La Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

La Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

Hb 9, 11-15; Jn 19, 28-37.

Queridos hermanos:

En 1849, Pío IX instituyó la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, que en el nuevo calendario queda unida a la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua —muerte y resurrección—, es sangre que se derrama para el perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que expía los pecados y trae la paz, la libertad y la salvación, comunicando vida eterna.

Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: «No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!» Y dice san Juan: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros.» Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornando a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.» «El espíritu es el que da vida; las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.» Beber la sangre de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también en el centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo pasa a quien se une a Él en el sacramento de nuestra fe, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos”, dando acceso de nuevo al paraíso.

Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

Esta fiesta nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna con la irrupción del Reino de Dios.

También el rey-sacerdote Melquisedec, figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán, padre de los creyentes, mediando entre Dios y los hombres, y presenta a Dios la ofrenda, alcanzando para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre: alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.

           Que así sea

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Martes 13º del TO

Martes 13º del TO

Mt 8, 23-27

Queridos hermanos:

Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismo y enseñanza, en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: el mar, sinuosa imagen de la muerte; el temporal, figura de la persecución y la tribulación —y que, en Jonás, es Dios mismo quien lo suscita—; el miedo a la muerte, secuela del pecado y signo de “lo viejo”; el temor de Dios, “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo en medio de la travesía, imagen de su muerte; y el despertar, anuncio de su resurrección. Marcos y Lucas hablan de pasar a la otra orilla, a la que Cristo va a conducir a la humanidad entera. En Mc 4,38, el aparente desinterés del Señor se hace ausencia vigilante y provisora.

Cristo va a introducir a los discípulos en el mar y la noche para que tengan el encuentro personal de la fe, única respuesta ante la muerte —por la que todo hombre debe pasar y que se levanta de improviso ante él—. Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar la muerte junto a Él, en apariencia ausente y desinteresado ante sus vicisitudes, y salir indemnes invocando su Nombre. Ante ellos se extiende el mar que es necesario atravesar para constatar que Dios le ha asignado un límite, en donde se desvanece su poder. Con Cristo, la humanidad no perecerá en el mar, sino que, tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo, asida a la mano del Señor, tendida a quien lo invoca.

En medio de este mar, los discípulos van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”, de la condición humana que los hace esclavos del diablo, de por vida (cf. Hb 2,14s). ¿Dónde está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí, como dirá san Pablo? (2Co 5,17). ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la resurrección y la vida? (Jn 11,25). “Claro que me importa que perezcáis” —viene a decir el Señor—, “y por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte, para vencerla al despertar”. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer estando yo con vosotros y no seáis capaces de confiar plenamente en Dios, abandonándoos en sus manos. Esta experiencia de los discípulos será vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su Nombre. Su fe deberá crecer hasta llegar a aquella otra tempestad de la que habla el Evangelio, en la que, sin preguntar “¿Quién es éste?”, se postrarán ante Él.

También nosotros necesitamos hacer nuestra la experiencia de los discípulos: que el viento y el mar obedecen a aquel que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no perezca ni un cabello de nuestra cabeza y, con nuestra perseverancia, salvemos nuestras almas (cf. Lc 21,18-19).

           Que así sea.

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Lunes 13º del TO

Lunes 13º del TO

Mt 8, 18-22                     

Queridos hermanos:

El Reino de los Cielos requiere cortar con el mundo. Todo se debe posponer para su realización. Ni la familia es un valor absoluto frente a él cuando aparece la llamada a seguir a Cristo, que supondría una precariedad en el desprendimiento, como en las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa. Sólo quien descubre su valor lo sabe apreciar, como decía san Pablo: “Todo lo tuve por basura con tal de ganar a Cristo”.

 Si el cometido del hombre sobre la tierra es conseguir la salvación mediante su incorporación al Reino de Dios, hacerla presente a los hombres a través del anuncio del Evangelio es prioritario respecto a cualquier otra realidad de esta vida.

