Jueves Santo
Ex 12, 1-8.11-14; 1Co 11, 23-26; Jn
13, 1-15
Queridos hermanos:
La celebración sagrada
de este día se encuentra en la Iglesia de Jerusalén a finales del siglo IV.
Después de la misa vespertina, los fieles se reunían en el Monte de los Olivos,
rezando en los lugares donde fue capturado Jesús. La misa de la cena, unida al
lavatorio de los pies, se celebraba en los conventos y fue introducida en la
liturgia romana en el siglo XII. Ya durante el Medioevo, se generalizó en toda
la Iglesia.
Las lecturas nos
presentan la Pascua, despertando así nuestra expectación para celebrarla.
Nuestra Pascua es Cristo, como dice san Pablo: su cuerpo entregado y su sangre
derramada, prendas de vida eterna y viático en nuestro camino de amor fraterno.
Cristo se entrega a sí mismo para la salvación del mundo y confía a la Iglesia
el sacrificio vivo y santo, signo de la Nueva y Eterna Alianza con los hombres.
Para servirnos, Cristo
se humilla hasta la muerte e invita a sus discípulos a perpetuar entre ellos
este mismo espíritu de amor, entrega y servicio. Fiel a las palabras del Señor:
“Haced esto como mi memorial”, la Iglesia celebra constantemente la Eucaristía
con esta invocación al Señor: “Mira con amor y reconoce en la ofrenda de tu
Iglesia, la víctima inmolada para nuestra redención”. Este sacrificio de
nuestra reconciliación con Dios ofrece constantemente gloria a Dios en el cielo
y paz y salvación al mundo entero. En la noche de Pascua, la Iglesia, como
nunca, experimenta en la Eucaristía la presencia del Señor y permanece junto a
Él en la oración nocturna, uniéndose a su deseo manifestado a sus discípulos
con aquellas palabras: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos
aquí y velad conmigo”. O aquellas otras: “¿No habéis podido velar siquiera una
hora conmigo?”.
A este día, pórtico del Triduo Pascual, lo
llamamos “Día del amor fraterno”, porque bebe del amor del Padre y del Hijo,
que unifica a los hermanos en el amor y los hace sus testigos ante el mundo:
“Como el Padre me amó, así os he amado yo a vosotros; amaos como yo os he
amado, y en este amor conocerán todos que sois mis discípulos”. Las palabras de
este día son “palabras mayores”, fuente y meta de la Iglesia, promesa de
plenitud: “Dichosos seréis si lo cumplís; nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos”. Amor hasta el extremo. Entrega de su amor a los
discípulos presentes y futuros: “No es más el siervo que su amo, ni el enviado
más que el que le envía”. El cristiano respecto a Cristo, como Cristo respecto
al Padre.
Amar es servir, lavar
los pies, vivir en función del otro, hasta la perfección del amor al enemigo,
siempre gratuito y desinteresado; no como un comercio en busca del propio
beneficio. No es un amarse a sí mismo, egoísta, que no sería propiamente amor:
“Sed perfectos (con los demás) como vuestro Padre celestial es perfecto (con
vosotros), que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia también
sobre los pecadores. No toma en cuenta el mal”. Amad a los demás con el amor
que Dios ha derramado en vuestro corazón, como Dios os ama a vosotros. Lavaos
los pies, servíos, como yo lo hago con vosotros con mi cruz.
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