Viernes 11º del TO

Viernes 11º del TO

Mt 6, 19-23

Queridos hermanos:

Cuanto dice el Evangelio acerca de la luz podemos referirlo a la inteligencia, a la sabiduría o a la escala de valores que rige nuestros actos. Si lo que impulsa nuestra vida es la necedad del amor al dinero, ¡qué miserable vida nos espera! Sabemos que la luz en la Escritura se refiere al amor de Dios, y el dinero a Mammón, el ídolo por antonomasia; literalmente, dios de fundición, el diablo. Hemos dicho muchas veces que nuestro corazón tiende a atesorar, porque ha sido hecho para ser saciado, y nada puede llenar el vacío que deja en él la ausencia de Dios, consecuencia del pecado.  

Por la experiencia de muerte que todos tenemos como consecuencia de la caída, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y, en consecuencia, a atesorar bienes. El problema está en que el atesorar implica inexorablemente al corazón, moviendo sus potencias: entendimiento y voluntad, de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que solo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón”. 

Por eso, como decía san Agustín, no hay nadie que no ame; el problema está en cuál sea el objeto de su amor. El Evangelio no dice que no hay que atesorar, sino que nuestro tesoro esté en Dios; que nuestra luz sea su amor, que nuestra riqueza sea nuestra caridad y nuestros ahorros, nuestras limosnas.

La lámpara de nuestro espíritu recibe luz de nuestro corazón, que ilumina nuestros pensamientos, palabras y, sobre todo, mueve nuestras acciones, en las que se concretiza el amor. Como dice el refrán: “Hechos son amores”.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso, el que ama el dinero tiene en él su corazón, y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de preceptos, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso, enriquecerse y atesorar solo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna se cambia la maldición del amor al dinero por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la Escritura, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega y limosnas, pero prefiere las riquezas.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra, se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados porque tiene unas necesidades; pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está predestinada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes, que sostienen la creación entera, confiando en Él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”. En el Señor está la verdadera seguridad: “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor”. 

            Que así sea.

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Jueves 11º del TO

Jueves 11º del TO 

Mt 6, 7-15

Queridos hermanos:

En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su misericordia a través de la oración.

Desde la oración de Abrahán, con sus seis intercesiones sólo por los justos y que se detiene en el número diez, hasta la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe, que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

        Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo para salvar a los pecadores por los que Él se entregó.

Hoy, la Palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas del perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del Cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

La oración del “Padrenuestro” habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

       Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo, y para que, de este modo, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos: “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

El mundo pide un sustento a las cosas y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo, y Padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo; Aquel que nos trae el Reino, “Pan vivo”, que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita en el último día. Alimento que sacia, no se corrompe y alcanza el perdón.

Este es el Pan que recibimos en la Eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.   

          Que así sea.

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Miércoles 11º del TO

Miércoles 11º del TO 

2Co 9, 6-11; o 2R 2, 1.6-14; Mt 6, 1-6.16-18.

Queridos hermanos:

A la limosna, la oración y el ayuno, el Señor los llama “vuestra justicia”. La Palabra nos invita a mirar el interior de nuestro corazón para disponerlo a la relación de amor con el Señor en la humildad, purificándolo de la omnipresente vanagloria y de todo afecto desordenado —de uno mismo y de las creaturas—, y disponiéndolo a la comunión con los hermanos a través de la misericordia.

Lo importante no son las penitencias en sí, ni nuestra pureza, sino la unión con el Señor a la que nos dispone “nuestra justicia”; lo importante es que nuestro encuentro con el Señor sea profundo y no superficial o vano. Por eso, la preparación tiene el triple camino del que habla el Evangelio: entrar en nuestro interior dominando la carne, ayudados por el ayuno, y así disponer el corazón en la doble dimensión del amor: a Dios, mediante la oración, y a los hermanos, mediante la limosna.

La ceniza con la que iniciamos cada año la preparación cuaresmal resume, en un signo, la actitud de humildad que, reconociendo la propia precariedad, se abre a la misericordia de Dios acogiendo el Evangelio. El fuego del amor que el Señor ha encendido en nuestro corazón, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que no se apague, añadiéndole la leña de las buenas obras, como dice san Juan de Ávila.

La Palabra de hoy nos presenta los caminos de la conversión al amor de Dios y de los hermanos, que comienzan negándonos a nosotros mismos para vaciarnos de nuestro yo.

Nuestra vida se proyecta hacia la bienaventuranza celeste, consumación de nuestra gozosa esperanza de comunión. Los israelitas en Egipto celebraron el paso del Señor y, con él, hicieron Pascua: de la esclavitud a la libertad. Comenzaba para ellos el desasimiento de los ídolos para preparar sus esponsales con Dios. Su alianza con el Señor los constituía en pueblo de su propiedad y estrechaba los lazos que los unían entre sí en una fe común.

Cristo realizó su Pascua al Padre a través de la cruz, arrastrando consigo a un pueblo sacado de la esclavitud del pecado y unido por la comunión en un solo Espíritu. Y nosotros somos llamados a unirnos a Él en su pueblo, mientras caminamos hacia nuestra Pascua definitiva, de pascua en pascua, en la celebración de la Eucaristía.  

            Que así sea.

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Martes 11º del TO

Martes 11º del TO 

Mt 5, 43-48

Queridos hermanos:

El Señor nos invita hoy a vivir de acuerdo con lo que hemos recibido. Nosotros hemos sido amados con esta perfección divina cuando éramos pecadores y enemigos de Dios, y, si hemos acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario, podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal.

