San José obrero

San José obrero

Col 3, 14-15; Mt 13, 54-58

Queridos hermanos:

Según una tradición copta, San José, que era viudo, tenía los cuatro hijos que menciona hoy el Evangelio: Santiago, José, Simón y Judas. Al desposarse con María, habría aportado a la familia al menor de ellos, que era Santiago, todavía niño, y que, andando el tiempo, llegó a ser uno de los doce apóstoles, por lo que se le conocía como “el hermano del Señor”.

La profesión de san José era “tekton”, que traducimos como “carpintero”, aunque era más bien un experto en construcción, y que, entre sus paisanos, servía para denominar a un Jesús sencillo y humilde, sin otro título distintivo que lo caracterizara; era simplemente “el hijo del carpintero”, como dice el Evangelio.

No es de extrañar la perplejidad de aquellos lugareños, conciudadanos suyos, que ven de repente al tal Jesús fungiendo como maestro y profeta, asombrando al mundo con sus palabras y sus obras. Como nos sucede a nosotros, no es fácil asimilar una elección de tales características, libre y gratuita del Señor, que “alza de la basura al pobre para sentarlo entre los príncipes de su pueblo”. Así ha sido a lo largo de la historia con los profetas, como reconoce con tristeza el Señor, aceptando la desconfianza y el desprecio de este pueblo, al que ama entrañablemente y al que ha venido a salvar, entregándole su vida hasta el extremo, muriendo por él y por nosotros en una cruz.

A través de José, adornado con estas virtudes, el Padre ha querido formar en la mansedumbre y la humildad a su Hijo, como testimonio divino frente a la soberbia diabólica que mueve al mundo y como rechazo de la violencia de los prepotentes. Es el cordero degollado quien vence a la bestia, cuyo furor es ajeno a toda misericordia.

Para recorrer los caminos del amor son necesarias la mansedumbre y la humildad, virtudes, que hacen posible la sumisión. 

           Que así sea.

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Miércoles 2º de Pascua

Miércoles 2º de Pascua

Hch 5, 17-26; Jn 3, 16-21

Queridos hermanos:

Hoy contemplamos el amor de Dios, que ha salvado al mundo de la muerte, consecuencia del pecado, a través de su Hijo, entregándolo por nosotros y resucitándolo para nuestra justificación. La salvación alcanza a quien acoge a Cristo por la fe, recibiendo vida eterna. Quien se resiste a creer rechaza la gracia de perdón y de misericordia que se nos ofrece en Cristo, y permanece en la condenación: “la ira del Señor permanece sobre él”.

Así como en el pecado de Adán nosotros no tuvimos arte ni parte, en la salvación de Cristo es imprescindible nuestra respuesta, sea acogiendo la gracia del perdón o rechazándola. Los justos anteriores a Cristo tuvieron que esperar su descenso al lugar de los muertos para, después de su resurrección, acoger su salvación. Nosotros hemos podido acogerla por la predicación del Evangelio; y a aquellos que no han sido alcanzados por el Evangelio durante su vida, se les ofrecerá la salvación en el momento de su muerte para incorporarse a la Iglesia, porque “fuera de la Iglesia no hay salvación”, es decir, fuera de su Cuerpo Místico: “El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo (del pecado), todo es nuevo, y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo en su Hijo”.

Creer es, por tanto, acoger esta benignidad divina mediante el obsequio de la mente y la voluntad a quien se nos revela como amor incondicionado y misericordioso. Esta acogida se concretiza en el cumplimiento de sus mandamientos, guardando su palabra. La obediencia brota del agradecimiento por el amor recibido y no de constricción alguna. Los preceptos divinos son amor, que contribuye al bien de quien los guarda. El Señor no necesita nuestra gratitud ni nuestra obediencia; somos nosotros quienes nos beneficiamos con ellas, siendo atraídos al Bien Supremo. Estas virtudes nos conducen y nos mantienen unidos a Dios, nuestro "fin último" y nuestra bienaventuranza.

El que cree renuncia a apoyarse en la exclusividad de su propia mente y de su voluntad, que lo han sumergido en la condenación de la muerte, seducido por la malignidad del pecado, y abraza agradecido la sumisión a la misericordia divina que le ha sido manifestada.

Rescatado el corazón humano de las tinieblas del mal, ahora, por la iluminación del amor de Dios, puede vivir la novedad de una existencia libre como don gratuito. La resistencia a aceptar esta gracia se vence por el testimonio del amor, por el anuncio del perdón y la promesa de vida eterna.

El odio que se cierra a esta bondad, aunque difícilmente comprensible, es posible en quien “se obstina en el mal camino y no rechaza la maldad”. Se hace, por tanto, necesario el Anuncio y el testimonio del amor misericordioso de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.

La primera lectura es muy importante para mostrarnos que no son los hombres quienes determinan el tiempo y el momento que Dios ha establecido para que testifiquemos nuestra fe. Y, como Cristo, también Pedro y los apóstoles serán liberados muchas veces de sus perseguidores, hasta que llegue su “hora” de llevar a plenitud su testimonio y de dar su vida glorificando a Dios, si esa es su voluntad.

 La Eucaristía viene a afianzarnos en la comunión con este amor y a disponernos al testimonio de la vida nueva en la libertad de la gracia.  

Que así sea.

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Santa Catalina de Siena

Santa Catalina de Siena

1Jn 1, 5-2, 2; Mt 11, 25-30

Queridos hermanos:

        El Señor dice en el Evangelio que, lo mismo que el Padre se complace en los “pequeños” para manifestarse a ellos, así Él viene en nuestra ayuda, invitándonos a descansar en Él, tomando sobre nosotros su yugo, uniéndonos a Él bajo su yugo como iguales (Dt 22, 10), por su humanidad. Sabiendo que el peso lo lleva Él, porque ha asumido un cuerpo como el nuestro y un yugo para rescatarnos de la tiranía del diablo, de forma que pudiésemos sacudirnos su yugo y hacernos llevadero nuestro trabajo junto a Él en la regeneración del mundo. ¡Qué suave el yugo y qué ligera la carga si el Señor comparte con nosotros su mansedumbre y su humildad!