El amor de Dios es llamada, envío y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos, invitados al seguimiento de Cristo. Toda llamada a la vida, a la fe, al amor y a la bienaventuranza lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento. Pero, siendo miembros de un cuerpo, tenemos distintas funciones que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, del cuerpo, y son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y, en consecuencia, al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que de por sí constituye ya la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que hay que saber distinguir de la llamada de Dios, que está en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para la misión. Es en la misión donde su existencia alcanza su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe posponerse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales y espacio-temporales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Mientras los “muertos” por las consecuencias del pecado continúan enterrando a sus difuntos, los llamados de nuevo a la vida por la gracia del Evangelio, invocando al Espíritu, abren los sepulcros de los muertos y arrancan sus cautivos al infierno.

Nadie puede arrogarse semejante misión, que requiere en primer lugar el haber sido restablecido de nuevo a la vida, para lo cual se necesita escuchar la voz del Redentor que le dice: “Yo soy la resurrección y la vida; ¡tú, ven y sígueme!”

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo, y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poniendo la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a las propias fuerzas, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne, que desea realizarse humanamente a través del éxito, de la estima de los otros, del afecto humano y del bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia. Pero es el hombre quien, libre y diligentemente, debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino a quien lo llama, situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y de las prioridades de la carne.

         La voluntad humana debe dar paso a la de Dios para acoger la llamada, que es siempre iniciativa divina. 

Que así sea.

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Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

Misa de la vigilia: Hch 3, 1-10; Ga 1, 11-20; Jn 21, 15-19.

Misa del día: Hch 12, 1-11; 2Tm 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19.

Queridos hermanos:

Celebramos hoy a estos dos grandes apóstoles que la tradición ha unido por su martirio en Roma. Ambos son instrumentos de elección para fundar y extender la Iglesia hasta los confines del orbe. San León Magno dice que Dios los puso como los dos ojos del cuerpo, juntos y unidos en la cabeza, que es Cristo.

La institución y el carisma se complementan y se necesitan mutuamente, como el sacerdocio y la profecía, presentes a lo largo de toda la Historia de la Salvación. Cristo es sacerdote y profeta para el mundo, como lo fue también para Israel, y por Él, también la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, comparte su misión. Pedro y Pablo nos hacen visible, de forma muy especial, este doble aspecto de la misión de Cristo y de la Iglesia. Al interior de la Iglesia, de la que Cristo es cabeza, Dios suscita la jerarquía para gobernarla y santificarla, y los carismas para renovarla. Esta fiesta, por tanto, viene a iluminar nuestra llamada en función del mundo y también al interior de la Iglesia, a través de estos dos grandes apóstoles.

Ambos conocieron el amor y el perdón de Cristo como nosotros: uno al negarlo y el otro al perseguirlo, y ambos le amaron también hasta la entrega de su vida.

Ambos encontraron la Verdad que es Cristo; predicaron lo que habían conocido, vivieron lo que predicaron y murieron por la Verdad que habían recibido, amando a Cristo. Sus vidas son todo un programa para nosotros, llamados a conocerle por la fe, vivir por Él, anunciarle y perder por Él nuestra vida.

Como dice san Pablo: “Nuestros padres bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo” (1 Co 10, 1-4). Pedro, por inspiración de Dios, va a recibir el primado en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret, fe sobre la que se cimentará la Iglesia: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.” Además, recibirá de Cristo la promesa del gobierno de la misma Iglesia, que le será confiado cuando haya profesado su amor a Cristo, ratificado por tres veces (Jn 21, 15-19).

Pablo recibirá del Señor la fe, la misión y las gracias necesarias para el combate que lo conducirán a la meta de la vida eterna, derramando su sangre como sacrificio (cf. 2 Tm 4, 6-7), a través del camino de los gentiles (cf. Ga 1, 16).

Nosotros podemos celebrar con estos santos la misericordia del Señor, que no mira la condición de las personas y que vence las miserias humanas, por grandes que sean, en quienes acogen su gracia y su perdón, arrebatándolos para la regeneración de los hombres.

