Creación.
También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el
Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores —y más que
precursores— suyos en esta generación, con los signos de su presencia,
sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.
Que así sea.
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