Mientras Cristo, siendo Dios, se ha hecho hombre, sometiéndose a la voluntad del Padre y tomando sobre sí nuestra carne para arar, arrastrando el arado de la cruz con humildad y mansedumbre, nosotros, que somos hombres, queremos hacernos dioses, rebelándonos contra Dios, llenos de orgullo y violencia, poniendo sobre nuestro cuello el yugo del diablo que nos agobia y nos fatiga. Por eso dice el Señor: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes de corazón, como dijo san Agustín. No a crear el mundo, sino a salvarlo unidos a Cristo; no a ser dioses, sino a someternos humilde y mansamente al Padre, trabajando con Cristo, el único redentor del mundo. Como dijo san Juan de Ávila: “Cristo, por el fuego del amor que en sus entrañas ardía, se quiso abajar para purgarnos; dándonos a entender que, si el que es alto se abaja, con cuánta más razón el que tiene tanto por qué abajarse no se ensalce. Y si Dios es humilde, que el hombre lo debe ser, unido a Él” (Audi filia, caps. 108 y 109).

El Señor nos ha dicho: “Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado; como el Padre me envió, yo también os envío.” Seguir a Cristo es asociarnos a su misión. Ahora tenemos un nuevo Señor a quien servir, para encontrar descanso para nuestras almas. El que pierde su vida por Cristo, la encuentra.

La mansedumbre y la humildad de Cristo al llevar su yugo es lo que nos invita a aprender de Él, llevándolo también nosotros para que descubramos que son suaves y ligeros su yugo y su carga, y encontremos descanso y reposo.

Nadie más pequeño y pobre que uno sometido voluntariamente al yugo del amor, y, a la vez, nadie más grande y rico. Dios revestido de carne y carne glorificada de amor.

Para Cristo, el yugo del amor fue su cruz, que el Señor nos invita a tomar sobre nosotros, como enseña el Eclesiástico (cf. 6, 19-32). Siendo una palabra sobre la sabiduría, podemos, como san Pablo, aplicarla a la cruz, que él ha visto como: “Fuerza de Dios y sabiduría de Dios”.

           Que así sea.

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Lunes 2º de Pascua

Lunes 2º de Pascua

Hch 4, 23-31; Jn 3, 1-8

Queridos hermanos:

La Palabra nos habla hoy de la vida nueva de la fe como itinerario bautismal, en el que la semilla del Kerigma y la semilla del Reino se van desarrollando en quien acoge la predicación, hasta ser dadas a luz por el Espíritu. El comienzo de este itinerario bautismal se nos presenta hoy en la figura de Nicodemo, que el Evangelio de Juan va señalando en sus tres fases de adhesión a Cristo, iluminando todo su ser: el corazón, el alma y las fuerzas.

En este pasaje de hoy (Jn 3, 1-21), Nicodemo está cerca del Reino, como aquel escriba del Evangelio (Mc 12, 34). La gracia que está actuando en él le hace acercarse a Cristo, y el Señor le muestra el camino a recorrer: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios; el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en él.»

Nicodemo se acerca a Cristo por primera vez en medio de la oscuridad de la noche, esto es, todavía sin la luz de la fe, con miedo a ser considerado discípulo, es decir, sin la fortaleza del Espíritu, pero bajo la acción de la gracia, que como la aurora comienza a iluminar su mente, aunque sigan divididas en él las tendencias de su corazón: el sí y el no.

Habrá un segundo encuentro (Jn 7, 45-52), en el que Nicodemo, como el ciego de nacimiento, comenzará a arriesgar poniéndose en evidencia y cuestionando a los judíos: «¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?» Ellos le respondieron: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta.» La novedad del “acontecimiento Jesús de Nazaret”, sin la luz del Espíritu, no consigue penetrar en el corazón de los judíos, mientras que en Nicodemo la fe comienza a cristalizar, y fortalecido como los apóstoles en la primera lectura, será capaz de comenzar a afrontar la persecución, cargando con el rechazo del Consejo de su pueblo. Superada la tentación del corazón, también su alma será puesta a prueba cuando su fe llegue a permear toda su vida.

           Este será, pues, su tercer y definitivo encuentro con el Señor (Jn 19, 38-42), en el que: «Nicodemo —aquel que anteriormente había ido a verle de noche— fue con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras.» Su amor a Cristo le hace servirlo también con sus fuerzas, gastando sus bienes en treinta kilos de perfumes para honrar su sepultura. Su fe se ha completado, y está preparado para “ver” la irrupción del Reino de Dios en su corazón.

Por la fe, y mediante el agua del bautismo, será el Espíritu quien moverá la vida del discípulo, llevándolo donde quiere, como al viento, ante la mirada atónita del mundo que oye su voz, pero no discierne de dónde viene ni a dónde va aquel que ha nacido de nuevo, tal como ocurre con Cristo: «¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos milagros? ¿De dónde le viene todo eso? ¿No es este el hijo del carpintero?»

El Reino de Dios se hace presente ahora para nosotros en la Eucaristía, invitándonos a entrar en él.  

             Que así sea.

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San Vicente Ferrer (fiesta trasladada para Valencia)

San Vicente Ferrer (fiesta trasladada para Valencia)

Ap 14, 6-7; 1Co 9, 16-19.22-23; Mc 16, 15-18

Queridos hermanos:

Conmemoramos hoy al patrono de la Comunidad Valenciana, presbítero dominico valenciano, famoso por sus milagros, que predicó por toda Europa y al que se da el apelativo de “ángel del Apocalipsis” por su predicación escatológica, que anunciaba el Juicio, llamando a la conversión a una sociedad mundana, violenta y pecadora: “Vi a otro ángel que volaba por lo alto del cielo y tenía una buena nueva eterna que anunciar a los que están en la tierra, a toda nación, raza, lengua y pueblo. Decía con fuerte voz: «Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su Juicio; adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y los manantiales de agua».”

En la segunda lectura, san Pablo hace una descripción de la vida infatigable del predicador: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al derecho que me confiere el Evangelio.”

Efectivamente, “siendo libre, de todos me he hecho esclavo para ganar a los más que pueda. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar, a toda costa, a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio para ser partícipe del mismo”.

El Evangelio nos muestra la afinidad de la vida de san Vicente con el mandato dado a la Iglesia por el Señor, y en quien se cumplen los numerosos signos anunciados por Marcos para quienes asuman la predicación, como los discípulos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea se condenará. Estos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.»