El amor no desespera nunca de la salvación de nadie, porque las aguas impetuosas de la muerte no lo pueden vencer. La negrura del pecado se desvanece al sumergirse en la claridad inmensa del Amor. Donde abundó el pecado, sobreabundaron la gracia y la misericordia infinitas del Señor.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Inmaculado Corazón de la Virgen María

El Inmaculado Corazón de la Virgen María

Is 61, 9-11; 2Co 5, 14-21; Lc 2, 41-51

Queridos hermanos:

Esta festividad, instituida por Pío XII en el año 1944, acompaña desde entonces a la del Corazón de Jesús, evocando así la unión de los corazones de Jesús y María, inseparables desde que el Verbo se hizo carne en el seno de la Virgen. Esta fiesta nos ayuda a contemplar las gracias con las que María fue adornada, que nos llevan a rendirle un culto de hiperdulía por su santidad incomparable, siendo madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo.

Todo en María nos remite al amor de Cristo, como expresa el Evangelio de las bodas de Caná al decirnos: “Haced lo que él os diga”, y siguiendo su ejemplo de “guardar y meditar su palabra en su inmaculado corazón”. Ella, es dichosa por haber creído cuanto le fue anunciado de parte del Señor.

De su Inmaculada Concepción procede su Inmaculado Corazón, redimido el primero en vista de los méritos de Cristo y en orden a su llamada a dar a luz al Salvador del mundo.

El evangelio de hoy nos presenta a la Madre comenzando a vislumbrar el resplandor de la espada que atravesará su alma, separándola por tres días del Hijo de su amor, hasta reencontrarlo de nuevo en la casa del Padre, a la que también ella será asunta y donde permanecerán inseparables sus corazones: el Sagrado, del Hijo, y el Inmaculado, de la Madre.

También nosotros estamos implicados en esta conmemoración, que nos llama a la esperanza de ver realizarse en nosotros este misterio de salvación, por el cual el Hijo se ha encarnado y la Madre ha sido preservada de todo mal.

Dichosos también nosotros, que creemos lo que nos ha sido anunciado de parte del Señor: que el Espíritu Santo descendería sobre nosotros, cubriéndonos con el poder del Altísimo para engendrar en nosotros un Hijo de Dios. Nuestra pobreza, ante el don de Dios, no será impedimento para su voluntad ni para su promesa, como tampoco lo fue la pequeñez de María, su esclava, porque nada es imposible para Dios. 

           Que así sea.

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Sagrado Corazón de Jesús C

Sagrado Corazón de Jesús C

Ez 34, 11-16 ; Rm 5, 5-11; Lc 15, 3-7

Queridos hermanos:

Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. El Sagrado Corazón de Jesús es un símbolo muy importante en la fe. Representa el amor y la compasión divina de Cristo hacia la humanidad, siendo un recordatorio de su sacrificio de amor por todos. Históricamente, ha sido una devoción popular, promovida por visiones como las que tuvo Santa Margarita María de Alacoque en el siglo XVII, enfatizando la importancia de la Eucaristía y la reparación por los pecados. La fiesta se celebra el viernes después del Corpus Christi y es el momento clave para esta devoción.

En el Evangelio de Mateo se refleja la invitación de Jesús a encontrar descanso y consuelo en Él. Es una llamada profunda a la confianza y a la fe, ofreciendo alivio a quienes se sientan sobrecargados por las dificultades de la vida.

Es una invitación poderosa a encontrar paz en medio de las pruebas, y refleja la compasión y el amor incondicional que el Señor ofrecía a todos, invitando a hallar guía y descanso en la humildad y mansedumbre de su corazón. Nos anima al sosiego a través de su humildad y mansedumbre, y a aprender de su ejemplo de amor.

Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (siglo XII), y más tarde con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 cuando comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque.

