Domingo de Ramos en la Pasión del Señor C
Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Lc 22, 14-23, 56
Queridos hermanos:
Con este Domingo de Ramos comenzamos la
Semana Santa, que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión de las
palmas, única en la liturgia de la Iglesia, tiene su origen en Jerusalén, donde
los fieles se reunían el domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y,
después de escuchar la proclamación del Evangelio, caminaban hasta la ciudad.
Los niños participaban llevando en sus manos ramas de olivo y palmas. La
descripción más antigua de esta fiesta en la Iglesia de Roma data del siglo X.
Comenzamos la celebración con la
procesión de las palmas, que hace presente la peregrinación del Señor, quien se
dirige a Jerusalén acompañado por una multitud de sus discípulos, para celebrar
la fiesta de la Pascua. Esta actualiza la liberación de la esclavitud de Egipto
mediante el sacrificio del “cordero pascual”. Mientras sus discípulos lo
aclaman como Rey-Mesías, la multitud que había llegado a Jerusalén para la
fiesta pregunta, sorprendida, quién es ese Jesús, como nos relata el Evangelio
de san Mateo. Será esta multitud, que no conoce a Cristo, la que, incitada por
los sumos sacerdotes, aclamará su crucifixión cuando Jesús sea entregado a
Pilato, porque “del árbol caído todos hacen leña”. Los discípulos responden a
la multitud: “Es el profeta Jesús de Nazaret”. Sin embargo, ni siquiera sus
propios discípulos comprenden que Él es el “verdadero cordero sin mancha”, que
va a ser sacrificado para quitar el pecado del mundo; que Él es la “verdadera
Pascua”, quien va a liberarlos de la esclavitud del diablo.
Tal como hizo en Egipto, el Señor viene
ahora en su propio Hijo a salvar a su pueblo de la muerte con su propia sangre,
entrando en su pasión. En esta, la Iglesia contempla el amor de Dios, quien,
tomando sobre sí el sufrimiento de nuestros pecados, deshace la mentira del
diablo que nos lleva a dudar del amor de Dios. El Señor se entrega por
nosotros, enfrentando el combate con la muerte para vencerla definitivamente,
como nos presenta la primera lectura del Siervo, a quien aclamamos como Señor
en la segunda lectura.
Cristo es entregado: Dios lo entrega por
compasión al linaje humano; Judas, por avaricia; los judíos, por envidia; y el
diablo, por temor a que con su palabra arrancase de su poder al género humano.
No advirtió que, por su muerte, se lo arrancaría mejor de lo que ya lo había
hecho con su doctrina y sus milagros (Orígenes en Mt. 35).
Cristo mismo se entrega por amor a nosotros y
por obediencia y sintonía total con la voluntad del Padre. La gente que lo
acompaña en su entrada gloriosa se separa de él en el bullicio de la fiesta, y
quedará solo cuando aparezca la cruz, a excepción del discípulo y de la madre,
a quienes el amor hace permanecer unidos a Cristo llevando su oprobio.
En este día, Cristo, subiendo a
Jerusalén, sabe que el tiempo de la predicación ha llegado a su fin y que
comienza el tiempo del testimonio y de dar fruto mediante el sacrificio. Ha
llegado “Su hora”, la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas
del Paraíso a la humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz,
asumiendo la condición de siervo lleno de confianza en su Padre y de amor por
nosotros; la hora de amarnos hasta el extremo. Nosotros, llenos de palabras y
faltos de amor, necesitamos acudir a esta mesa para saciarnos de Cristo y
llevarlo a los hermanos, no sea que el Señor tenga que maldecirnos como a la
higuera en la que no encontró más que hojas, palabras, pero no fruto.
Toda alma santa en este día es como el
asno del Señor, como dice un escritor anónimo del siglo IX. Acoger a Cristo con
palmas y ramos debe responder a nuestra adhesión a sus preceptos, a su voluntad
y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel que guarda
odio o cólera en el corazón, aunque sea solo contra un pecador, comienza las
celebraciones de la Pascua lejos del Señor, para su desventura. Por eso, es
necesario buscar y eliminar toda corrupción que haya en nosotros antes de celebrarla.
En este domingo proclamamos los misterios de nuestra salvación, y para la
Iglesia sería pecado de ingratitud no hacerlo, como lo sería también para
nosotros el no prestarles la debida atención. Purifiquémonos, pues, y
perdonémonos unos a otros en el amor del Señor. La palma, que significa la
victoria, llevémosla gozosos con toda verdad.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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