Alguien dijo: “No daña todo lo que duele, pero lo que daña, duele profundamente.” En el libro del Eclesiástico leemos: “El Altísimo odia a los pecadores y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios” (1Co 6, 9-10); pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito y del Espíritu Santo hemos sido llamados a una nueva vida en el amor, que responde a la misericordia recibida con nuestra justicia: “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

Dice san Agustín, comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor son las Sagradas Escrituras. En esta palabra del amor a los enemigos, podemos decir que hemos alcanzado la cima más alta de esos montes, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este amor hay que llegar a odiar la propia vida y a amar a quien nos odia.

Este amor es sobrenatural, divino; la carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo que carne y espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor celestial, es necesario odiar la propia carne, como dice el Señor en el Evangelio: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»

En Cristo hemos sido amados así, y de Él podemos recibir su Espíritu, que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se transforma en: “Sed perfectos, porque es perfecto vuestro Padre celestial”; porque habéis recibido la perfección de la naturaleza divina de vuestro Padre.

Ya que ningún mérito hemos tenido para ser amados así, merezcamos, amando a quienes no lo merecen, para que puedan amar y merecer también ellos. 

Que así sea.

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Lunes 11º del TO

Lunes 11º del TO

2Co 6, 1-10; Mt 5, 38-42

Queridos hermanos:

Hoy el Evangelio nos presenta, dentro del Sermón de la Montaña, las actitudes del “hombre nuevo”, que hacen presente ante todo a Cristo, don de Dios por la fe. Es Él quien no se ha resistido a nuestro mal; quien, ante nuestras ofensas, ha puesto la otra mejilla; quien se ha dejado despojar por nosotros; quien ha sufrido nuestras injusticias sin reclamar para nosotros más que el perdón. Efectivamente, Él es esta fuente de la que mana siempre agua dulce y que, al mal, responde con el bien, como dice san Pablo en la Carta a los Romanos: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.”

Si la Ley ponía límite a la venganza con “el talión”, Cristo anula totalmente la venganza con el amor a los enemigos y con la confianza en la justicia de Dios, que en Él pasa por la misericordia del “año de gracia”, como fruto del Espíritu del Señor que está sobre Él. Así será también en sus discípulos, cuando el amor de Dios sea derramado en sus corazones por el Espíritu que les será dado y que los constituirá en hijos. Por eso, la moral cristiana, más que sublime, es celeste; más que exigente, es radicalmente gratuita.

La gracia es, además, libre y, por tanto, implica responsabilidad. Quien la recibe debe responder con la misma medida del don recibido: “Con la medida con que midáis, se os medirá.” Amor con amor se paga, dice la sabiduría popular. Recordemos la parábola del siervo sin entrañas, que, habiendo sido perdonado, no perdonó a su vez. Dice Jesús: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco mi Padre os perdonará. Al que se le dio mucho, se le pedirá más.”

Por tanto, la Palabra viene a decirnos: “Sed perfectos” en vuestro amor de hijos, con la perfección del amor de vuestro Padre. Sed santos con los demás, como Dios es santo con vosotros, dándoos su mismo amor. No se trata de subir peldaños en el amor, sino de recibir la naturaleza divina del amor. Esta Palabra es Dios mismo: su amor, su naturaleza, que se nos ofrece en Cristo. No siendo solamente discípulos, sino hijos, para testificarlo a los hombres como don gratuito que les está destinado.

Cada cual, en el punto en que lo encuentra hoy la Palabra, es invitado a elevar al Padre de nuestro Señor Jesucristo el canto de nuestra acción de gracias por su Hijo, que se da por nosotros para que recibamos la filiación adoptiva y la Vida eterna, y podamos comunicarla al mundo entero.

“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él.”

           Que así sea.

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La Santísima Trinidad C

La Santísima Trinidad C

Pr 8, 22-31; Rm 5, 1-5; Jn 16, 12-15

Queridos hermanos:

Dedicamos este día a contemplar el misterio de Dios, que nos ha revelado Nuestro Señor Jesucristo al hablarnos del Padre y enviarnos el Espíritu, quien ha guiado a su Iglesia a la verdad completa. Recorremos el camino que va desde la fe en Dios, de la que habla el libro del Eclesiástico (43, 27): “Él lo es todo”, hasta la fe en la Trinidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. No se trata, por tanto, del fruto de la razón y la especulación humana, sino de aquel misterio que el Hijo ha contemplado eternamente, “vuelto al Padre”, como dice san Ireneo, y bajo su mirada, en el Espíritu Santo.

Contemplamos, por tanto, el misterio del amor fecundo del Padre, en el que hemos sido engendrados a su imagen y semejanza, y predestinados a su gloria eterna por amor: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44). Creados para ser santos e inmaculados en su presencia (cf. Ef 1,4).

Contemplamos asimismo un misterio de gracia, por el cual el Padre envía al Hijo a redimirnos, perdonando nuestros pecados, y derrama el amor de Dios en nuestros corazones mediante el don de su Espíritu Santo.

Contemplamos, en fin, un misterio de comunión, que nos alcanza y nos arrastra tras el Señor, al encuentro de nuestros hermanos, por su presencia estable en nosotros, en quienes ha hecho su morada.

