La Santísima Trinidad C
Pr 8,
22-31; Rm 5, 1-5; Jn 16, 12-15
Queridos hermanos:
Dedicamos este día a contemplar el
misterio de Dios, que nos ha revelado Nuestro Señor Jesucristo al hablarnos del
Padre y enviarnos el Espíritu, quien ha guiado a su Iglesia a la verdad
completa. Recorremos el camino que va desde la fe en Dios, de la que habla el
libro del Eclesiástico (43, 27): “Él lo es todo”, hasta la fe en la Trinidad de
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. No se trata, por tanto, del fruto de la
razón y la especulación humana, sino de aquel misterio que el Hijo ha
contemplado eternamente, “vuelto al Padre”, como dice san Ireneo, y bajo su
mirada, en el Espíritu Santo.
Contemplamos, por tanto, el misterio del
amor fecundo del Padre, en el que hemos sido engendrados a su imagen y
semejanza, y predestinados a su gloria eterna por amor: “Sed santos, porque yo
soy santo” (Lv 11, 44). Creados para ser santos e inmaculados en su presencia
(cf. Ef 1,4).
Contemplamos asimismo un misterio de
gracia, por el cual el Padre envía al Hijo a redimirnos, perdonando nuestros
pecados, y derrama el amor de Dios en nuestros corazones mediante el don de su
Espíritu Santo.
Contemplamos, en fin, un misterio de
comunión, que nos alcanza y nos arrastra tras el Señor, al encuentro de
nuestros hermanos, por su presencia estable en nosotros, en quienes ha hecho su
morada.
Llamados a ser santos, hemos sido
santificados por la gracia de Cristo, haciéndonos capaces de entregarnos
también nosotros por el bien de nuestros hermanos.
Esta fiesta fue instituida por el papa
Juan XXII en el siglo XIV, y en ella contemplamos a Dios en la intimidad de su
amor, que se difunde en la creación y en la redención de la humanidad herida
por el pecado. Dios, paternal en caridad, fuerte y cercano, que envía y se
entrega por la salvación del mundo.
El Evangelio dice que el Espíritu Santo
lleva a los discípulos a la verdad plena. Dios, comienza revelándose a Abrahán
y completa su revelación en Cristo, dándose a conocer en su propio Hijo y
enviando su Espíritu, que, como dice la segunda lectura, derrama su amor en
nuestros corazones.
Esta verdad de Dios uno y trino, origen
y meta de todo lo que existe, es completa en cuanto nuestra mente es capaz de
aprehender de Él como verdad que ha querido revelar. Pero Dios es mayor que
nuestra mente y mayor que cuanto de Él podamos comprender. Un día, como dice
san Juan, nuestro conocimiento de Dios será mayor porque “lo veremos tal cual
es”, habiendo sido ensanchada nuestra capacidad y colmado nuestro corazón de su
amor. Aun entonces, la plenitud de nuestra capacidad no llevará consigo el que lo
poseamos totalmente en su infinita grandeza, ni aunque por toda la eternidad
nuestra capacidad sea constantemente ensanchada.
A través de la fe comenzamos a ser su
pueblo, y Él, nuestro Dios, iniciando la vida divina en nosotros y abriéndonos
a una plenitud cada vez mayor en su conocimiento. El Padre envía al Hijo, el
Hijo revela al Padre, y ambos envían al Espíritu Santo.
La fe en el Hijo nos revela el amor del
Padre, que nos salva y nos une a Él y a los hermanos en la comunión con Él, por
el Espíritu.
Dios es, pues, comunidad fecunda de amor
que se abre al encuentro con la creatura para abrazarla en la comunión por la
entrega de sí, reconciliándola consigo.
Que Dios se nos muestre como comunidad
de amor nos revela algo muy distinto de un ser monolítico, solitario y
fríamente perfecto y poderoso, que gobierna y escruta todas las cosas desde su
impasibilidad inconmovible, como un legislador distante a la espera de un
ajuste de cuentas inapelable, como dijo alguien. El amor salvador y redentor de
Dios testifica la naturaleza divina que lo hace implicarse con sus criaturas, a
las que no solamente concibe, sino a las que se dona, uniéndose a su acontecer
de forma total e indisoluble.
El misterio de Dios es, en muchos
aspectos, inalcanzable para nuestra mente, pero lo que la Palabra nos hace
contemplar es lo que Él mismo ha querido manifestarnos para unirnos a Él:
Padre, en Espíritu y Verdad, moviendo nuestra voluntad a amarlo. Contemplamos
su misterio de amor, que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del
otro.
Dios se deja conocer por nosotros a
través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos une en su
comunión eterna. Por la gracia de Cristo llegamos al amor del Padre en la
comunión del Espíritu Santo.
Nuestro origen queda recreado,
cancelando nuestra mortal ruptura con el origen amoroso de cuanto existe:
misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se nos
revela íntimamente en el abismo de nuestro corazón.
Profesar la fe en la Santísima Trinidad
quiere decir aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y
abrirse al don del Espíritu Santo; creer que el Padre y el Hijo vienen al
hombre juntamente con el Espíritu y en él habitan; alegrarse de que el
cristiano sea templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero, al
mismo tiempo, en Dios; caminar hacia Dios con Dios.
Si todo en la creación tiene como fuerza
motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, del cual ha
recibido la existencia, y el amor engendra amor que busca un fruto a través del
servicio, ¡cuál no será el amor del Creador por los hombres!
Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo y
Espíritu. Amén.
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