También ahora es tiempo de proclamar este primer juicio de la predicación de la misericordia de Dios, para no incurrir en la condenación de aquel segundo juicio sin misericordia, en la que incurrirá quien no haya acogido la misericordia, rechazándola cuando la Iglesia la anunciaba en su predicación. ¡Temed a Dios, pecadores, y dadle gloria, porque llega la eternidad!

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º de Pascua C (o de la Divina Misericordia)

Domingo 2º de Pascua C (o de la Divina Misericordia)

Hch 5, 12-16; Ap 1, 9-19; Jn 20, 19-31

Queridos hermanos:

Este domingo reúne muchas cosas por las que glorificar y dar gracias al Señor: terminamos la octava de Pascua, es el domingo de la Misericordia, el Señor nos da la paz, el Espíritu Santo, el poder de perdonar y nos envía. Pero, sobre todo, nos dice algo que con frecuencia se nos olvida: «¡Dichosos los que creéis sin haber visto!», porque tenéis un testimonio mayor que el de los sentidos, el que os da el Espíritu Santo en vuestro corazón, la fe, que derrama en vuestro corazón el amor de Dios. ¿Amas a tus hermanos? Eres dichoso. ¿Perdonas las ofensas? Eres dichoso.

Te levantas un día «depresivo», y te dice el diablo: ¡Estúpido! Todo te lo crees, ¿has visto a Dios acaso? Todo son pamplinas...

Pues el Señor te dice hoy: ¡Dichoso si crees sin haber visto, como Tomás, como Pablo!, porque tienes un don mayor: el testimonio del Espíritu Santo y el amor de Dios en tu corazón. ¡Eso es la fe, y eso es la vida eterna!

Cristo resucita al amanecer y, al atardecer, se manifiesta a los apóstoles, todavía conmocionados por el trauma de su pasión y muerte, y temerosos de la furia y las posibles represalias de los judíos. El encuentro con el Señor viene a transformar, no solo su estado de ánimo y su percepción personal de los acontecimientos, sino la realidad misma. Con la resurrección de Cristo, Dios testifica la veracidad de su doctrina, la aceptación de su sacrificio y el perdón suplicado por Él desde la cruz. La muerte ha sido vencida, y el Espíritu Santo, que se cernía en los orígenes sobre el caos, es derramado sobre la humanidad, dando origen a la nueva creación libre ya de la corrupción de la muerte, que los discípulos deben extender al mundo entero y a toda la creación mediante el perdón de los pecados, suscitando, por la fe en Jesucristo, la acogida de la misericordia divina que se anuncia en el Evangelio.

En primer lugar, debe ser fortalecida la fe de los discípulos, que el Espíritu transforma, de adhesión al maestro bueno en sumisión a Dios, unificando en ellos la memoria de las Escrituras y las esperanzas mesiánicas de Israel, y superando el testimonio de los sentidos, por el que interiormente suscita en ellos el Espíritu Santo: «Dichosos los que crean sin haber visto».

Salvada del miedo, por la paz, aparece la comunidad cristiana unida por el amor: «Con todo el corazón, con toda la mente y con todos sus bienes», como una consecuencia de la obra realizada en ella por Cristo. Tal como nos presenta el Evangelio, los discípulos son incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, recibiendo el don de la paz, ratificado por tres veces, y la alegría. Reciben el envío del Señor y el “munus” (misión-potestad) de Cristo para perdonar los pecados, y a través de la profesión de fe de Tomás, son fortalecidos en una fe que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el testimonio interior del Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha confesado a Dios, como observa san Agustín; cosa que no pueden producir los sentidos, sino el corazón creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las heridas gloriosas de Cristo, testimonio de su intercesión eterna en favor nuestro, sanan las de nuestra incredulidad. Esta es la finalidad de que se haya escrito el Evangelio: ayudarnos a creer y que, por la fe, recibamos vida eterna.

La obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por el Espíritu Santo y transmitirnos la paz y la alegría, se completa al constituirnos, después, en portadores del amor de Dios por el perdón de los pecados. Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que, a través del Espíritu, recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de la comunión de amor: «Un solo corazón, una sola alma en los que se comparte todo lo que se posee». Así, visibilizando el amor, testificamos la verdad del amor de Dios y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón de Dios que la Iglesia le ofrece.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado de la Octava de Pascua

Sábado de la octava de Pascua

Hch 4, 13-21; Mc 16, 9-15

Queridos hermanos:

Jesús resucitó en la madrugada del primer día de la semana y se apareció primero a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían convivido con Él, quienes estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron.

Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás, pero tampoco éstos les creyeron.

Por último, estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón por no haber creído a quienes lo habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación».

El Señor sale al encuentro, primeramente, del amor de las mujeres que se disponen a servirlo en su cuerpo muerto y sepultado, sin considerar siquiera las dificultades reales que encontrarán ante los guardias y ante la enorme piedra que cierra el acceso a su piedad. No es razonable, ciertamente, su conducta, pero estas son las razones del corazón que la razón no comprende, como diría Pascal. Quizá recuerdan aquellas palabras que consideramos parabólicas e irrealizables: «Quien diga a este monte: Quítate y arrójate al mar y no vacile en su corazón, lo obtendrá».

También el Señor nos recuerda su poder y su libertad para manifestarse y enviar a quien Él quiera. Le basta al enviado rendir su mente y su voluntad, y a quien lo recibe apoyarse en quien lo envía.

Llamamiento, por tanto, a la fe, que se nos presenta a través de testigos enviados para comunicarnos la salvación, y que nos patentiza la imposibilidad de que un tal anuncio pueda ser acogido en el mundo entero sin la acción del Espíritu Santo, si ni siquiera entre los discípulos podía ser creído. Al testimonio externo de los discípulos debía unirse el del Espíritu en lo profundo de sus corazones. Las revelaciones privadas, aun en el caso de ser verídicas, deben someterse al discernimiento de la Iglesia.

A la promesa del Espíritu unía ahora el Señor el mandato de la misión. Ante la urgencia de tal anuncio, ni siquiera la conservación de la propia vida podía ser un obstáculo, cuando estaba en juego la salvación del mundo de las garras de la muerte eterna y su liberación de la esclavitud del diablo. La entrega de Cristo urgía al testimonio. Amor con amor se paga, y el amor engendra amor y nunca desespera de la salvación de nadie. No hay mal que resista su fuerza: «Las aguas torrenciales no pueden apagarlo ni anegarlo los ríos».        