Llamados a ser santos, hemos sido santificados por la gracia de Cristo, haciéndonos capaces de entregarnos también nosotros por el bien de nuestros hermanos. 

Esta fiesta fue instituida por el papa Juan XXII en el siglo XIV, y en ella contemplamos a Dios en la intimidad de su amor, que se difunde en la creación y en la redención de la humanidad herida por el pecado. Dios, paternal en caridad, fuerte y cercano, que envía y se entrega por la salvación del mundo.

El Evangelio dice que el Espíritu Santo lleva a los discípulos a la verdad plena. Dios, comienza revelándose a Abrahán y completa su revelación en Cristo, dándose a conocer en su propio Hijo y enviando su Espíritu, que, como dice la segunda lectura, derrama su amor en nuestros corazones.

Esta verdad de Dios uno y trino, origen y meta de todo lo que existe, es completa en cuanto nuestra mente es capaz de aprehender de Él como verdad que ha querido revelar. Pero Dios es mayor que nuestra mente y mayor que cuanto de Él podamos comprender. Un día, como dice san Juan, nuestro conocimiento de Dios será mayor porque “lo veremos tal cual es”, habiendo sido ensanchada nuestra capacidad y colmado nuestro corazón de su amor. Aun entonces, la plenitud de nuestra capacidad no llevará consigo el que lo poseamos totalmente en su infinita grandeza, ni aunque por toda la eternidad nuestra capacidad sea constantemente ensanchada.

A través de la fe comenzamos a ser su pueblo, y Él, nuestro Dios, iniciando la vida divina en nosotros y abriéndonos a una plenitud cada vez mayor en su conocimiento. El Padre envía al Hijo, el Hijo revela al Padre, y ambos envían al Espíritu Santo.

La fe en el Hijo nos revela el amor del Padre, que nos salva y nos une a Él y a los hermanos en la comunión con Él, por el Espíritu.

Dios es, pues, comunidad fecunda de amor que se abre al encuentro con la creatura para abrazarla en la comunión por la entrega de sí, reconciliándola consigo.

Que Dios se nos muestre como comunidad de amor nos revela algo muy distinto de un ser monolítico, solitario y fríamente perfecto y poderoso, que gobierna y escruta todas las cosas desde su impasibilidad inconmovible, como un legislador distante a la espera de un ajuste de cuentas inapelable, como dijo alguien. El amor salvador y redentor de Dios testifica la naturaleza divina que lo hace implicarse con sus criaturas, a las que no solamente concibe, sino a las que se dona, uniéndose a su acontecer de forma total e indisoluble.

El misterio de Dios es, en muchos aspectos, inalcanzable para nuestra mente, pero lo que la Palabra nos hace contemplar es lo que Él mismo ha querido manifestarnos para unirnos a Él: Padre, en Espíritu y Verdad, moviendo nuestra voluntad a amarlo. Contemplamos su misterio de amor, que nos alcanza y nos arrastra tras de sí al encuentro del otro.

Dios se deja conocer por nosotros a través del Hijo de su amor, para comunicarnos su Espíritu, que nos une en su comunión eterna. Por la gracia de Cristo llegamos al amor del Padre en la comunión del Espíritu Santo.

Nuestro origen queda recreado, cancelando nuestra mortal ruptura con el origen amoroso de cuanto existe: misterio de amor omnipotente, de comunión y de gracia, con el que Dios se nos revela íntimamente en el abismo de nuestro corazón.

Profesar la fe en la Santísima Trinidad quiere decir aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo; creer que el Padre y el Hijo vienen al hombre juntamente con el Espíritu y en él habitan; alegrarse de que el cristiano sea templo vivo de Dios en el mundo; vivir en la tierra pero, al mismo tiempo, en Dios; caminar hacia Dios con Dios.

Si todo en la creación tiene como fuerza motriz el amor, que ha sido inscrito en ella por el Creador, del cual ha recibido la existencia, y el amor engendra amor que busca un fruto a través del servicio, ¡cuál no será el amor del Creador por los hombres!

Santo, Santo, Santo; Padre, Hijo y Espíritu. Amén.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 10º del TO

Sábado 10º del TO

Mt 5, 33-37

Queridos hermanos:

La novedad de vida que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente da consistencia a la entera persona en sus pensamientos, palabras y acciones. Se trata de un “hombre nuevo”, regido por la naturaleza divina interiormente, como cumplimiento de la promesa de Dios anunciada por Jeremías: “Escribiré mi ley en sus corazones”.

El hombre antiguo, en su precaria consistencia moral, era impelido a apoyar sus afirmaciones y sus decisiones en la solidez de una autoridad exterior a sí mismo que le proporcionara credibilidad. Por ello, recurría al juramento, invocando una alianza lo más firme posible según el entorno en el que se desenvolvía, ya fuera con elementos de la naturaleza, realidades trascendentes o incluso personales (el cielo, la tierra, el templo, Jerusalén o la propia cabeza), los cuales normalmente entraban bajo el ámbito de la idolatría. Por eso, en el Antiguo Testamento encontramos exhortaciones como estas: “No juraréis en falso por mi nombre: profanarías el nombre de tu Dios” (Lv 19, 12); “Al Señor, tu Dios, temerás, a él servirás y por su nombre jurarás” (Dt 6, 13).