Clemente XIII, en 1765, permite a los obispos polacos establecer la fiesta en esta fecha, el viernes siguiente a la octava de Corpus Christi; pero será Pío IX, en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después, León XIII consagrará al Corazón de Jesús todo el género humano. Pío XII, el 15 de mayo de 1956, publica su encíclica Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

En esta solemnidad, la liturgia de la Iglesia nos lleva a contemplar el amor misericordioso de Cristo, Buen Pastor, que por nosotros ha dejado a las noventa y nueve en el cielo y ha venido a buscarnos; amor por el que ha padecido la pasión, derramando su sangre, y por el que su costado fue traspasado por la lanza del soldado, manando sangre y agua. Los Padres han visto en esto una figura de los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo, que fundan la Iglesia y la sostienen en medio de las dificultades de la vida cristiana.

La clave de lectura de toda la creación, de toda la historia de la salvación y de la redención realizada por Cristo es el amor de Dios. Pero el amor no es una cosa meliflua, sino la donación y la entrega que lo hacen visible en la cruz de Cristo, por la que el Buen Pastor sale en busca de la oveja perdida: “Mi alma está angustiada hasta el punto de morir”; esto es: “¡Muero de tristeza y de angustia por ti!”. Esas son palabras de amor en la boca de Cristo, que se hacen realidad en su entrega.

La Eucaristía viene a introducirnos en este corazón abierto de Cristo, que nos baña con su amor, haciéndonos un solo espíritu con Él.

            Que así sea.

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Jueves 12º del TO

Jueves 12º del TO

Mt 7, 21-29

Queridos hermanos:

En continuación con el evangelio de ayer, el Señor nos dice hoy que, para entrar en el Reino, se necesita hacer su voluntad y que no bastan las palabras. Ya decía san Agustín que no basta creer que Dios existe y que sus palabras son verdaderas; hay que hacer lo que dice. Hemos escuchado que “si alguno oye mis palabras y no las pone en práctica, será grande su ruina”. Una apariencia de fe y de cercanía al Señor, e incluso el haber hecho milagros, no les servirá de nada a quienes se hayan obstinado en el mal. Sus obras de iniquidad no las ha engendrado Dios, sino el diablo, y tendrán que escuchar la sentencia del Señor: “¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!”

La Palabra nos pone delante de las consecuencias que debe asumir todo hombre, según haya conducido su vida. Dios no ha dejado al hombre en la precariedad de encontrar la sabiduría necesaria que le ilumine y le capacite frente a sus limitaciones, sino que le ha revelado el camino de la sabiduría que conduce a la bienaventuranza del Reino de Dios. La Escritura habla de dos caminos opuestos: de vida y de muerte, ante los cuales el hombre debe optar. El hombre puede hacer de su vida una bendición o una maldición, según siga o no los caminos que le presenta el Señor; según crea, escuche su voz y obedezca a su Palabra. A este adherirse a los caminos de Dios, siguiéndolos, responde lo que llamamos fe.

El Señor nos llama a una vida eterna, y por eso necesitamos poner unos cimientos sólidos a su edificación, de manera que estén apoyados sobre la roca firme que es Cristo, voluntad salvadora del Padre. Así resistirá los embates de las contrariedades. Isaías habla de una ciudad que es fuerte porque la habita un pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). Es lo que dice el Evangelio: en el Reino entrará un pueblo que pone en práctica las palabras del Señor, y no unos oyentes olvidadizos. No los que dicen “Señor, Señor”, sino los que hacen la voluntad de Dios, que es siempre amor.

Para entrar en su Reino es necesaria la justificación que se obtiene por la fe en Cristo, mediante la cual entramos al régimen de la gracia. Dios, en efecto, no solo ha mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente sobre el abismo abierto por el pecado. Por la fe reconocemos a Cristo como el Señor, que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas para obrar según su voluntad, en la justicia. No son las obras de la ley de Moisés, sino las de la justicia que procede de la fe las que nos abrirán las puertas del Reino.

