Domingo 2º de Pascua C (o de la Divina Misericordia)
Hch 5, 12-16; Ap 1, 9-19; Jn 20,
19-31
Queridos hermanos:
Este domingo reúne
muchas cosas por las que glorificar y dar gracias al Señor: terminamos la
octava de Pascua, es el domingo de la Misericordia, el Señor nos da la paz, el
Espíritu Santo, el poder de perdonar y nos envía. Pero, sobre todo, nos dice
algo que con frecuencia se nos olvida: «¡Dichosos los que creéis sin haber
visto!», porque tenéis un testimonio mayor que el de los sentidos, el que os da
el Espíritu Santo en vuestro corazón, la fe, que derrama en vuestro corazón el
amor de Dios. ¿Amas a tus hermanos? Eres dichoso. ¿Perdonas las ofensas? Eres
dichoso.
Te levantas un día
«depresivo», y te dice el diablo: ¡Estúpido! Todo te lo crees, ¿has visto a
Dios acaso? Todo son pamplinas...
Pues el Señor te dice
hoy: ¡Dichoso si crees sin haber visto, como Tomás, como Pablo!, porque tienes
un don mayor: el testimonio del Espíritu Santo y el amor de Dios en tu corazón.
¡Eso es la fe, y eso es la vida eterna!
Cristo resucita al
amanecer y, al atardecer, se manifiesta a los apóstoles, todavía conmocionados
por el trauma de su pasión y muerte, y temerosos de la furia y las posibles
represalias de los judíos. El encuentro con el Señor viene a transformar, no
solo su estado de ánimo y su percepción personal de los acontecimientos, sino
la realidad misma. Con la resurrección de Cristo, Dios testifica la veracidad
de su doctrina, la aceptación de su sacrificio y el perdón suplicado por Él
desde la cruz. La muerte ha sido vencida, y el Espíritu Santo, que se cernía en
los orígenes sobre el caos, es derramado sobre la humanidad, dando origen a la
nueva creación libre ya de la corrupción de la muerte, que los discípulos deben
extender al mundo entero y a toda la creación mediante el perdón de los
pecados, suscitando, por la fe en Jesucristo, la acogida de la misericordia
divina que se anuncia en el Evangelio.
En primer lugar, debe
ser fortalecida la fe de los discípulos, que el Espíritu transforma, de
adhesión al maestro bueno en sumisión a Dios, unificando en ellos la memoria de
las Escrituras y las esperanzas mesiánicas de Israel, y superando el testimonio
de los sentidos, por el que interiormente suscita en ellos el Espíritu Santo:
«Dichosos los que crean sin haber visto».
Salvada del miedo, por
la paz, aparece la comunidad cristiana unida por el amor: «Con todo el corazón,
con toda la mente y con todos sus bienes», como una consecuencia de la obra
realizada en ella por Cristo. Tal como nos presenta el Evangelio, los
discípulos son incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu
Santo, recibiendo el don de la paz, ratificado por tres veces, y la alegría.
Reciben el envío del Señor y el “munus” (misión-potestad) de Cristo para
perdonar los pecados, y a través de la profesión de fe de Tomás, son
fortalecidos en una fe que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el
testimonio interior del Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha
confesado a Dios, como observa san Agustín; cosa que no pueden producir los
sentidos, sino el corazón creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las
heridas gloriosas de Cristo, testimonio de su intercesión eterna en favor
nuestro, sanan las de nuestra incredulidad. Esta es la finalidad de que se haya
escrito el Evangelio: ayudarnos a creer y que, por la fe, recibamos vida
eterna.
La obra de Cristo en
nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por el Espíritu Santo y
transmitirnos la paz y la alegría, se completa al constituirnos, después, en
portadores del amor de Dios por el perdón de los pecados. Cristo ha sido enviado
por el Padre para testificar su amor y para que, a través del Espíritu,
recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de
amor: «Un solo corazón, una sola alma en los que se comparte todo lo que se
posee». Así, visibilizando el amor, testificamos la verdad del amor de Dios y
el mundo es evangelizado y salvado por el perdón de Dios que la Iglesia le
ofrece.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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