Martes 10º del TO
Mt 5, 13-16
Queridos hermanos:
El discípulo
es la nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo, a
través de su Palabra y mediante la fe. Hemos escuchado en el Evangelio que
Cristo lo denomina “sal” y “luz” para mostrar el cometido al que es asociado en
la obra salvadora de la voluntad del Padre.
En cuanto la
sal conserva las cosas, es signo de estabilidad, durabilidad, fidelidad e
incorruptibilidad, como dice el libro de los Números: “Alianza de sal es ésta,
para siempre” (Nm 18, 19); cualidades que siempre se buscan en cualquier pacto
humano.
Así quiere
Dios que el discípulo se presente ante Él en un culto espiritual, que debe
sazonarse con la sal, signo de su fidelidad al amor con el que ha sido
convocado por Dios gratuitamente a Su presencia: “Sazonarás con sal toda
oblación que ofrezcas; en ninguna de tus oblaciones permitirás que falte nunca
la sal de la alianza de tu Dios; todas tus ofrendas llevarán sal” (Lv 2, 13).
La entrega
transformadora de la sal, por la que el discípulo debe ejercitarse en el amor
recibido gratuitamente, precede a su respuesta. La sal es un don aceptado que
implica fidelidad. El discípulo, que ha sido tomado del mundo y transformado
para consagrarse a su servicio, si se separa después de su misión, se sume en
la vaciedad y el sinsentido más absolutos: “No es útil ni para la tierra ni
para el estercolero; la tiran fuera. El que tenga oídos para oír, que oiga” (Lc
14, 35).
La necesidad
de estas cualidades de la sal se ilumina con la sentencia del Evangelio que
anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia: en efecto,
todos han de ser acrisolados en el sufrimiento. “Pues todos han de ser salados
con fuego” (Mc 9, 49).
Frente al
ardor que toda alteridad debe enfrentar, la sal, como capacidad de sufrimiento
y de perdón, es refrigerio de paz, como dice el Evangelio según san Marcos:
“Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros.” (Mc 9, 50).
La acción de
la sal comienza con el dominio de las palabras. Dicen los sabios que Dios puso
doble freno a la lengua: los dientes y los labios, debido a lo dañina que puede
ser su falta de control. Sin embargo, la ira se inflama rápidamente, y se
requiere la vigilancia del corazón y el bálsamo de la humillación: “Vuestra
conversación sea siempre amena, sazonada con sal” (Col 4, 6), con la fortaleza
de aceptar el mal sin devolverlo, asumiéndolo con el perdón propio de la
caridad.
La acción de
la sal continúa con la tolerancia de las injurias y el despojo, como dice San
Pablo: “¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más
bien despojar?” (1Co 6, 7).
Pero el culmen
de la virtud de la sal está en la aceptación del mal del que somos objeto:
“Pues yo os digo: no resistáis al mal” (Mt 5, 39).
El Señor ha
encendido en el discípulo la luz de su amor, que le ha sacado de las tinieblas
y de los lazos de la muerte, dándole la misión de mantenerla encendida y
visible en el lugar eminente de la cruz, donde Él la ha colocado en su Iglesia,
y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que
a él le ha resucitado y, por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser
librado de los lazos de la muerte: “De modo que la muerte actúa en nosotros,
mas en vosotros la vida” (cf. 2Co 4, 12).
Esta es la
voluntad y la gloria del Padre: que los discípulos demos el fruto abundante de
iluminar a los hombres en el conocimiento de su amor, que brilla en el rostro
de Cristo, y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.
Pretender
armonizar esta vocación y esta elección, que conllevan una transformación
semejante y una consagración de estas características, con la vieja realidad
mundana sumida en tinieblas y corrupción será la tentación a la que los
discípulos y la Iglesia misma tendrán que enfrentarse constantemente: “Seremos
como las naciones, como las tribus de los otros países, adoradores del leño y
de la piedra” (Ez 20, 32). Ya san Pablo previno de esta tentación a los fieles
de Roma: “No os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).
El discípulo
está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo
pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad
y atrayente modernidad, travestida de realización humana, cultural y
científica. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la
mentira”, disfrazado de luminosa sinceridad (cf. 2Co 11, 14). Tentación, en
definitiva, de desvirtuar la sal y de ocultar la luz bajo el celemín, ante la
que Cristo previene a sus discípulos, advirtiéndoles de la tremenda
consecuencia que lleva consigo: “Ser pisoteados por los hombres”.
Cuando
contemplamos cómo, en nuestros días, los hombres desprecian a la Iglesia y
pisotean sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas
de la existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”. Sin embargo,
no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad en
el extravío y alejamiento de los hombres, a quienes se nos ha encomendado
iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal
para el mundo.
El Apocalipsis
anuncia la aparición de terribles bestias surgidas del abismo que asolarán la
tierra en distintas épocas. Pero, ¿podemos afirmar con total convencimiento que
ninguna de las causas que gestaron el Cisma de la Iglesia de Oriente, la
Reforma protestante o la Revolución francesa son atribuibles, en alguna medida,
a la deficiente respuesta de los discípulos a su misión de ser sal de la tierra
y luz del mundo?
¿Acaso una
medrosa actitud conservadora a ultranza e inmovilista, que pone la mano en el
arado y mira hacia atrás, un hermetismo doctrinal, un ritualismo de ventanas
cerradas, que, a fuerza de ir enrareciendo el aire, puede llegar a corromperlo
hasta la asfixia, no es un meter la luz debajo del celemín?
Son las
puertas del infierno las que “no prevalecerán” ante la Iglesia, que las combate
evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no las de
una Iglesia agazapada que trata de resistir el furibundo embate de un infierno
que ha sido ya vencido en la cruz de Cristo.
Entre ambas
tentaciones, conservadora o secularizante, la Iglesia y cada discípulo estamos
llamados a discernir el suave y saludable ventear de la brisa del Espíritu, que
“sopla donde quiere” sin dejarse predeterminar ni mediatizar en su libérrima
voluntad, y sin imponerse con prepotencia y obstinación a nuestra propia
voluntad, que ha sido predestinada libre, por el Amor y para amar. A nosotros
corresponde la responsabilidad de no extinguir el Espíritu allí donde se
manifiesta y de no tratar de enmendar su obra con las obstinadas manipulaciones
de nuestra vanidad, en una apertura humilde a la Palabra de Dios, que es:
“Lámpara para mis pasos y luz en mi sendero”.
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