Así, por la obediencia de la fe alcanzamos la salvación. La fe sin la obediencia está vacía y arriesga a que nuestros afanes terminen en el más estrepitoso fracaso. La obediencia a Dios consiste en escuchar a quien nos quiere bien y ha puesto en juego la vida de su Hijo en favor nuestro. La obediencia es el amor que da contenido a nuestra respuesta: al amor con el que Dios nos justifica, borrando nuestros pecados. Amor con amor se paga, como se suele decir.

El corazón debe, pues, estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad, y no solo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

Con frecuencia, nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre a la voluntad de Dios, que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian. Por eso la incidencia de la Palabra de Dios en nosotros es débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

Como decíamos ayer, las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Solo en sus acciones se muestra la verdad de la persona, como decía san Juan Pablo II en Persona y acción, y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores”, como dice la sabiduría popular.

La Eucaristía viene en ayuda de nuestra debilidad, como alimento sólido en medio de la travesía del desierto de nuestra vida; como alianza frente al enemigo, y como refugio en medio de las inclemencias de la existencia.      

           Que así sea.

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Miércoles 12º del TO

Miércoles 12º del TO

Mt 7, 15-20

Queridos hermanos:

Si profeta es el que habla en nombre de Dios, el falso profeta, aunque pretenda hablar en su nombre, en definitiva lo hace en nombre del diablo, mentiroso y padre de la mentira, que le inspira la falsedad por la maldad con la que ha llenado su corazón. Del corazón, como dice la Escritura (cf. Mt 15,19; Mc 7,21s), salen las intenciones malas y todas las perversidades que contaminan al hombre, y que el Evangelio de hoy denomina “sus frutos”. San Lucas añade: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca” (Lc 6,45).

Hemos escuchado que los falsos profetas se disfrazan de ovejas; su disfraz es su hipocresía y sus palabras, que, aun apareciendo en ocasiones como buenas, tratan de engañar a quienes se dejen seducir por ellas. Por eso, en estos casos, dirá Jesús: “Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen” (Mt 23,3).

La persona está llena de fantasías, ilusiones y deseos, pero su verdad se manifiesta en sus actos conscientes y libres, que la definen y la construyen. Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8,14).

El corazón debe estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no solo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

Con frecuencia, nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y, con dificultad, se abre a la voluntad de Dios, que es siempre amor y fortaleza para quienes en Él se refugian. Por eso, la incidencia de la Palabra de Dios en nosotros es, con frecuencia, débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

Las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Solo en sus acciones se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II en Persona y acción, y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores”, como dice la sabiduría popular.          

           Que así sea.

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Natividad de San Juan Bautista

Natividad de San Juan Bautista

Misa de la vigilia: Jr 1, 4-10; 1P 1, 8-12; Lc 1, 5-17.

Misa del día: Is 49, 1-6; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80.

Queridos hermanos:

Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer: a Elías, al último mártir y profeta del A.T.; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo y único santo cuyo nacimiento celebra la Iglesia —a excepción de la Virgen María—, pero de quien había afirmado Cristo en su testimonio que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.

Juan viene a inaugurar el Evangelio con su predicación (Hch 1,22; Mc 1,1-4). Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias. Como su nombre indica, el ministerio de Juan Bautista anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable”, para que el hombre vuelva a Él. La conversión, como sabemos, es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador. Ahora, la fidelidad a Dios de los “padres” puede llegar al corazón de los hijos. Es tiempo de reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a Él con gozo, porque: “Al volver vienen cantando”.

Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de su acogida del enviado del Padre como su precursor, y en eso consiste la justicia de los justos ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos al rechazarlo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces, sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

«Vino para ser testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta” no es solo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que con una misma palabra designamos al siervo y al cordero. Ambos toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan, en medio de las aguas del Jordán, quién es su Elegido: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Ya en tiempos de Noé, sobre las aguas mortales descendió una paloma, pero regresó sin encontrar a nadie digno sobre quien posarse para dar vida a la nueva humanidad. Ahora, el Espíritu, que se cernía sobre las aguas ya en la primera creación, se posa sobre Cristo para que de las aguas de la muerte surja de Él la Nueva Creación.

