Vigilia pascual
A: Mt 28, 1-10; B: Mc 16, 1-8; C: Lc 24, 1-12
Queridos hermanos:
Esta noche estamos velando porque, cada
año, en esta noche, el cielo se hace presente en la tierra. Así como los
ángeles viven siempre porque velan siempre —ya que la vida celeste es eterno
día y vigilia, porque no hay allí noche ni sueño, sino luz, verdad y vida—, al
velar nosotros ahora, traemos a nuestra consideración la vida celeste y
angélica. En la Resurrección seremos como ángeles, según las palabras del
Señor. Por eso, la presencia del Señor fue día y vigilia en la noche de Egipto,
cuando irrumpió en ella la vida celeste.
En el principio sucedió que, sobre las
tinieblas de la nada, con la Palabra del Señor irrumpió la luz del ser y de la
vida que estaba en Dios eternamente. Como culmen de la creación fue hecho el
hombre: luz en el espacio, el tiempo y la existencia. Entonces puso Dios al
hombre ante los caminos de la vida y de la muerte, y el hombre vino a ser luz y
libertad en el espacio, el tiempo y la existencia.
Pero el hombre eligió el camino de la
muerte. Se apagó su luz, el hombre tuvo miedo y vino a ser esclavo (Hb 2, 15)
en el espacio y el tiempo de su existencia. "Se dio cuenta el Señor de
que el hombre era ya incapaz de llevar sobre sí su luz, y tuvo que esconderla
bajo su trono hasta que viniera el Mesías" (Mans, F. Introducción al
Judaísmo, cap. 7, p. 141).
Él daría a los hombres ojos nuevos:
"un corazón y un espíritu nuevos", y traería la Luz. Por eso, al
llegar Cristo decía en su predicación: "Yo soy la luz del mundo; el que me
ve a mí, ve al Padre". Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna. Trajo la
luz a los ciegos y a cuantos vivíamos en tinieblas. Mientras tanto, el cuarto
día de la creación, Dios creó el sol, la luna y las estrellas que alumbraran de
día y de noche hasta que el hombre fuera nuevamente luz, y fueran creados cielos
y tierra nuevos.
Y Dios llamó al hombre y le dijo:
Abandona en mí tu corazón, tu cuidado y toda tu esperanza. Así lo hizo Abrahán,
y el hombre volvió a ser, en el tiempo, el espacio y la existencia, amigo de
Dios. Así nació la fe.
Dios escuchó, vio y conoció los
sufrimientos de su pueblo (Ex 3, 7). De noche bajó a Egipto, y cambió la noche
en día y en vigilia de esperanza: la noche fue clara como el día, y así nació
la Pascua del Señor. El hombre fue amigo de Dios en la fe y en la esperanza, en
el tiempo, el espacio y la existencia.
Después, Dios envió a los profetas para
recordar a los hombres su Alianza universal de amor y para que no se
extinguiera nunca la esperanza en nosotros, hasta que viniera Cristo, nuestra
Pascua, para darnos de nuevo la libertad. Así llegamos a ser, en el espacio, el
tiempo y la existencia, luz, fe, esperanza y libertad para poder amar.
Resucitó el Señor y nos entregó su
Espíritu; nació la Iglesia, y el hombre llegó a ser hijo de Dios. Ahora, ha
llegado de nuevo el Día que burló a la noche, y las tinieblas han quedado
fuera. Salgamos, pues, vayamos con Cristo y arranquémosle sus muertos al
infierno con la Palabra del Señor.
Abundantemente escuchada la Palabra, que
nos introduce en una más profunda comprensión del misterio de esta noche santa,
las lecturas han traído a nuestra memoria las grandes noches de la historia de
la salvación, en las que la luz de Dios viene para destruir las tinieblas. La
primera es la noche de la creación, en la que, sobre las tinieblas de la nada,
irrumpe la vida celeste y es creada la luz de Dios. La última es la noche de la
nueva creación, que nos da el sentido espiritual de la Pascua, como dice Filón
de Alejandría. Dice san Pablo: "Vosotros sois criaturas nuevas" (cf.