El hombre nuevo, en cambio, apoyándose en el testimonio interior del Espíritu de la Verdad y superada su propia debilidad, puede prescindir completamente del juramento y afirmar lacónicamente: sí, cuando es sí, y no, cuando es no, cuidando de que no contradiga con sus obras lo que afirma con sus palabras. El hombre nuevo no se apoya ni siquiera en su propia persona para jurar, sabiéndose siervo inútil adquirido por el Señor. Todo lo demás, como dice el Evangelio, es un retorno al “hombre viejo”, gobernado por el Maligno, a quien la ley antigua permitía jurar por su debilidad. En Jesucristo, la antigua ley de la imperfección anterior conduce a la plenitud en la nueva ley (cf. San Juan Crisóstomo, en Mateo. 17, 6).

San Hilario comenta: “No les es necesario jurar a los que viven en la sencillez de la fe, porque para ellos lo que es verdad, lo es, y lo que no es verdad, no lo es. Por eso, sus palabras y sus obras siempre son verdaderas”. 

Para san Jerónimo: “La verdad evangélica no necesita de juramentos, puesto que toda palabra fiel es un juramento. Nadie jura frecuentemente sin incurrir alguna vez en juramento falso. Así como aquel que tiene costumbre de hablar mucho, con frecuencia hablará cosas inoportunas” (Seudo-Crisóstomo en Mt 12). Como dice la Escritura: “El que mucho habla, mucho yerra” (Pr 10, 19).

San Agustín concluye: “Os digo, pues, que no juréis en absoluto, no sea que, jurando, vengáis a adquirir el hábito de jurar, porque de la facilidad de jurar se pasa a la costumbre, y de la costumbre al falso juramento” (cf. De mendacio, 15).    

           Que así sea.

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Viernes 10º del TO

Viernes 10º del TO

Mt 5, 27-32

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos sitúa ante la nueva ley del Espíritu, que caracteriza al hombre nuevo, ante la promesa que da sentido a sus acciones sobre la tierra y que, superando la letra, implica el corazón, sede de las intenciones humanas, en el que reina la libertad que da paso al bien o al mal.

El hombre no es un ser lanzado al mundo por el azar, sino amado, creado y predestinado por Dios al amor. Está en el mundo, pero no le pertenece. Para alcanzar su destino glorioso, debe primero vencer el pecado y la muerte que pesan sobre él, y esto solo es posible con la gracia del amor de Dios, que lo redime enviando a su Hijo en Cristo, Evangelio de Dios, Verdad del Padre y Kerigma de salvación.

Sus obras manifiestan al hombre, pero su verdad profunda hay que encontrarla en su corazón. Allí las pasiones dan paso al amor o al odio, a la justicia o al pecado, a la alegría o a la tristeza, al engreimiento o a la humildad, a la ira o a la mansedumbre, a la cobardía o al valor; y se origina la interioridad de la moral personal. No en vano, la Escritura dice que el corazón humano es un abismo. El verdadero combate contra el pecado debe comenzar desde su misma raíz; las ramas, las hojas, las flores y los frutos de las acciones muestran solamente la bondad o la maldad del árbol que reside en su corazón.

La realidad del mundo penetra en el hombre a través de los sentidos y es captada por el entendimiento, que mueve la voluntad, dando paso a sus acciones. Estas se denominan “del hombre” cuando son inconscientes, instintivas o irreflexivas, y la Escritura las sitúa en los riñones; y “acciones humanas” cuando interviene nuestro libre albedrío a través del consentimiento, y que la Escritura sitúa en el corazón (cf. Sal 7, 10; Sb 1, 6+; Jr 11, 20 y 17, 10; Ap 2, 23). Estas acciones humanas, cuando son fruto de la gracia acogida en el corazón por la fe en Jesucristo, en quien el Espíritu Santo derrama el amor de Dios, son santas. Cuando la gracia es rechazada por la incredulidad, estas acciones son pecaminosas. En consecuencia, dice la Escritura que “Dios sondea los riñones y el corazón.”

Lo que capta el ojo, lo asume el corazón y lo ejecuta la mano. La contemplación lleva a la acción, tanto en lo referente al bien como en lo referente al mal. Lo que el mal deseo asume interiormente, la acción malvada lo propaga. Como dirá Jesús: “No es lo que entra, sino lo que sale del corazón lo que hace impuro al hombre.” Es, por tanto, el corazón el que debe ser sanado mediante el don y la presencia del Espíritu, que se recibe por la fe en Cristo y que derrama el amor de Dios en nuestros corazones.

La fe interioriza la religión en el ámbito del corazón, radicándola en el amor. Las acciones pasan a compartir con los deseos las cualidades de los objetos materiales o espirituales que los sentidos captan como bienes y, así, consiguen mover la voluntad. Es el amor, cuando está presente en el corazón, quien discierne el bien o el mal, que, solicitando a la persona exteriormente, puede alcanzarla profundamente. Es el amor quien garantiza la integridad del corazón (Dt 4, 29; 6, 5-6) frente a un corazón doble o dividido por las pasiones (Ge 20, 5).

El perdón, como amor que es, debe serlo “de corazón” (Mt 18, 35). De la misma manera, el adulterio se engendra ya en el corazón (Mt 5, 28). También la fe tiene su sede en el corazón (Rm 10, 10), y es de la dureza del corazón de donde nace el repudio (Mt 19, 8). La circuncisión verdadera es la del corazón (Dt 10, 16). En una palabra, conocer su corazón es conocer a la persona, y mientras el hombre mira las apariencias, el Señor ve el corazón (1S 16, 7).  

             Que así sea.

