Viernes Santo

Viernes Santo

Is 52, 13-53, 12; Hb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1-19, 42

Queridos hermanos:

En esta celebración de la Pasión del Señor surge, inevitable, la pregunta: ¿Por qué el sufrimiento, al que nuestra carne se rebela instintivamente y al que, de forma incomprensible, se entrega el amor?

Habiendo sido heridos en nuestro amor, el miedo al sufrimiento se ha enseñoreado de nuestra vida, y sólo en los acontecimientos en los que amamos somos capaces de hacerle frente, como cuando un ser muy querido necesita de nosotros. Es siempre, por tanto, una cuestión de amor.

El Señor viene con su cruz a curar nuestro amor herido, o muerto y sepultado, a través de su sufrimiento, grande como su inmenso amor que es invencible. Como dice la Escritura: Las aguas torrenciales de las persecuciones y los sufrimientos, no pueden apagar el fuego del Amor ni anegarlo los ríos.

Hoy, a través de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y de su sufrimiento, contemplamos la inmensidad del amor de Dios por nosotros. Muriendo la víspera del sábado, día en que, según la Escritura, fue creado el hombre, el Señor nos muestra que se apresta a una nueva creación del hombre, hecho a imagen de su Hijo y libre ya de su pecado.

            Besando su cruz, adoramos a Dios, que es amor hasta ese punto.

Hemos escuchado en el Evangelio: “Inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. No es la muerte la que priva al Señor de su vida, sino que es Él quien la entrega voluntariamente al Padre por nosotros, como dice el Evangelio de san Lucas: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente (Jn 10, 17-18).

El Señor, terminados los sufrimientos de su pasión, inclina su cabeza, sometiéndose totalmente al Padre. El salmo 110, que contempla de forma profética los sufrimientos de Cristo, dice: “En su camino beberá del torrente; por eso, levantará la cabeza”. Al sometimiento voluntario a la muerte, inclinando la cabeza, corresponderá la exaltación de su resurrección: “por eso levantará la cabeza”. El Padre custodiará su espíritu, escuchará su clamor, aceptará su sacrificio y le concederá nuestro perdón.

Plugo a Dios quebrantarle con dolencias, para así curar eternamente nuestros sufrimientos y nuestras heridas: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”. Él se entrega por los hombres a quienes ama, haciéndose en todo igual a ellos, menos en el pecado.

Cristo ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y llanto al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado. No pidió ser preservado de la muerte, sino ser sacado de ella, y se encomendó al amor de su Padre, que vence la muerte y la destruye, para liberar a cuantos estábamos muertos y sometidos a la esclavitud del diablo por temor a la muerte (cf. Hb 2, 14s).

Con sus sufrimientos manifestó su obediencia. En efecto, obedecer es siempre un morir a sí mismo por alguien, y por eso el sufrimiento voluntario es un componente inseparable del amor, que, siendo libre, es compatible a su vez con el gozo. El que acepta sufrir en la carne ha roto con el pecado, como dice san Pedro (cf. 1P 4,1). ¡Hechos son amores!, dice la sabiduría popular.

Es sorprendente cómo las palabras de Cristo en la pasión según san Mateo y según san Juan son mínimas. “Callar y obrar”, diría san Juan de la Cruz: callar y amar. El que ama mucho habla poco. Terminado el tiempo de la predicación, ahora es el tiempo del testimonio de los hechos, de los frutos, que la Iglesia recoge a través de los Padres, con una sencilla frase: “Los paganos decían: mirad cómo se aman”.

El amor de Cristo se traduce en hechos, con características que normalmente se olvidan en referencia al amor: dolor, sufrimiento, renuncia, negación de sí mismo, “tristeza y angustia hasta el punto de morir”. Sudores de sangre. Pues dice Cristo que este amor es el que ha visto en su Padre: “Como el Padre me amó, así os he amado yo; amaos como yo os he amado”. Aquello de “Sed santos porque yo soy santo”, ahora puede entenderse como: sed santos con los demás, como yo soy santo con vosotros. Esta perfección y esta santidad de Dios, que hemos visto en su Hijo, que se ha entregado por nosotros, pecadores, la recibimos con el don de su Espíritu.

“Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad”. ¿Qué es la Verdad? Lo que el Hijo ha visto en el seno del Padre desde toda la eternidad: Amor sin condiciones ni límites. Amor que crea, perdona, redime, acoge y glorifica al que libremente acepta su misericordia. El amor que el hijo pródigo de la parábola ha descubierto al entrar en sí mismo y que lo ha llevado a volver a su padre.

Cristo debe testificar la Verdad frente a la mentira primordial, que nos ha seducido y que hemos creído fácilmente, llevándonos al miedo a la muerte, al sufrimiento y al orgullo. Cristo testifica la Verdad del amor de Dios, entrando en la muerte, el sufrimiento y la humillación, glorificando así al Padre y siendo así glorificado por Él.      

           Que así sea en nosotros.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

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