           Que así sea.

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Viernes de la Octava de Pascua

Viernes de la Octava de Pascua 

Hch 4, 1-12; Jn 21, 1-14

Queridos hermanos:

Como a los apóstoles, también a nosotros se nos ha manifestado el Señor a través del Kerigma que nos ha congregado, después de la dispersión que ha producido en nosotros el escándalo de la cruz. Nos ha enviado a testificarlo en el mundo, sobre todo con nuestra vida, y nos llama a unirnos a la alabanza celeste: “Se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades”.

Jesús sigue apareciéndose y manifestándose. Nosotros no podemos pretender que se nos aparezca, pero debemos esperar que se nos manifieste a través del testimonio que da el Espíritu Santo a nuestro corazón mediante la predicación de la fe, que es superior al testimonio de los sentidos. Muchos testigos vieron al Señor resucitado y no lo reconocieron, y muchos, aun viéndolo, dudaban.

Entre la Pascua de Cristo y la nuestra hay todo un camino que recorrer para ser constituidos como sus testigos. Por eso necesitamos que Él se nos manifieste mediante el testimonio del Espíritu Santo: que Cristo ha resucitado, que es el Señor y que somos hijos de Dios. No deben, por tanto, escandalizarnos nuestras miserias, que subsistirán precisamente “para que se manifieste que lo sublime de este amor viene de Dios, y que no viene de nosotros”.

Los discípulos que han vivido con Jesús comprenderán pronto que su vida ya no será la de antes. Cristo, que viene a renovar todas las cosas, comenzará renovando el ser y la existencia de sus discípulos, que, sin Él, carecerán de sentido. Su trabajo, su familia y su misma pertenencia a su pueblo adquieren un nuevo significado. Son personas nuevas y llevan consigo un mundo nuevo que debe ser instaurado en el corazón humano. Movidos por el viento del Espíritu, tienen un nuevo origen y una meta: Cristo, alfa y omega de la historia.

Cristo es ahora su alimento y, en su nombre, el fruto de su trabajo será abundante, siendo pescadores de hombres, sal de la tierra y luz del mundo. La creación entera los aguarda, anhelando su manifestación para ser regenerada y bautizada por el Espíritu Santo, mientras la muerte da paso a una vida eterna, en la libertad de los hijos de Dios.

“Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla”. Para san Juan, Cristo es el Día, la luz; cuando aparece Cristo es de día, y apartarse de Cristo es entrar en las tinieblas de la noche. Cuando salió Judas del Cenáculo, subraya Juan: “era de noche” (cf. Jn 13, 30). Cristo es el Día, que por nosotros entra en la noche del alejamiento de Dios para iluminarla con su resurrección, rompiendo las ataduras de la muerte que nos separaban de Él.

“Aquella noche no pescaron nada.” El trabajo de los apóstoles no da fruto hasta que la luz de Cristo se hace presente: «¡Es el Señor!». “Trabajad mientras es de día; llega la noche cuando nadie puede trabajar”. Solo el Padre, que es luz y “en él no hay tiniebla alguna”, puede trabajar siempre: “Mi Padre trabaja siempre”, dice Jesús, porque ama siempre; en Él no hay sueño, ni noche, sino solo día, luz y vida. Cada día renueva la creación, en una “evolución”, que es amor en constante creación. “Haces la paz y todo creas. Tú que iluminas la tierra y todos sus habitantes, que renuevas cada día la obra de la creación” (bendición sinagogal).

“Pedro sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres”. Con Cristo, el trabajo del amor, mientras es de día, da fruto abundante. Podemos hacer una gematría con las cifras de esta plenitud del número 153, que corresponde a: “iglesia del amor”. La red que recoge estos peces será, pues, “comunidad del amor” y de la comunión, que no puede ser rota, porque: “aun siendo tantos, no se rompió la red”, cuando fue sacada a la “orilla”, donde termina el mar, figura de la muerte, donde termina el tiempo, y los peces han sido separados, los buenos de los malos. Para san Jerónimo, los 153 peces, plenitud de la red, son la totalidad de los peces conocidos entonces y, por tanto, signo de la universalidad de la Iglesia. También hay quien observa que el número 153 es el resultado de sumar los números del 1 al 17, edad con la que José, el elegido para proveer el alimento y la subsistencia para su pueblo, entró en Egipto. El pez es figura de Cristo, que provee el alimento que sacia y saca del mar de la muerte a la universalidad de los hombres.

“Jesús toma el pan y de igual modo el pez, y se lo da, dándose Él mismo por entero”. Cristo, sacado del mar de la muerte, se une a los cristificados por la fe, pescados también ellos del mar, como alimento para saciar el hambre de cuantos se acerquen a Él. La Luz, se une a los iluminados constituidos en luz, para disipar las tinieblas del mundo.      

           Que así sea para nosotros en la Eucaristía.

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Jueves de la Octava de Pascua

Jueves de la Octava de Pascua 

Hch 3, 11-26; Lc 24, 35-48

Queridos hermanos:

    Hoy, las lecturas están en continuidad con las que escuchamos ayer. Destacan, sobre todo, la importancia de la celebración de la Palabra, insistiéndonos en la necesidad de poner en común los acontecimientos y las vivencias, el eco de la Pascua en nosotros: las experiencias del "paso" del Señor entre nosotros, mediante la acción de su Espíritu, fortaleciendo así los lazos de comunión entre nosotros. No hay otra actividad que pueda compararse con la de estar juntos y saborear los efectos concretos de la presencia del Señor en los hermanos. La experiencia de la Iglesia, al hacer presente las vivencias del paso del Señor, está registrada en las Escrituras, como acabamos de escuchar: "Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros".

Cristo ha muerto y ha resucitado para que nuestros pecados sean borrados, y la misión de la Iglesia es llevar este acontecimiento a todos los hombres mediante el testimonio de los discípulos. La resurrección de Cristo es buena noticia de salvación, manifestada, en primer lugar, por Cristo mismo a los testigos elegidos por Dios, como vemos en el Evangelio; salvación que se alcanza mediante la fe. La primera lectura presenta a Pedro dando testimonio de la resurrección y enseñando a la gente con sabiduría, ciencia e inteligencia sobre los acontecimientos. Todo esto por obra del Espíritu Santo, que le ha sido dado, haciendo una interpretación de la historia a la luz de la fe.

