San José obrero
Col 3, 14-15; Mt 13, 54-58
Queridos hermanos:
Según una tradición
copta, San José, que era viudo, tenía los cuatro hijos que menciona hoy el
Evangelio: Santiago, José, Simón y Judas. Al desposarse con María, habría
aportado a la familia al menor de ellos, que era Santiago, todavía niño, y que,
andando el tiempo, llegó a ser uno de los doce apóstoles, por lo que se le
conocía como “el hermano del Señor”.
La profesión de san
José era “tekton”, que traducimos como “carpintero”, aunque era más bien un
experto en construcción, y que, entre sus paisanos, servía para denominar a un
Jesús sencillo y humilde, sin otro título distintivo que lo caracterizara; era simplemente “el hijo del carpintero”, como dice el
Evangelio.
No es de extrañar la
perplejidad de aquellos lugareños, conciudadanos suyos, que ven de repente al
tal Jesús fungiendo como maestro y profeta, asombrando al mundo con sus
palabras y sus obras. Como nos sucede a nosotros, no es fácil asimilar una
elección de tales características, libre y gratuita del Señor, que “alza de la
basura al pobre para sentarlo entre los príncipes de su pueblo”. Así ha sido a
lo largo de la historia con los profetas, como reconoce con tristeza el Señor,
aceptando la desconfianza y el desprecio de este pueblo, al que ama
entrañablemente y al que ha venido a salvar, entregándole su vida hasta el
extremo, muriendo por él y por nosotros en una cruz.
A través de José, adornado
con estas virtudes, el Padre ha querido formar en la mansedumbre y la humildad a
su Hijo, como testimonio divino frente a la soberbia diabólica que mueve al
mundo y como rechazo de la violencia de los prepotentes. Es el cordero
degollado quien vence a la bestia, cuyo furor es ajeno a toda misericordia.
Para recorrer los
caminos del amor son necesarias la mansedumbre y la humildad, virtudes, que
hacen posible la sumisión.
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