2Co 5, 16-20).
Según un targum encontrado en la
Biblioteca Vaticana, en la primera noche Dios se manifestó en el mundo para
crearlo. El mundo no era sino confusión y tinieblas difundidas por el abismo.
Noche de la Creación, en la que Dios ha liberado su obra, que estaba amenazada
por las tinieblas. Había una lucha entre la luz y las tinieblas, y esta fue la
primera victoria, porque la palabra de Dios era la luz que brillaba, y “las
tinieblas no la vencieron”. Esta es la primera redención, en la que el mundo
fue salvado: Pascua de la Creación.
La segunda es la noche de Abrahán; la
noche de la fe. Según el libro de los Jubileos, fue Abrahán quien instituyó la
Pascua al sacrificar un cordero en lugar de su hijo. En la segunda noche
(continúa el targum), Dios se aparece a Abrahán, cuando tenía 90 años, para
cumplir la Escritura que dice: “¿Quizás Abrahán generará y Sara dará a luz?”.
Cuando Isaac tuvo la edad de 37 años fue
ofrecido sobre el altar. Isaac pidió a su padre: “¡Átame, átame fuerte!, no sea
que por el miedo me resista; porque entonces tu ofrenda no será válida”. Isaac
aceptó voluntariamente ser atado, y su Aquedah obtuvo un mérito no solo para
él, sino también para sus hijos. Por eso los hebreos rezan siempre diciendo:
“Recuerda el Aquedah de Isaac”. Y los cristianos decimos: Recuerda los méritos
de nuestro Señor Jesucristo, el verdadero Isaac; pues también él fue atado. En la
narración de la pasión, Cristo es presentado atado ante el sumo sacerdote (cf.
Jn 18,12).
Esta es la segunda noche. Y continúa
diciendo el targum que, cuando Isaac estaba amarrado sobre el altar, sometido
libremente a la voluntad de Dios, vio la perfección de la gloria. Pero, como el
hombre no puede ver el cielo, porque no puede ver a Dios, salvó su vida porque
confió en Dios, pero se quedó ciego. Por eso dice la Escritura que, cuando
Isaac era viejo, no fue capaz de distinguir a sus hijos, dando la bendición al
segundo en vez de al primero (cf. Gn 27,1-45). Su ceguera no fue un castigo,
sino la consecuencia de una gracia, por la cual vio la gloria de Dios. En el
Evangelio aparece esto mismo con el ciego de nacimiento: “¿Quién ha pecado?”, y
Cristo dirá: “Es para que se manifiesten las obras de Dios. Si crees, verás la
gloria de Dios” (cf. Jn 9,1). Feliz ceguera que le ha permitido ver la gloria
de Dios. San Agustín dirá: ¡Feliz culpa que mereció tan grande Redentor! Feliz
esta noche de tinieblas que nos trae tan grande Luz. Pascua de la fe.
En la tercera noche, continúa el targum,
Dios visitó a Egipto. Su izquierda mató a los primogénitos de los egipcios, y
su derecha protegió a Israel, para que se cumpliese la Escritura: “Mi hijo
primogénito es Israel” (cf. Ex 4,22). Esta es la Pascua de Yahveh.
En la cuarta noche, el mundo viejo
llegará a su final para ser disuelto, y en Cristo resucitado aparecerá la nueva
creación. Los yugos de hierro serán despedazados y las generaciones perversas
serán derrotadas. Moisés subirá de en medio del desierto y el Rey Mesías vendrá
de lo alto. Uno caminará a la cabeza del rebaño, y el otro a la cabecera de la
nube; y su palabra caminará entre ellos. Yo y ellos caminaremos juntos de nuevo
en la noche de Pascua para la liberación de todo el mundo, cuando esté totalmente
bajo la dominación de la esclavitud, dice el Señor.
Es la noche de la nueva creación en
Cristo, el tiempo de la Iglesia. Esta noche se prolonga desde la primera a la
última Pascua de Cristo. Dice san Jerónimo que el retorno de Cristo tendrá
lugar en la noche de Pascua. Por esto, los primeros cristianos no celebraban la
Pascua hasta medianoche. Si no llegaba el Señor, comenzaban la celebración.