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores —y más que precursores— suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.         

Que así sea.  

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Lunes 12º del TO

Lunes 12º del TO 

Mt 7, 1-5

Queridos hermanos:

Detrás de esta palabra hay una afirmación clara: todos somos pecadores y hemos alcanzado misericordia por puro don gratuito de Dios. Lo que pretendemos corregir en los demás forma parte de nuestros propios defectos. La paja en el ojo del hermano está también en nuestro propio ojo, pero además tenemos la viga de nuestra falta de caridad. Nuestra visión es defectuosa, porque carece de la luz necesaria de la caridad, que disculpa al pecador, porque “la caridad todo lo excusa” y no lleva cuentas del mal (1 Co 13,7). Lo que creemos luz en nosotros no es sino tinieblas. Los hombres necesitan más de nuestra oración que de nuestra reprensión. Si en nosotros no brilla la caridad, más nos vale preocuparnos por buscarla para poder ver, antes de corregir a los demás, si no queremos ser guías ciegos y arrastrarlos cayendo con ellos en el hoyo.

La caridad corrige en nosotros nuestras miserias y disimula las de los demás. Cuando se echa en falta, se engrandecen las carencias ajenas y se disminuyen las propias, lo cual nos impulsa a juzgar y corregir en los demás lo que deberíamos limpiar en nosotros. El problema principal no son las “briznas” de las imperfecciones propias y ajenas, sino las “vigas” de nuestra falta de caridad. Nos resulta más fácil sermonear al hermano que ayunar o levantarnos en medio de la noche a rezar por sus pecados.

Sobre nosotros pende una acusación. Somos convictos de pecado, acusados en espera de sentencia. En Cristo, Dios ha promulgado un indulto al que necesitamos acogernos, y en lugar de eso, nos erigimos en jueces y nos resistimos a conceder gracia a los demás. El Señor llama a esto hipocresía, y nos invita a elegir el camino de la misericordia, que somos los primeros en necesitar. Si Dios ha pronunciado una sentencia de misericordia, en el “año de gracia del Señor”, ¿quiénes nos creemos nosotros para convocar a nadie a juicio poniéndonos por encima de Dios? Si la Ley es el amor, tiene razón el apóstol Santiago cuando dice que quien juzga se pone por encima de la Ley, y por tanto, no la cumple.

Si nos llamamos cristianos, debemos comprender que es más importante tener misericordia que corregir las faltas ajenas y juzgar a quienes las cometen, en lugar de estar dispuestos a llevar su carga por amor, como Cristo ha hecho con las nuestras. Más importante que denunciar es redimir. Esto no impide que, ante ciertos pecados graves, haya que reprender a solas al hermano, por amor, tratando de ganarlo, como dice el Evangelio (Mt 18,15; Lc 7,3). Ama y haz lo que quieras: tanto si corriges como si callas, lo harás por amor.

En la Eucaristía, Cristo se nos entrega y nos invita a vivir lo que tomamos de esta mesa: perdón y misericordia; amor.

Que así sea.

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Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C

 

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C

Ge 14, 18-20; 1Co 11, 23-26; Lc 9, 11-17

Queridos hermanos:

Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el papa Urbano IV la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, solo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV, y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pío IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua —muerte y resurrección—, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que expía los pecados y trae la paz, la libertad y la salvación, comunicando vida eterna.

Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!”. Y dice san Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”. Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre —dice Jesús—: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo». «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él». «El Espíritu es el que da vida; las palabras que os he dicho son espíritu y son vida». Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también en el centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos”, dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice san Pablo: “Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros” (1 Co 12,27).

            Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, ¡cuánto más la realidad de la Verdad plena dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana!

            El rey sacerdote Melquisedec —figura de Cristo— bendice a Dios y a Abrahán, padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres en la fe de Abrahán.

        Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 11º del TO

Sábado 11º del TO 

Mt 6, 24-34

Queridos hermanos:

Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, el amor de Dios queda obnubilado en nuestro corazón, como le ocurre al pueblo. Y si Dios se eclipsa en nuestra vida, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y, en consecuencia, a atesorar dinero. El problema está en que el atesorar implica inexorablemente al corazón y mueve sus potencias —entendimiento y voluntad— de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. Por eso: “Sea el Señor tu delicia y Él te dará lo que pide tu corazón”.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso, el que ama el dinero tiene en él su corazón, y a Dios no le deja más que unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido: cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por medio del profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Enriquecerse y atesorar sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, y en quien las riquezas no se corroen ni los ladrones socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. “Conversio a Deo, aversio ad creaturam”, diría santo Tomás. Al llamado joven rico de la parábola, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega y limosna, pero prefiere atesorar riqueza.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra, se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados porque tiene unas necesidades; pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural, cuya finalidad es incorporar al hombre al Reino de Dios. Encontrar y alcanzar esta meta requiere prioritariamente de nuestra intención y dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes, que sostienen la creación entera, confiando en Él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”.

En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor”.

Que así sea.

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Viernes 11º del TO

Viernes 11º del TO

Mt 6, 19-23

Queridos hermanos:

Cuanto dice el Evangelio acerca de la luz podemos referirlo a la inteligencia, a la sabiduría o a la escala de valores que rige nuestros actos. Si lo que impulsa nuestra vida es la necedad del amor al dinero, ¡qué miserable vida nos espera! Sabemos que la luz en la Escritura se refiere al amor de Dios, y el dinero a Mammón, el ídolo por antonomasia; literalmente, dios de fundición, el diablo. Hemos dicho muchas veces que nuestro corazón tiende a atesorar, porque ha sido hecho para ser saciado, y nada puede llenar el vacío que deja en él la ausencia de Dios, consecuencia del pecado.  

Por la experiencia de muerte que todos tenemos como consecuencia de la caída, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y, en consecuencia, a atesorar bienes. El problema está en que el atesorar implica inexorablemente al corazón, moviendo sus potencias: entendimiento y voluntad, de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que solo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón”. 

Por eso, como decía san Agustín, no hay nadie que no ame; el problema está en cuál sea el objeto de su amor. El Evangelio no dice que no hay que atesorar, sino que nuestro tesoro esté en Dios; que nuestra luz sea su amor, que nuestra riqueza sea nuestra caridad y nuestros ahorros, nuestras limosnas.

La lámpara de nuestro espíritu recibe luz de nuestro corazón, que ilumina nuestros pensamientos, palabras y, sobre todo, mueve nuestras acciones, en las que se concretiza el amor. Como dice el refrán: “Hechos son amores”.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso, el que ama el dinero tiene en él su corazón, y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de preceptos, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso, enriquecerse y atesorar solo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna se cambia la maldición del amor al dinero por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la Escritura, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega y limosnas, pero prefiere las riquezas.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra, se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados porque tiene unas necesidades; pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está predestinada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes, que sostienen la creación entera, confiando en Él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”. En el Señor está la verdadera seguridad: “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor”. 

            Que así sea.

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Jueves 11º del TO

Jueves 11º del TO 

Mt 6, 7-15

Queridos hermanos:

En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su misericordia a través de la oración.

Desde la oración de Abrahán, con sus seis intercesiones sólo por los justos y que se detiene en el número diez, hasta la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe, que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

        Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo para salvar a los pecadores por los que Él se entregó.

Hoy, la Palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas del perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del Cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

La oración del “Padrenuestro” habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

       Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo, y para que, de este modo, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos: “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide un sustento a las cosas y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo, y Padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo; Aquel que nos trae el Reino, “Pan vivo”, que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita en el último día. Alimento que sacia, no se corrompe y alcanza el perdón.

Este es el Pan que recibimos en la Eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.   

          Que así sea.