La resurrección no destruye la encarnación convirtiendo a Cristo en un mito, disolviendo así el misterio de la cruz y, por tanto, el de la redención. Al contrario, la completa, con el testimonio de la glorificación de la naturaleza redimida y con la glorificación de Dios en la plenitud de su obra. En Cristo resucitado subsisten, aunque gloriosas, las llagas de su pasión, como signo de su eterna intercesión en favor nuestro.

"Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo".

La palabra nos habla del miedo de los discípulos ante la sorpresa de ver aparecer al Señor, miedo que, seguramente, el Señor tendrá a bien ahorrarnos a nosotros, esperando, en cambio, que nos conceda la alegría de su Espíritu, aunque nos ocurra como a los discípulos, que "no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados". ¿Quién no ha dicho alguna vez, ante una buena noticia: "¡No me lo puedo creer!"?

Siendo la alegría un fruto del Espíritu, no pueden achacarse sus dudas a una falta de fe. El gozo que supone el encuentro con Cristo resucitado es de unos efectos sobrenaturales tales que las potencias del alma se reconocen ajenas a lo que experimentan, y suspenden su capacidad de afirmar la veracidad de lo que perciben. Las acciones del Señor en favor nuestro sobrepasan frecuentemente nuestras pobres expectativas, llenándonos de sorpresa, como le sucedió a Pedro: "Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador."

Las experiencias de los sentidos quedan relegadas a un segundo plano, o incluso se hacen totalmente insignificantes en relación con las experiencias sobrenaturales de la fe, como en el caso de Tomás: «Porque me has visto, has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).

Como en los discípulos de Emaús, el recuerdo abstracto de las Escrituras que tienen los discípulos está desligado del presente, quedando así privado de la capacidad de actualizarse, iluminando e integrando los acontecimientos de la historia con su particular expectativa acerca del Mesías. Esta será la acción del Espíritu Santo, mediante la cual Cristo abre sus inteligencias para comprender las Escrituras: "El Cristo debía padecer y entrar así en su gloria, y se anunciaría en su nombre la salvación". El pasado de las profecías está unido al presente del acontecimiento pascual y al futuro de la misión.

Que este sacramento de nuestra fe nos conduzca al encuentro con Cristo resucitado, en quien también nuestra cruz es luminosa y da gloria a Dios.

 Que así sea.

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Francisco, el Papa de los pobres

 

Francisco, el Papa de los pobres y descartados

 

Desde el momento en que Jorge Mario Bergoglio asumió el papado bajo el nombre de Francisco en marzo de 2013, quedó claro que su misión estaría marcada por la cercanía con los más vulnerables de la sociedad. Inspirado en San Francisco de Asís, el pontífice argentino ha hecho de la pobreza, la justicia social y la misericordia pilares fundamentales de su papado.

La elección del nombre "Francisco" no fue casualidad. En su primer discurso como Papa, Bergoglio expresó su deseo de una Iglesia “pobre para los pobres”. Esta declaración sentó las bases de un liderazgo centrado en la compasión y el servicio. Desde entonces, el Papa ha denunciado las desigualdades económicas, la explotación laboral y la indiferencia hacia los excluidos.

Su acercamiento a los grupos marginados ha sido constante: ha visitado cárceles, hospitales, barrios populares y campos de refugiados, llevando un mensaje de esperanza y dignidad a quienes muchas veces son ignorados por la sociedad. En diversas ocasiones, ha lavado los pies de presos y migrantes durante la Semana Santa, simbolizando el servicio y la humildad.

Uno de los conceptos clave del pontificado de Francisco es la "Iglesia en salida", una Iglesia que no se queda encerrada en sus estructuras, sino que se acerca a los más necesitados. Ha instado a los sacerdotes y obispos a salir de sus parroquias y trabajar junto a los pobres, los enfermos y los descartados. Su visión busca romper con cualquier barrera que impida que el mensaje cristiano llegue a todos sin excepción.

También ha sido crítico con el clericalismo, es decir, la tendencia de algunos dentro de la Iglesia a priorizar el poder y el estatus por encima del servicio. Francisco insiste en que los líderes eclesiásticos deben ser servidores, no funcionarios.

Uno de los temas más recurrentes en sus discursos y escritos es la denuncia de un sistema económico que perpetúa la pobreza y la exclusión. En su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”, el Papa condena la idolatría del dinero y afirma que la economía actual tiende a generar una cultura del descarte, donde los ancianos, los desempleados y los pobres son tratados como desechos.

Francisco ha pedido repetidamente un cambio en el modelo económico que permita una distribución más equitativa de los recursos. En encuentros con líderes mundiales, ha instado a reducir la brecha entre ricos y pobres y a luchar contra la indiferencia hacia los más vulnerables.

Desde los primeros días de su papado, Francisco ha mostrado una especial preocupación por la crisis migratoria. Ha visitado campos de refugiados en distintas partes del mundo y ha instado a los países a acoger y proteger a quienes huyen de la guerra, la pobreza y la violencia.

Uno de sus gestos más simbólicos ocurrió en 2016, cuando llevó consigo a Roma a un grupo de refugiados sirios tras su visita a la isla de Lesbos, Grecia. Este acto reflejó su insistencia en que los gobiernos y las sociedades no pueden volverse indiferentes ante el sufrimiento humano.

Otro aspecto importante de su papado ha sido su defensa de los derechos de los pueblos indígenas. En múltiples ocasiones ha denunciado la explotación de sus tierras y recursos naturales por parte de corporaciones y gobiernos. En el Sínodo de la Amazonía, celebrado en 2019, destacó la importancia de proteger el medio ambiente y los territorios indígenas frente a la destrucción causada por la explotación abusiva de la tierra.

Francisco ha escuchado las preocupaciones de los líderes indígenas y ha promovido una mayor inclusión de sus voces dentro de la Iglesia. Su esfuerzo por la ecología integral se refleja en su encíclica “Laudato Si’”, donde llama a una conversión ecológica para cuidar la "casa común".