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Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

A Ge 22, 9-18; Hb 10, 4-10; Mt 26, 36-42

B Jr 31, 31-34; Hb 10, 11-18; Mc 14, 22-25

C Is 6, 1-4.8 ó Hb 2, 10-18; Jn 17, 1-2.9. 14-26

Queridos hermanos:

Hablar de sacerdocio es hablar de intercesión ante Dios mediante un sacrificio, que en Cristo es único y eterno, como lo es su intercesión por nosotros.

La Iglesia renueva constantemente este único sacrificio de Cristo en la Eucaristía, en la que Él sigue ofreciéndose e intercediendo en favor nuestro, presentando ante el Padre sus llagas gloriosas por medio de sus ministros, quienes actualizan el “memorial” de su Pascua a perpetuidad para la edificación del Pueblo de Dios y la salvación del mundo, mediante su adhesión a la Alianza Nueva y Eterna, establecida en la sangre redentora de Cristo en el altar de la cruz.

El Cuerpo de Cristo es entregado y su sangre derramada para el perdón de los pecados, la glorificación del Padre, la consagración y santificación de sus hijos adoptivos, congregados por la fe en Cristo y constituidos en pueblo sacerdotal en función del mundo. 

           En esta fiesta contemplamos el sacerdocio de Cristo, que, como siervo, sacerdote, víctima y altar, se ofrece en sacrificio a sí mismo al Padre en un culto perfecto, según el rito de Melquisedec. En Cristo desciende la bendición de Dios al hombre y sube la bendición del hombre a Dios: eterno sacerdote y rey, que, en el pan y el vino de su cuerpo y sangre, se entrega por los pecados, como dicen las Escrituras:

Dándose a sí mismo en expiación y habiendo ofrecido, por los pecados, un solo sacrificio, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios. No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 2, 17-18; 4, 15).

Cristo es el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos; sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Él penetró los cielos y se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre (cf. Hb 7, 26; 9, 11-12).

En Cristo, el culto ofrecido a Dios a través de los tiempos se hace perfecto, uniéndonos a él a través del memorial sacramental de su Pascua, que es la Eucaristía: cuerpo de Cristo que se entrega; sangre de la Alianza Nueva y Eterna que se derrama. Por ella nos unimos a Jesucristo, al Testigo fiel, al Primogénito de entre los muertos, al Príncipe de los reyes de la tierra, al que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para Dios, su Padre.

Por nuestra unión con él, luz de las gentes, también nosotros recibimos el sacerdocio real en función del mundo, para el que somos incorporados al sacramento universal de salvación. Amor y unidad, que son la expresión de la comunión entre las personas divinas, es lo que Cristo pide al Padre para nosotros. Cuando la comunidad cristiana, la Iglesia, recibe estos dones, aparece visible en el mundo la comunión divina, que lo evangeliza, mostrando que es posible al ser humano la vida eterna por la fe en Cristo.

Entonemos, por tanto, a Cristo el cántico celeste: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y compraste para Dios, con tu sangre, hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos, para nuestro Dios, un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»         

          Que así sea.

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San Bernabé, apóstol

San Bernabé, apóstol

Hch 11, 21-26. 13, 1-3; Mt 10, 7-13

Queridos hermanos:

El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia, que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de acogerlo o rechazarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal, incluida la muerte. Acogerlo implica recibir a quienes lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y al Padre que lo envía.

En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para los hombres, y así José es enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Sin embargo, aun con su poder, sus planes no se realizan por encima de la libertad de los hombres, lo que implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar y, en el caso de Cristo, la incredulidad de los judíos y todos nuestros pecados, que le llevan a la pasión y la muerte.

También sus discípulos, enviados a encarnar la misión del anuncio del Reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no les exime de la libertad de quienes los reciben y, por tanto, de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.

Con todo, queda de manifiesto la importancia del anuncio del Reino, ante el cual todo debe quedar relegado y ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material, a lo espiritual; lo egoísta, al amor.

Esta palabra nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza lleva consigo una misión de testimonio, cuyas raíces son el amor recibido y el agradecimiento. Sin embargo, hay distintas funciones, como corresponde a los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, y que son prioritarias en la vida del que es llamado.

Es la misión la que hace al misionero. Amós es llamado y enviado sin ser profeta. Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo la obra de Dios para saciar la sed de Cristo, que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser testificada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo para ser santos por el amor.

Dios quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en él. Constantemente envía profetas y da dones y carismas que purifican a su pueblo, haciéndole volver a Dios y no quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas.

Cristo es enviado a Israel como “señal de contradicción”. Lo acojan o no, Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios impulsa al hombre a replantearse su posición ante él y así le da la posibilidad de convertirse y vivir.

En estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre, Cristo envía a los anunciadores del Reino, propagando el “Año de gracia del Señor”.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y, en consecuencia, al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas humanas. Solo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la propia existencia, que constituye la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

           Que así sea.

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Martes 10º del TO

Martes 10º del TO

Mt 5, 13-16

Queridos hermanos:

El discípulo es la nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo, a través de su Palabra y mediante la fe. Hemos escuchado en el Evangelio que Cristo lo denomina “sal” y “luz” para mostrar el cometido al que es asociado en la obra salvadora de la voluntad del Padre.

En cuanto la sal conserva las cosas, es signo de estabilidad, durabilidad, fidelidad e incorruptibilidad, como dice el libro de los Números: “Alianza de sal es ésta, para siempre” (Nm 18, 19); cualidades que siempre se buscan en cualquier pacto humano.

