Sábado 4º de Cuaresma
Jr 11, 18-20; Jn 7, 40-53
Queridos hermanos:
El Señor ha sido
enviado para alcanzarnos el agua viva del Espíritu. Solo en quienes han
comenzado a creer, empiezan a revelarse, de fe en fe, los misterios del reino
de Dios en Cristo: el Profeta esperado, el Mesías prometido, el Siervo del
Señor y el Hijo de Dios. Envuelto en el misterio de las Escrituras, únicamente
el Espíritu Santo puede desvelar y unificar, testificando a nuestro espíritu
aquello que solo el amor puede discernir: ¡Es el Señor!
Es natural que surjan
dudas, como las tuvo Natanael, “el verdadero israelita en quien no hay engaño”.
Sin embargo, solo la buena fe apoyada en su benignidad busca e indaga,
esperando la confirmación interior del testimonio, de las palabras y los
acontecimientos. En cambio, la mala fe, que se revela ante la llamada a
conversión del “Profeta”, lo rechaza sin discernimiento e incluso lo insidia
para perderlo. Sin embargo, Dios no permitirá esto hasta que haya concluido su
ministerio y haya finalizado el tiempo favorable para la conversión de los
incrédulos.
Mientras la gracia de
la escucha ilumina a los guardias del Evangelio, dándoles parresía, se endurece
el corazón de quienes cierran su oído a la Palabra, incapacitándolos para creer
y ser curados. Ni la letra de la ley ni su conocimiento salvan sin el testimonio
del Espíritu, que escribe sus preceptos en las tablas espirituales del corazón
humano por la fe. La gracia no hace acepción entre guardias y magistrados,
entre eruditos y gente sencilla; no depende de lo externo de la condición
humana, sino del tesoro escondido del corazón que solo Dios conoce. También el
dubitativo Nicodemo, en quien la gracia está actuando, recibe la fortaleza
necesaria para testificar.
El discernimiento no
procede de la erudición de la letra, sino de la sintonía del corazón con la
Palabra, cuyo espíritu es el amor. Y el amor no defrauda nunca, porque el amor
es de Dios.
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