El legado del Papa Francisco como defensor de los pobres y descartados es innegable. Su mensaje de misericordia, justicia y solidaridad ha resonado en todo el mundo, llamando a individuos y gobiernos a tomar acción contra las desigualdades y la indiferencia. En un tiempo marcado por crisis económicas, migratorias y ambientales, su voz ha sido un faro de esperanza para quienes más lo necesitan.

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Miércoles de la Octava de Pascua

Miércoles de la Octava de Pascua

Hch 3, 1-10; Lc 24,13-35

 

Queridos hermanos: 

Hoy, la Palabra nos invita a situarnos frente al acontecimiento pascual que celebramos en la Eucaristía. Los discípulos de Emaús hacen presente a Jesús y su Pascua: “Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado”, y Él, que está allí en medio de ellos, fiel a sus palabras: “Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo”, comienza a manifestárseles para constituirlos testigos de su resurrección. Esta es la experiencia pascual de la Iglesia: “Estaban hablando de estas cosas cuando Él se presentó en medio de ellos” (Lc 24, 36).

Dice el Evangelio que “iban dos de ellos; uno, llamado Cleofás”. Debían, ciertamente, ser al menos dos para testificar, pero ¿por qué uno queda en el anonimato? Hay quien afirma que el mismo Lucas era el otro testigo y, por eso, prefiere mantener incógnito su nombre. También podríamos interpretar este silencio como una invitación del evangelista a incluirnos en la Palabra y encarnar nosotros mismos el rol de testigos en el acontecimiento.

Cuando leemos la Escritura, nosotros somos el texto. No es tanto que el texto hable de nosotros o que nosotros nos encontremos en él, sino que nosotros somos el texto sagrado. Del mismo modo que el deseo de la música, como arte de combinar los sonidos con el tiempo, no es simplemente el ser oída, sino el vivir en nuestro oído; el ser nuestro oído mismo, parte de nuestra alma. Así, la Palabra desea hacerse "Uno" en nosotros a través del texto, como dice Lawrence Kushner: “In questo luogo c’era Dio e io non lo sapevo” (p. 170).

Por eso, de cada relación personal con la Palabra nace un nuevo significado basado en el sujeto que la estudia, la interpreta, la escucha, la proclama o la anuncia.

Los dos discípulos abandonaban la ciudad. La tristeza de la incredulidad velaba sus ojos y disolvía los lazos de la comunión que los congregaba en Jerusalén: “Tardos de corazón para creer”, les dirá Jesús.

Esto no debe sorprendernos, porque su experiencia del misterio pascual se reducía, entonces, al hecho de la pasión y muerte del Señor, y les faltaba todavía el testimonio de la Resurrección, del que el Señor iba a hacerlos testigos.

“Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado; sus ojos estaban como incapacitados para reconocerle.” Los Evangelios muestran, frecuentemente, que Cristo resucitado no es reconocido cuando aparece. Lo es en un segundo momento y solo por algunos. Juan explica este hecho con el verbo “manifestarse”: Cristo es reconocido no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es, por tanto, una gracia especial concedida a quien Él quiere, y que suele asociarse a una relación especial de amor a Cristo. Así sucede en el caso de Juan y de María Magdalena, y también en un contexto litúrgico, como en este pasaje o en el del Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20).

Podemos saber la consciencia que tenían los de Emaús acerca de Jesús antes de su pasión, muerte y resurrección por sus mismas palabras: “Jesús el Nazoreo, profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Esperábamos que fuese Él el que iba a librar a Israel.”

Los discípulos de Emaús tienen una memoria abstracta de las profecías mesiánicas y de las Escrituras en general, y una expectativa concreta del Mesías desligada la una de la otra: esperaban que Jesús expulsara a los romanos, al estilo de Judas Macabeo, que combatió precisamente en Emaús (1M 4, 3.8ss), y cuyo discurso ante la batalla es claramente mesiánico:

"No temáis a esa muchedumbre ni su pujanza os acobarde. Recordad cómo se salvaron nuestros padres en el mar Rojo, cuando el faraón los perseguía con su ejército. Clamemos ahora al Cielo, a ver si tiene piedad de nosotros, si recuerda la alianza de nuestros padres y destruye hoy este ejército a nuestro favor. Entonces reconocerán todas las naciones que hay quien rescata y salva a Israel."

Después del encuentro con Jesús, los discípulos vuelven a Jerusalén con una mentalidad distinta: el encuentro con Cristo resucitado y con la palabra de Jesús une, en su espíritu, pasado, presente y futuro. Esta es la obra del Espíritu Santo en la comunidad cristiana cuando se proclama la Palabra, como dice Etienne Nodet (Origen hebreo del cristianismo).

Siempre hemos escuchado y aceptado que los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús “al partir el pan”, como dice el mismo texto. Sin embargo, el texto también señala que Jesús “partió y les dio el pan”. Pero no dice solamente que entonces lo reconocieron, sino que “entonces se les abrieron los ojos”. Son las mismas palabras textuales, las exactas, de lo que les ocurrió a Adán y Eva al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y no solo al tenerlo en sus manos.

Si esta expresión, “entonces se les abrieron los ojos”, hace referencia a comer, parece, por tanto, coherente pensar que, también en el caso de los discípulos de Emaús, “se les abrieron los ojos” al comer el pan que Jesús “les iba dando”. Dicho en otras palabras, al comer el pan sobre el que Cristo pronunció la bendición, es decir, al comer del fruto del árbol de la vida, pues “el que coma de este pan, vivirá para siempre”.

El primer árbol, situado en el centro del Paraíso, el de “la ciencia del bien y del mal”, abrió los ojos a la muerte como fruto de la rebeldía; y el segundo árbol, también en el centro del Paraíso, los abrió a la vida, ante el signo oblativo de la fe. “Al partir el pan” significa, pues, participar plenamente del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, más que la simple contemplación del gesto de la fracción (cf. Hch 2, 42+).

Por eso, en este pasaje evangélico, se hacen presentes cada una de las partes de la Eucaristía en una verdadera catequesis mistagógica: ya en la liturgia de la Palabra, mientras les “explicaba las Escrituras”, y en la exhortación, cuando se les dice que “era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria”.

Después de haberse reconocido en el acto penitencial como “insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas”, el ardor de su corazón les hacía presentir la presencia de Jesús. La Palabra tiene la capacidad de hacerse presente cuando es proclamada. Puede entrar en quien la escucha y transformarlo, sigue diciendo Etienne Nodet.