Así quiere Dios que el discípulo se presente ante Él en un culto espiritual, que debe sazonarse con la sal, signo de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a Su presencia: “Sazonarás con sal toda oblación que ofrezcas; en ninguna de tus oblaciones permitirás que falte nunca la sal de la alianza de tu Dios; todas tus ofrendas llevarán sal” (Lv 2, 13).

La entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo debe ejercitarse en el amor recibido gratuitamente, precede a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad. El discípulo, que ha sido tomado del mundo y transformado para consagrarse a su servicio, si se separa después de su misión, se sume en la vaciedad y el sinsentido más absolutos: “No es útil ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. El que tenga oídos para oír, que oiga” (Lc 14, 35).

La necesidad de estas cualidades de la sal se ilumina con la sentencia del Evangelio que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia: en efecto, todos han de ser acrisolados en el sufrimiento. “Pues todos han de ser salados con fuego” (Mc 9, 49).

Frente al ardor que toda alteridad debe enfrentar, la sal, como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de paz, como dice el Evangelio según san Marcos: “Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros.” (Mc 9, 50). 

La acción de la sal comienza con el dominio de las palabras. Dicen los sabios que Dios puso doble freno a la lengua: los dientes y los labios, debido a lo dañina que puede ser su falta de control. Sin embargo, la ira se inflama rápidamente, y se requiere la vigilancia del corazón y el bálsamo de la humillación: “Vuestra conversación sea siempre amena, sazonada con sal” (Col 4, 6), con la fortaleza de aceptar el mal sin devolverlo, asumiéndolo con el perdón propio de la caridad.

La acción de la sal continúa con la tolerancia de las injurias y el despojo, como dice San Pablo: “¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más bien despojar?” (1Co 6, 7).

Pero el culmen de la virtud de la sal está en la aceptación del mal del que somos objeto: “Pues yo os digo: no resistáis al mal” (Mt 5, 39).

El Señor ha encendido en el discípulo la luz de su amor, que le ha sacado de las tinieblas y de los lazos de la muerte, dándole la misión de mantenerla encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde Él la ha colocado en su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que a él le ha resucitado y, por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser librado de los lazos de la muerte: “De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida” (cf. 2Co 4, 12).

Esta es la voluntad y la gloria del Padre: que los discípulos demos el fruto abundante de iluminar a los hombres en el conocimiento de su amor, que brilla en el rostro de Cristo, y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.

Pretender armonizar esta vocación y esta elección, que conllevan una transformación semejante y una consagración de estas características, con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción será la tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrán que enfrentarse constantemente: “Seremos como las naciones, como las tribus de los otros países, adoradores del leño y de la piedra” (Ez 20, 32). Ya san Pablo previno de esta tentación a los fieles de Roma: “No os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).

El discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad y atrayente modernidad, travestida de realización humana, cultural y científica. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la mentira”, disfrazado de luminosa sinceridad (cf. 2Co 11, 14). Tentación, en definitiva, de desvirtuar la sal y de ocultar la luz bajo el celemín, ante la que Cristo previene a sus discípulos, advirtiéndoles de la tremenda consecuencia que lleva consigo: “Ser pisoteados por los hombres”.

Cuando contemplamos cómo, en nuestros días, los hombres desprecian a la Iglesia y pisotean sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”. Sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad en el extravío y alejamiento de los hombres, a quienes se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

El Apocalipsis anuncia la aparición de terribles bestias surgidas del abismo que asolarán la tierra en distintas épocas. Pero, ¿podemos afirmar con total convencimiento que ninguna de las causas que gestaron el Cisma de la Iglesia de Oriente, la Reforma protestante o la Revolución francesa son atribuibles, en alguna medida, a la deficiente respuesta de los discípulos a su misión de ser sal de la tierra y luz del mundo?

¿Acaso una medrosa actitud conservadora a ultranza e inmovilista, que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, un hermetismo doctrinal, un ritualismo de ventanas cerradas, que, a fuerza de ir enrareciendo el aire, puede llegar a corromperlo hasta la asfixia, no es un meter la luz debajo del celemín?

Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán” ante la Iglesia, que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no las de una Iglesia agazapada que trata de resistir el furibundo embate de un infierno que ha sido ya vencido en la cruz de Cristo.

Entre ambas tentaciones, conservadora o secularizante, la Iglesia y cada discípulo estamos llamados a discernir el suave y saludable ventear de la brisa del Espíritu, que “sopla donde quiere” sin dejarse predeterminar ni mediatizar en su libérrima voluntad, y sin imponerse con prepotencia y obstinación a nuestra propia voluntad, que ha sido predestinada libre, por el Amor y para amar. A nosotros corresponde la responsabilidad de no extinguir el Espíritu allí donde se manifiesta y de no tratar de enmendar su obra con las obstinadas manipulaciones de nuestra vanidad, en una apertura humilde a la Palabra de Dios, que es: “Lámpara para mis pasos y luz en mi sendero”.        

           Que así sea.

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B. Virgen María Madre de la Iglesia

María Madre de la Iglesia

Ge 3, 9-15.20; o Hch 1, 12-14; Jn 19, 25-34

Queridos hermanos:

El Señor ha formado un cuerpo de carne en el seno de la Virgen María y un cuerpo místico, espiritual, en el corazón de sus discípulos mediante la fe en Él. Jesús es, por tanto, Hijo de María y cabeza de su cuerpo místico. Siendo María la madre de la cabeza, lo es también del cuerpo, que es la Iglesia. Así lo proclamó Pablo VI en el discurso de promulgación de la Lumen Gentium, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio, declarando a María como “Madre de la Iglesia”.

