Miércoles de la Octava de Pascua
Hch 3, 1-10; Lc 24,13-35
Queridos hermanos:
Hoy, la Palabra nos invita a situarnos
frente al acontecimiento pascual que celebramos en la Eucaristía. Los
discípulos de Emaús hacen presente a Jesús y su Pascua: “Conversaban entre sí
sobre todo lo que había pasado”, y Él, que está allí en medio de ellos, fiel a
sus palabras: “Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo”,
comienza a manifestárseles para constituirlos testigos de su resurrección. Esta
es la experiencia pascual de la Iglesia: “Estaban hablando de estas cosas
cuando Él se presentó en medio de ellos” (Lc 24, 36).
Dice el Evangelio que “iban dos de
ellos; uno, llamado Cleofás”. Debían, ciertamente, ser al menos dos para
testificar, pero ¿por qué uno queda en el anonimato? Hay quien afirma que el
mismo Lucas era el otro testigo y, por eso, prefiere mantener incógnito su
nombre. También podríamos interpretar este silencio como una invitación del
evangelista a incluirnos en la Palabra y encarnar nosotros mismos el rol de
testigos en el acontecimiento.
Cuando leemos la Escritura, nosotros
somos el texto. No es tanto que el texto hable de nosotros o que nosotros nos
encontremos en él, sino que nosotros somos el texto sagrado. Del mismo modo que
el deseo de la música, como arte de combinar los sonidos con el tiempo, no es
simplemente el ser oída, sino el vivir en nuestro oído; el ser nuestro oído
mismo, parte de nuestra alma. Así, la Palabra desea hacerse "Uno" en
nosotros a través del texto, como dice Lawrence Kushner: “In questo luogo
c’era Dio e io non lo sapevo” (p. 170).
Por eso, de cada relación personal con
la Palabra nace un nuevo significado basado en el sujeto que la estudia, la
interpreta, la escucha, la proclama o la anuncia.
Los dos discípulos abandonaban la ciudad.
La tristeza de la incredulidad velaba sus ojos y disolvía los lazos de la
comunión que los congregaba en Jerusalén: “Tardos de corazón para creer”, les
dirá Jesús.
Esto no debe sorprendernos, porque su
experiencia del misterio pascual se reducía, entonces, al hecho de la pasión y
muerte del Señor, y les faltaba todavía el testimonio de la Resurrección, del
que el Señor iba a hacerlos testigos.
“Jesús se acercó a ellos y caminó a su
lado; sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle.” Los Evangelios
muestran, frecuentemente, que Cristo resucitado no es reconocido cuando
aparece. Lo es en un segundo momento y solo por algunos. Juan explica este
hecho con el verbo “manifestarse”: Cristo es reconocido no cuando aparece, sino
cuando “se manifiesta”. Es, por tanto, una gracia especial concedida a quien Él
quiere, y que suele asociarse a una relación especial de amor a Cristo. Así
sucede en el caso de Juan y de María Magdalena, y también en un contexto
litúrgico, como en este pasaje o en el del Cenáculo con los once (cf. Lc 24,
31.36; Jn 20, 16.20).
Podemos saber la consciencia que tenían
los de Emaús acerca de Jesús antes de su pasión, muerte y resurrección por sus
mismas palabras: “Jesús el Nazoreo, profeta poderoso en obras y palabras
delante de Dios y de todo el pueblo; nuestros sumos sacerdotes y magistrados le
condenaron a muerte y le crucificaron. Esperábamos que fuese Él el que iba a
librar a Israel.”
Los discípulos de Emaús tienen una
memoria abstracta de las profecías mesiánicas y de las Escrituras en general, y
una expectativa concreta del Mesías desligada la una de la otra: esperaban que
Jesús expulsara a los romanos, al estilo de Judas Macabeo, que combatió
precisamente en Emaús (1M 4, 3.8ss), y cuyo discurso ante la batalla es
claramente mesiánico:
"No temáis a esa muchedumbre ni su
pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo,
cuando el faraón los perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver
si tiene piedad de nosotros, si recuerda la alianza de nuestros padres y
destruye hoy este ejército a nuestro favor. Entonces reconocerán todas las
naciones que hay quien rescata y salva a Israel."
Después del encuentro con Jesús, los
discípulos vuelven a Jerusalén con una mentalidad distinta: el encuentro con
Cristo resucitado y con la palabra de Jesús une, en su espíritu, pasado,
presente y futuro. Esta es la obra del Espíritu Santo en la comunidad cristiana
cuando se proclama la Palabra, como dice Etienne Nodet (Origen hebreo del
cristianismo).
Siempre hemos escuchado y aceptado que
los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús “al partir el pan”, como dice el
mismo texto. Sin embargo, el texto también señala que Jesús “partió y les dio
el pan”. Pero no dice solamente que entonces lo reconocieron, sino que
“entonces se les abrieron los ojos”. Son las mismas palabras textuales, las
exactas, de lo que les ocurrió a Adán y Eva al comer del fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal, y no solo al tenerlo en sus manos.
Si
esta expresión, “entonces se les abrieron los ojos”, hace referencia a comer,
parece, por tanto, coherente pensar que, también en el caso de los discípulos
de Emaús, “se les abrieron los ojos” al comer el pan que Jesús “les iba dando”.
Dicho en otras palabras, al comer el pan sobre el que Cristo pronunció la
bendición, es decir, al comer del fruto del árbol de la vida, pues “el que coma
de este pan, vivirá para siempre”.
El primer árbol, situado en el centro
del Paraíso, el de “la ciencia del bien y del mal”, abrió los ojos a la muerte
como fruto de la rebeldía; y el segundo árbol, también en el centro del
Paraíso, los abrió a la vida, ante el signo oblativo de la fe. “Al partir el
pan” significa, pues, participar plenamente del cuerpo de Cristo en la
Eucaristía, sacramento de nuestra fe, más que la simple contemplación del gesto
de la fracción (cf. Hch 2, 42+).
Por eso, en este pasaje evangélico, se
hacen presentes cada una de las partes de la Eucaristía en una verdadera
catequesis mistagógica: ya en la liturgia de la Palabra, mientras les
“explicaba las Escrituras”, y en la exhortación, cuando se les dice que
“era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria”.
Después de haberse reconocido en el acto
penitencial como “insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que
dijeron los profetas”, el ardor de su corazón les hacía presentir la presencia
de Jesús. La Palabra tiene la capacidad de hacerse presente cuando es
proclamada. Puede entrar en quien la escucha y transformarlo, sigue diciendo
Etienne Nodet.
Finalmente, en la liturgia
eucarística, “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo iba dando”, y, sobre todo, en la consumación
sacramental de la comunión, su corazón se abrió al misterio de la fe. Y,
ante la fe, ya no es necesario el testimonio de los sentidos; bastan los signos
sacramentales. Por eso, en ese momento, “Él desapareció de su vista”.
“¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!”
Con esta expresión de júbilo, en la que el Espíritu entra en resonancia con el
corazón humano, el acento divino se sintoniza con nuestra carne. La experiencia
de su encuentro sacramental con Cristo es superior a la visión física.
Los discípulos regresaron a la comunión con la comunidad en Jerusalén, fortalecidos en su ánimo, dieron testimonio de la Resurrección y acogieron la confirmación de los hermanos: “¡Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!”
¡Que así sea también para nosotros en la Eucaristía!
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