Jueves 5º de Cuaresma
Ge 17, 3-9; Jn 8, 51-59
Queridos hermanos:
Recordemos que Jesús
había dicho: “Mis palabras son espíritu y son vida”. Para discernir sus
palabras, por tanto, es necesario su mismo espíritu, sin cerrarse en la
materialidad de estas. Quienes guarden su palabra, que es vida y vida eterna,
no gustarán la muerte perdurable, de la que serán librados.
El Señor no busca la
aceptación de los hombres ni su propia gloria, sino salvarlos de la muerte
perdonando el pecado, y para ello debe ser reconocido y aceptado por ellos a
través de sus palabras, y, sobre todo, de las obras con las que el Padre y el
Espíritu testifican en su favor para salvarlos. Cristo testifica al Padre y al
Espíritu, y pone como testigo a la Escritura, de la que también recibe gloria,
porque Él es su cumplimiento y su objeto, que han ido anunciando y revelando.
Abrahán nació antes que Él, pero es Él quien le dio la existencia
participándole su “ser”.
Ante su incredulidad,
Jesús desaparece dejándolos con las piedras en sus manos, negándose a juzgarlos
mientras dure el “tiempo de higos”, del “año de gracia”, como hará ante la
adúltera, retardando el tiempo de la justicia y dilatando el de la misericordia,
con la paciencia y la esperanza de salvarlos.
Ya decía san Gregorio
(Ev. hom. 18): “Como los buenos, al recibir ultrajes, mejoran, los malos
empeoran al recibir beneficios, y de los ultrajes intentan pasar al homicidio”.
Como dice la Escritura: “No reprendas al cínico, que te odiará” (Pr 9, 8).
Que así sea.
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