Finalmente, en la liturgia eucarística, “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando”, y, sobre todo, en la consumación sacramental de la comunión, su corazón se abrió al misterio de la fe. Y, ante la fe, ya no es necesario el testimonio de los sentidos; bastan los signos sacramentales. Por eso, en ese momento, “Él desapareció de su vista”.

“¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!” Con esta expresión de júbilo, en la que el Espíritu entra en resonancia con el corazón humano, el acento divino se sintoniza con nuestra carne. La experiencia de su encuentro sacramental con Cristo es superior a la visión física.

Los discípulos regresaron a la comunión con la comunidad en Jerusalén, fortalecidos en su ánimo, dieron testimonio de la Resurrección y acogieron la confirmación de los hermanos: “¡Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” 

          ¡Que así sea también para nosotros en la Eucaristía! 

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Martes de la Octava de Pascua

Martes de la Octava de Pascua

Hch 2, 36 – 41; Jn 20, 11–18

Queridos hermanos:

Continuamos estos días contemplando los encuentros con Cristo resucitado de aquellos testigos que Él mismo ha elegido, los cuales presentan algunas características particulares.

Los Evangelios nos muestran con frecuencia que Cristo resucitado no es reconocido cuando aparece. Lo es en un segundo momento y solo por algunos. Juan explica este hecho con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es, por tanto, una gracia especial concedida a quien Él quiere, y que suele estar asociada a una relación especial de amor hacia Cristo. Así sucede en el caso de Juan y María Magdalena, y también en un contexto litúrgico, como en la “fracción del pan” con los de Emaús o en el Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20).

También el Señor, fiel a sus palabras: “donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, no duda en manifestárseles para constituirlos testigos de su resurrección.

Frecuentemente, además, la Escritura asocia la aparición del Señor al hecho de que los discípulos se encuentran comentando los acontecimientos de su Pascua: “Estaban hablando de estas cosas…”; “Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado”.

Pero sobre todos estos encuentros, la Iglesia destaca aquellos otros en los que el Señor no aparece: “Dichosos los que creen sin haber visto”, porque han recibido el testimonio del Espíritu Santo, que es superior al que dan los sentidos. Esa es la razón por la cual, cuando los discípulos de Emaús reconocen al Señor, Cristo desaparece de su vista. Ante la fe, huelga la visión. Más aún, al ver al Señor algunos seguían dudando.

La manifestación de hoy a María Magdalena parece preparar los posteriores encuentros con los once, que tendrán un carácter mistagógico y sacramental, con las palabras: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre, a mi Dios y (ahora) vuestro Dios”.

El Verbo eterno de Dios es el Hijo, en palabras de Cristo. Ha asumido un cuerpo para que se realice la voluntad divina respecto a los hombres. Por eso, al entrar en este mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo, pues de mí está escrito en el rollo del libro, a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 5s). La voluntad del Padre es que los hombres sean “incorporados”, por adopción, a la filiación divina de Cristo; lleguen a ser hijos en el Hijo; que los hombres sean de Dios. Los discípulos de Jesús de Nazaret se convertirán así en hermanos de Cristo, en miembros de su “cuerpo” y en hermanos entre sí. Como dijo el Papa Benedicto XVI en la Vigilia Pascual del año 2008: “Cristo Resucitado viene a nosotros y une su vida a la nuestra, introduciéndonos en el fuego vivo de su amor. Formamos así una unidad, una sola cosa con Él, y de ese modo una sola cosa entre nosotros; experimentamos que estamos enraizados en la misma identidad; no somos nunca realmente ajenos los unos para los otros”.

Y como acontece con el hombre al nacer, que al nacimiento de la cabeza sucede el del cuerpo sin solución de continuidad, así será también en Cristo resucitado y en su elevación al Padre. Por eso dice: “Subo a mi Padre y vuestro Padre”. Es como si Cristo dijera: “Vosotros subís conmigo; subís en mí; sois mi cuerpo”. Así lo expresa también san Pablo: “hemos sido resucitados con Cristo y sentados con Él en los cielos”. Esta es la obra que el Padre ha encomendado al Hijo, y he aquí que ha sido consumada por su entrega redentora y su resurrección: El Padre ha formado un cuerpo para Cristo, haciendo a los hombres en comunión con Él, miembros de ese cuerpo, que es su esposa, carne de su carne. Y continuaría diciendo Cristo: “Ahora sois uno en mí, como yo soy uno con el Padre”. Sólo en esta unidad eclesial nos será lícito invocar a Dios como nuestro Padre y como nuestro Dios.

María Magdalena tendrá que esperar a que se consume el nacimiento del cuerpo de Cristo para ser “esposa” de Cristo en la comunidad, para poder “tocar” a Cristo resucitado. Así ocurre en el Evangelio según san Mateo que veíamos ayer (Mt 28, 9), en el que, junto a las otras mujeres, en comunidad, sí puede “tocarle y no soltarle”, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré”, hasta que se consume mi unión con Él, en la morada del amor en que fui concebida (cf. Ct 3, 4).

Sólo en el cuerpo de la comunidad que es la Iglesia nos es dado, como ahora, en la Eucaristía, incorporarnos al cuerpo de Cristo en la comunión de los hermanos; gustar y ver qué bueno es el amor del Señor; asirnos a sus pies y adorarle.

           Que así sea

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Lunes de la Octava de Pascua

Lunes de la octava de Pascua

Hch 2, 14. 22-32 ; Mt 28, 8-15

Queridos hermanos:

Es muy importante que la Iglesia, desde el primer día después de la Resurrección, lo primero que hace, a través de la liturgia, es presentarnos su misión: anunciar el Evangelio, sobre todo con el testimonio del amor. Recibido el anuncio de los ángeles, las mujeres son las encargadas de llevarlo a la Iglesia. Con el anuncio del Evangelio, el Señor va formando la comunidad de los creyentes, que es su esposa, a la cual le es permitido abrazarse a sus pies.

“Seré en tu boca”, dijo el Señor a Moisés. Como él, también la Iglesia, enviada por Dios al mundo entero, hará presente al Señor en la predicación, ya desde los comienzos, aun antes de recibir el Espíritu, que completará el testimonio de su amor mutuo. Los hombres verán entonces a Dios en la vida y en la boca del enviado: “Yo seré en tu boca, estaré contigo y me manifestaré”.