Para formarse un cuerpo en María, el Hijo de Dios asumió en ella y de ella nuestra naturaleza humana. Quiso salvarla del pecado y de la muerte, pisando la cabeza de la serpiente y preservándola del pecado de Adán, al ser Él la descendencia de la “mujer”, como hijo único de María.

Este cuerpo suyo, libre de pecado, que Cristo ofreció al Padre desde la cruz, nos ha obtenido el perdón de nuestros pecados y nos ha adquirido el Espíritu Santo, quien nos hace hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y, por tanto, hijos de María. Así lo expresó desde la cruz, llamando “mujer” a su madre, como nueva Eva, madre de todos los vivientes redimidos por Él, y entregados a ella en la persona del “discípulo” 

Contemplamos, pues, a María, madre, esposa fiel y virgen fecunda, privilegiada ya en su concepción y constantemente unida al Amor, que se hizo cuerpo en ella, tomando de ella lo que tiene de nosotros, excluido el pecado, que no halló en ella porque fue redimida ya en su concepción.

Su corazón maternal, rebosando serenidad y mansedumbre, refleja el de su manso y humilde Hijo, que desde la cruz solo suplicó para sus verdugos el perdón, mostrando piedad. No hay amor más grande que el que ella quiso aceptar de quien lo asumió plenamente, haciéndose así mediadora de su gracia, con la que nosotros fuimos salvados y constituidos en sus hijos al pie de la cruz. Por eso, si hacemos presente a María, la madre amorosa, es para suplicar de su piedad, que nos alcance su fortaleza en el amor a Cristo y su sometimiento a la voluntad del Padre, que nos dio a su Hijo.

El discípulo es llamado hijo de la “mujer”, que es madre de todos los vivientes, renacidos a nueva vida por la fe, que los hace hermanos de su Hijo único y que son uno en Él, de manera que, desde entonces, en ellos lo ve a Él. De hermana suya, en su naturaleza, ha llegado a ser su madre en la dignidad de su elección. Gran misterio en el que un Hijo elige a su Madre, santificándola de antemano y compartiéndola después con sus hermanos adoptivos, elegidos y salvados también ellos por su gracia.

Concluyamos, pues, con san Bernardo nuestra breve contemplación de María, nuestra Madre y Madre de la Iglesia: "Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola, no te desesperarás. Y, guiado por Ella, llegarás segura y felizmente al Puerto Celestial."

           Que así sea.

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Domingo de Pentecostés C (misa del día)

 

Domingo de Pentecostés C (misa del día)

Hch 2, 1-11; Rm 8, 8-17; Jn 14, 15-16.23b-26

 

Queridos hermanos:

 

Conmemoramos la efusión del Espíritu Santo que narra san Juan cuando Cristo resucitado sopla sobre los apóstoles, y la manifestación solemne que san Lucas presenta en los Hechos de los Apóstoles, como nacimiento de la Iglesia al recibir su alma desde lo alto. Con la fuerza del Espíritu comienza el anuncio de la Buena Noticia a todas las gentes, que se reúnen en un solo corazón.

En este domingo, la palabra está llena de contenido. Aparece la comunidad cristiana unida por el amor, como consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo: los discípulos, incorporados a la comunión del Padre y el Hijo, reciben el Espíritu Santo, el don de la paz y la alegría, y son investidos del “munus” (misión-potestad) de Cristo para perdonar los pecados, incorporando así a los hombres a la comunión con Dios. Esta será su misión: comunicar el amor de Dios que les ha alcanzado en Cristo.

Guiada por el Espíritu, la Iglesia es conducida al conocimiento profundo del Misterio de Cristo y permanece atenta a sus inspiraciones. Por él, los fieles claman a Dios: «¡Abba!, Padre», y proclaman a Cristo como Señor. Él adoctrina a los apóstoles, inspira a los profetas, fortalece a los mártires, instruye a los maestros, une a los esposos, sostiene a los célibes y a las vírgenes, consuela a las viudas y educa a los jóvenes. De él proceden la caridad y todas las virtudes.

Mediante el don del Espíritu, el hombre tiene acceso al Reino de Dios, es constituido miembro de Cristo, unido a su misión y fortalecido ante las adversidades.

La obra de Cristo en nosotros ha comenzado por suscitarnos la fe y concluye con el don de su Espíritu. Él será quien guíe la existencia y la misión de los discípulos, unidos definitivamente a Cristo.

Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que, a través del Espíritu, recibamos la vida nueva: para nosotros, eterna en Dios, fruto de la comunión de su amor: «Un solo corazón, una sola alma, y unidos en la esperanza de la fe, que obra por la caridad.» Así, al visibilizar el amor que derrama en nosotros el Espíritu Santo, testificamos la Verdad que se nos ha manifestado y el mundo es evangelizado para alcanzar la salvación.   