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Miércoles 11º del TO

Miércoles 11º del TO 

2Co 9, 6-11; o 2R 2, 1.6-14; Mt 6, 1-6.16-18.

Queridos hermanos:

A la limosna, la oración y el ayuno, el Señor los llama “vuestra justicia”. La Palabra nos invita a mirar el interior de nuestro corazón para disponerlo a la relación de amor con el Señor en la humildad, purificándolo de la omnipresente vanagloria y de todo afecto desordenado —de uno mismo y de las creaturas—, y disponiéndolo a la comunión con los hermanos a través de la misericordia.

Lo importante no son las penitencias en sí, ni nuestra pureza, sino la unión con el Señor a la que nos dispone “nuestra justicia”; lo importante es que nuestro encuentro con el Señor sea profundo y no superficial o vano. Por eso, la preparación tiene el triple camino del que habla el Evangelio: entrar en nuestro interior dominando la carne, ayudados por el ayuno, y así disponer el corazón en la doble dimensión del amor: a Dios, mediante la oración, y a los hermanos, mediante la limosna.

La ceniza con la que iniciamos cada año la preparación cuaresmal resume, en un signo, la actitud de humildad que, reconociendo la propia precariedad, se abre a la misericordia de Dios acogiendo el Evangelio. El fuego del amor que el Señor ha encendido en nuestro corazón, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que no se apague, añadiéndole la leña de las buenas obras, como dice san Juan de Ávila.

La Palabra de hoy nos presenta los caminos de la conversión al amor de Dios y de los hermanos, que comienzan negándonos a nosotros mismos para vaciarnos de nuestro yo.

Nuestra vida se proyecta hacia la bienaventuranza celeste, consumación de nuestra gozosa esperanza de comunión. Los israelitas en Egipto celebraron el paso del Señor y, con él, hicieron Pascua: de la esclavitud a la libertad. Comenzaba para ellos el desasimiento de los ídolos para preparar sus esponsales con Dios. Su alianza con el Señor los constituía en pueblo de su propiedad y estrechaba los lazos que los unían entre sí en una fe común.

Cristo realizó su Pascua al Padre a través de la cruz, arrastrando consigo a un pueblo sacado de la esclavitud del pecado y unido por la comunión en un solo Espíritu. Y nosotros somos llamados a unirnos a Él en su pueblo, mientras caminamos hacia nuestra Pascua definitiva, de pascua en pascua, en la celebración de la Eucaristía.  

            Que así sea.

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Martes 11º del TO

Martes 11º del TO 

Mt 5, 43-48

Queridos hermanos:

El Señor nos invita hoy a vivir de acuerdo con lo que hemos recibido. Nosotros hemos sido amados con esta perfección divina cuando éramos pecadores y enemigos de Dios, y, si hemos acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario, podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal.

Alguien dijo: “No daña todo lo que duele, pero lo que daña, duele profundamente.” En el libro del Eclesiástico leemos: “El Altísimo odia a los pecadores y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios” (1Co 6, 9-10); pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito y del Espíritu Santo hemos sido llamados a una nueva vida en el amor, que responde a la misericordia recibida con nuestra justicia: “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

Dice san Agustín, comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor son las Sagradas Escrituras. En esta palabra del amor a los enemigos, podemos decir que hemos alcanzado la cima más alta de esos montes, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este amor hay que llegar a odiar la propia vida y a amar a quien nos odia.

Este amor es sobrenatural, divino; la carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo que carne y espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor celestial, es necesario odiar la propia carne, como dice el Señor en el Evangelio: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»

En Cristo hemos sido amados así, y de Él podemos recibir su Espíritu, que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se transforma en: “Sed perfectos, porque es perfecto vuestro Padre celestial”; porque habéis recibido la perfección de la naturaleza divina de vuestro Padre.

Ya que ningún mérito hemos tenido para ser amados así, merezcamos, amando a quienes no lo merecen, para que puedan amar y merecer también ellos. 

Que así sea.

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