Lunes de la octava de Pascua
Hch 2, 14. 22-32 ; Mt 28, 8-15
Queridos hermanos:
Es muy importante que la Iglesia, desde
el primer día después de la Resurrección, lo primero que hace, a través de la
liturgia, es presentarnos su misión: anunciar el Evangelio, sobre todo con el
testimonio del amor. Recibido el anuncio de los ángeles, las mujeres son las
encargadas de llevarlo a la Iglesia. Con el anuncio del Evangelio, el Señor va
formando la comunidad de los creyentes, que es su esposa, a la cual le es
permitido abrazarse a sus pies.
“Seré en tu boca”, dijo el Señor a
Moisés. Como él, también la Iglesia, enviada por Dios al mundo entero, hará
presente al Señor en la predicación, ya desde los comienzos, aun antes de
recibir el Espíritu, que completará el testimonio de su amor mutuo. Los hombres
verán entonces a Dios en la vida y en la boca del enviado: “Yo seré en tu boca,
estaré contigo y me manifestaré”.
Galilea es el lugar donde todo comienza:
el primer encuentro con Cristo, el lugar de la llamada y de la promesa de la
misión. Allí, la relación con el Señor se ha hecho cercana y personal; se ha
hecho camino, seguimiento en su compañía cada vez más íntima, a la escucha de
la Palabra. Allí, los discípulos han sido amaestrados, y Cristo se ha dejado
conocer por ellos. Allí han comenzado a amarle. Galilea es también la frontera
desde la que Israel se abre a las naciones, «Galilea de los gentiles», y es el
paradigma de la predicación, en la que los discípulos verán a Cristo que los
acompaña y actúa con ellos: “Irá delante de vosotros a Galilea; allí le
veréis”. Jesús ha terminado su misión entre las ovejas perdidas de la casa de
Israel, y ahora toca a sus discípulos llamar a los gentiles, pues van a ser
enviados a las naciones. Es la hora de la Iglesia que vemos en la primera
lectura comenzando el testimonio de la predicación: ¡Cristo ha resucitado!
Constituido Señor con poder.
En el Evangelio vemos que el anuncio del
ángel pasa a la Iglesia, como pasó antes a la Virgen María. Y tan irregulares
como lo fueron dos mujeres para testificar en Israel, lo será la Iglesia que se
abre a los gentiles. Lo que no fue concedido a María Magdalena sola, porque
abrazarse a los pies era privativo de la esposa: “No me toques, que todavía no
he subido al Padre”, le es concedido en compañía de las otras mujeres; le es
concedido a la comunidad, a la Iglesia, esposa de Cristo, presente en las mujeres
enviadas a testificar la resurrección a los discípulos: “Ellas, acercándose, se
asieron de sus pies y le adoraron”.
Cristo mismo confirma a las mujeres, a
quienes el amor ha llevado al sepulcro en su busca, en su misión ante los
discípulos: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán».
Es curioso que el Evangelio nos relate
que, ya desde el comienzo, la mentira tenga, mediante la seducción del dinero,
sus propios propagadores. Lutero mismo se sorprendía, en su momento, de las
“alas” con las que se propagaba su rebelión. ¿Cuál no deberá ser nuestro celo
en la misión, habiendo sido constituidos heraldos de la Verdad del amor
misericordioso del Padre, en Jesucristo?
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