Esta es la noche en que Cristo es entregado: Dios lo entregó por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; el diablo por temor a que, con su doctrina, arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya por su doctrina y sus milagros (Orígenes, in Matthaeum, 35).
Fue providencia divina que los príncipes
de los judíos, que tantas veces habían buscado ocasión de sacrificar a Cristo,
no pudieran saciar su furor más que en la solemnidad de la Pascua. Convenía,
pues, que lo que había sido figurado y prometido mucho antes tuviese manifiesto
y cumplido efecto, y el sacrificio figurativo fuera sustituido por el
verdadero. Se completó así con un solo sacrificio el de las variadas y
diferentes víctimas, para que las sombras desapareciesen ante la realidad, y
cesaran las figuras en presencia de la verdad. Las ceremonias legales se
cumplen cuando desaparecen (San León Magno, sermones 58, 1).
La Pascua de Cristo nos alcanza de
nuevo como memorial suyo, para arrastrarnos a la vida nueva y sentarnos con Él
en los cielos. Las lecturas nos recuerdan también las enseñanzas de los
profetas sobre la Alianza, y aquellas que preanunciaban la universalidad de la
salvación. Ayer todo era sueño y esperanza; esta noche de vela, ahuyentado el
sueño, lo ha convertido todo en realidad.
¡Gloria a Dios en lo alto del cielo!
¡Que suenen las campanas, porque en Cristo hemos recibido la vida nueva en el
Bautismo! ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!
Esta es la buena noticia traída por las
mujeres. Lo hemos escuchado en el testimonio de los ángeles: «No os asustéis.
No temáis. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Buscáis a Jesús
de Nazaret, el Crucificado; no está aquí, en la soledad del huerto donde fue
sembrado su cuerpo. Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de
vosotros a Galilea; allí le veréis. ¡Ha resucitado, no está aquí!»
Estas mismas palabras nos dirige el
evangelista en esta noche santa: “¡No está aquí, ha resucitado!”. Si buscáis a
Cristo Jesús, el Crucificado, no tenéis por qué temer, porque ha resucitado,
constituido Espíritu que da vida. Fue bautizado en la muerte y ha resurgido a
la Vida Eterna. Fue talado en este huerto, pero ha brotado como renuevo del
tronco de Jesé; ha surgido como un vástago de sus raíces.
El pastor que fue herido está de nuevo
al frente de su rebaño; va delante de nosotros abriendo camino y nos saldrá al
encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado
ha sido perdonado! La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que
fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida
celeste ha irrumpido en el infierno. La noche sempiterna se ha vuelto clara
como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha
desembarazado de su culpa. Por la generación nos alcanzó la condena de la
desobediencia, y por la regeneración de la fe, la gracia de la sumisión.
“Cristo ha resucitado, y con su claridad
ilumina al pueblo rescatado con su sangre”. Lo hemos celebrado en el simbolismo
del Cirio pascual y lo reviviremos con la aspersión y la inmersión bautismal,
con la que la Iglesia romperá aguas en estos que hoy serán bautizados. Vamos a
recordar nuestro bautismo y a renovar nuestra adhesión a Cristo; que el agua
caiga sobre nuestras cabezas como la sangre de Cristo empapó la tierra y nos
purifique de nuestras faltas. Vamos a implorar también esta gracia para todos
los hombres.
Que el cuerpo y la sangre de Cristo
sacien el hambre de nuestro ayuno del mundo y sus vanidades, y nos hagan un
espíritu con Él. Él es nuestra Pascua. Entremos con Él en la muerte y
renazcamos con Él glorificados. Sentémonos con Él en la gloria a celebrar su
victoria.
¡Que lo abatido se levante, lo viejo se
renueve y vuelva a su integridad primera, por medio de nuestro Señor
Jesucristo, de quien todo procede! ¡Él, que vive y reina con el Padre, por los
siglos de los siglos! (cf. oración después de la 7ª lectura).
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