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Vigilia de Pentecostés

Vigilia de Pentecostés

Ge 11, 1-9; Ex 19, 3-8.16-20; Ez 37, 1-14; Jl 2, 28-32 (3, 1-5); Rm 8, 22-27; Jn 7, 37-39

Queridos hermanos:

A lo largo de la historia, valiéndose de las Escrituras, Dios ha ido desvelando su voluntad de restablecer su plan de comunión eterna con Él en la gloria para toda la humanidad. El Hijo eterno del Padre será el encargado de manifestarla y llevarla a cumplimiento: primeramente en su propia persona encarnada, siendo “Dios con ellos”; y después participándola, siendo “Dios en ellos” por el don de su Espíritu Santo, con la misión de convocar a toda la humanidad a participar en su plan divino de instaurar su Reino eterno.

Los primeros discípulos serán introducidos progresivamente en el conocimiento de este plan de salvación, que dará a luz una “nueva creación”, llamando a la humanidad entera a incorporarse al Reino de Dios.

Hoy conmemoramos el acontecimiento de la manifestación solemne del Espíritu, con el que nace la Iglesia como pueblo, cuerpo de Cristo y Reino de Dios. Israel fue liberado de Egipto en la Pascua y constituido como pueblo en la alianza del Sinaí, que recordamos en Pentecostés. De igual modo, la humanidad redimida en la Pascua de Cristo, mediante la recepción del Espíritu, es constituida en pueblo de Dios el día de Pentecostés.

En los sequedales del desierto del corazón humano, que se ha separado de Dios por el pecado, el Señor ha colocado la Roca, que es Cristo, de cuyo seno brotan los torrentes de agua viva del Espíritu, como aquellos que vio Ezequiel en el Templo. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad. Para beber de esta agua, es necesario creer en Él: “Beba el que crea en mí”.

El que bebe del agua del Espíritu queda saciado por la fe en Cristo, quien, a su vez, se convierte en fuente de aguas que brotan para vida eterna y que sacian a otros. De la misma manera que al recibir la luz del Espíritu el discípulo se convierte en luz, al recibir el agua viva se convierte en fuente de la que brotan torrentes de agua, como del seno del Salvador, para quien permanece unido a Él con fidelidad.

El hombre, sumergido en la insatisfacción profunda de su corazón y alejado de Dios a causa del pecado, es empujado a una búsqueda incesante de sí mismo y de Dios, en una sed insaciable que lo frustrará continuamente hasta que el “agua viva” del Espíritu sea derramada en su corazón. Su deseo de alcanzar la gloria y la comunión humana lo lleva a la gran confusión de Babel, que narra el libro del Génesis. De esta ansia han surgido religiones, cultos, magias y supersticiones, en medio de claridades y tinieblas, sin distinguir tantas veces entre dioses y demonios. Será Dios mismo, acercándose al hombre, quien lo conducirá a la comunión con Él y al encuentro con su propia identidad, revelándole su incapacidad de dar vida a sus huesos calcinados. Solo Dios, con el rocío de su Espíritu, puede vivificar los áridos despojos de quien, sediento, acude a Cristo y cree en Él.

Solo la revelación de Dios por su Palabra puede separar la luz de las tinieblas en el corazón humano, purificándolo para hacerlo digno de la presencia del Espíritu, como fuente de aguas vivas y fuego devorador que lo fecunda en el amor y lo purifica siete veces. La efusión del Espíritu dará cumplimiento a la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días.»

Toda carne será empapada de vida y bautizada en el Espíritu. Esta es la profecía que toda la creación ansía con angustiosa espera: comunión con Dios y con todos los hombres.

Como dice la Escritura: «¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú, Señor, no le das la sabiduría y le envías tu espíritu santo desde el cielo?» (Sb 9,17).

Efectivamente, la acción del Espíritu Santo será siempre protagonista en la Nueva Creación, como nos dice la Escritura.

En la gestación de Cristo, María estaba desposada con José y, antes de comenzar a vivir juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Así se lo anunció el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.» Así se lo confirmó el ángel a su esposo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo.»

Nosotros, por nuestra parte, aguardamos la promesa del Bautista referida a Cristo: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» Se lo había dicho el Señor: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo.» Él mismo fue anunciado a su madre por el ángel, que le dijo: «Será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre.» Así, cuando fue visitada por María, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno. ¿De dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

En la presentación del Señor: Simeón era un hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y en él estaba el Espíritu Santo. El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.

En el bautismo del Señor: «Se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado.” Después, Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto. Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder.

También en su vida pública: «Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.”

Del mismo modo que el Espíritu estaba en Cristo, estará en sus discípulos, y él mismo se lo entregará: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue levantado a lo alto. Los discípulos se llenaban de gozo y del Espíritu Santo.

Desde entonces, el Espíritu estará siempre en la Iglesia y acompañará a quienes predican el Evangelio: «Las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria, pues se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo. El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la palabra.»

El Espíritu asistirá y designará a los apóstoles: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas indispensables. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su propio Hijo.»

San Pablo aseguraba: «El Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.»

Guiando la evangelización: «El Espíritu Santo les había impedido predicar la palabra en Asia.»

De la misma manera había conducido a los profetas: «Nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.»

Podemos comprender ahora la diatriba de Jesús: «Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.»

Por último, estará presente también en las persecuciones: «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo. Como dice el Espíritu Santo: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones; el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»

Acudamos, pues, a la Fuente que brotó en Pentecostés y no deja de manar agua, aunque nosotros sigamos sedientos. Invoquemos al Viento impetuoso que sopla donde quiere, para poder discernir su camino y ser arrebatados por Él. Abracemos al hermano en el amor de este Fuego, que funde toda dureza y frialdad.         

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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