Galilea es el lugar donde todo comienza: el primer encuentro con Cristo, el lugar de la llamada y de la promesa de la misión. Allí, la relación con el Señor se ha hecho cercana y personal; se ha hecho camino, seguimiento en su compañía cada vez más íntima, a la escucha de la Palabra. Allí, los discípulos han sido amaestrados, y Cristo se ha dejado conocer por ellos. Allí han comenzado a amarle. Galilea es también la frontera desde la que Israel se abre a las naciones, «Galilea de los gentiles», y es el paradigma de la predicación, en la que los discípulos verán a Cristo que los acompaña y actúa con ellos: “Irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis”. Jesús ha terminado su misión entre las ovejas perdidas de la casa de Israel, y ahora toca a sus discípulos llamar a los gentiles, pues van a ser enviados a las naciones. Es la hora de la Iglesia que vemos en la primera lectura comenzando el testimonio de la predicación: ¡Cristo ha resucitado! Constituido Señor con poder.

En el Evangelio vemos que el anuncio del ángel pasa a la Iglesia, como pasó antes a la Virgen María. Y tan irregulares como lo fueron dos mujeres para testificar en Israel, lo será la Iglesia que se abre a los gentiles. Lo que no fue concedido a María Magdalena sola, porque abrazarse a los pies era privativo de la esposa: “No me toques, que todavía no he subido al Padre”, le es concedido en compañía de las otras mujeres; le es concedido a la comunidad, a la Iglesia, esposa de Cristo, presente en las mujeres enviadas a testificar la resurrección a los discípulos: “Ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron”.

Cristo mismo confirma a las mujeres, a quienes el amor ha llevado al sepulcro en su busca, en su misión ante los discípulos: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».

Es curioso que el Evangelio nos relate que, ya desde el comienzo, la mentira tenga, mediante la seducción del dinero, sus propios propagadores. Lutero mismo se sorprendía, en su momento, de las “alas” con las que se propagaba su rebelión. ¿Cuál no deberá ser nuestro celo en la misión, habiendo sido constituidos heraldos de la Verdad del amor misericordioso del Padre, en Jesucristo?        

           Que así sea.  

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Domingo de Pascua

 Domingo de Pascua (misa del día)

Hch 10, 34a.37-43; Col 3, 1-4 ó 1Co 5, 6-8; Jn 20, 1-9, o el propio de la Vigilia, o en las misas vespertinas: Lc 24, 13-35. 

Queridos hermanos:

         En este primer día de Pascua, el Evangelio nos presenta a dos discípulos, grandes amantes del Señor, a los que el amor hace percibir la presencia del Amado, anticipándose al testimonio de los sentidos. María Magdalena es la primera discípula en llegar al sepulcro y la primera en ver y anunciar al Señor a los apóstoles; la primera en descubrir la tumba vacía y poner en movimiento a los apóstoles. El apóstol Juan, evangelista y místico teólogo, se nos presenta en su pureza casta, como modelo inolvidable para esta generación tristemente enfangada y descreída, impedida para alzar el vuelo hacia la contemplación del Señor resucitado. "Ver y creer" fue su actitud ante la tumba vacía, que nos confirma el testimonio interior que el Espíritu del Hijo daba a su discípulo amado.

¡Es el Señor! El amor siempre se adelantaba a la percepción de los sentidos, limitados como están en su pequeño mundo físico, frente a los horizontes infinitos del espíritu que se abren para quien ama. Hijo del trueno por su celo, águila por su elevación de miras y de vuelos, contemplador privilegiado de la gloria y la agonía de Cristo, había recibido la gracia de acoger a María, la Virgen Madre, junto a la cruz de su Hijo. Hoy, considerado apóstol del Asia Menor y confesor invicto, nos presenta también su sumisión filial ante la elección recibida por Pedro, dándole precedencia para el testimonio, no sólo de la resurrección, sino de todo el misterio de nuestra salvación, como dice la primera lectura.

Pescador de hombres por designación profética divina, recibió del Señor la promesa de sentarse a juzgar a las doce tribus de Israel. Él, que pretendió sentarse junto a Cristo en su reino, fue revestido de paciencia para esperarlo aquí hasta su retorno glorioso, si tal hubiera sido la voluntad de su Maestro.

Cristo ha resucitado y se manifiesta a quienes lo aman, para que su testimonio brote de un corazón vigilante que intuye su presencia más que de la percepción de los sentidos. Elevemos, por tanto, nuestro corazón a las alturas celestiales para encontrar a Cristo, vida nuestra, como dice la segunda lectura, en espera de su retorno glorioso.             

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Vigilia Pascual C

Vigilia Pascual C

Lc 24, 1-12

Queridos hermanos:

El evangelista nos dirige en esta Noche Santa estas palabras: “¡No está aquí, en la soledad del sepulcro donde fue sembrado su cuerpo! ¡Ha resucitado!”. Si buscáis a Cristo Jesús, el Crucificado, no tenéis de qué temer, porque el que pidió el perdón para nosotros ha sido escuchado, ha resucitado y ha sido constituido Espíritu que da vida. El que fue bautizado en la muerte ha resurgido a la Vida Eterna. El que fue talado en este huerto ha brotado como “Renuevo del tronco de Jesé”; ha surgido como un “Vástago de sus raíces”. El pastor que fue herido está de nuevo al frente de su rebaño para reunir a las ovejas dispersas; va delante de nosotros abriendo camino y nos saldrá al encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado! El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.

Hemos escuchado el testimonio de los ángeles: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!”. Los ángeles se lo han testificado a las mujeres, las mujeres a los apóstoles y los apóstoles a nosotros, para que nosotros lo testifiquemos con nuestra vida al mundo entero, comenzando por los más cercanos, amándonos y viviendo en comunión, siendo “uno” con los hermanos, con Cristo y con el Padre, para que el mundo crea.

La piedra ha sido removida, y con ella nuestras frustraciones y nuestros fracasos. Hay que dejar el sepulcro de la corrupción y de la impotencia, porque Cristo no está allí y nos llama a seguirlo sin miedo, porque Él ha vencido la muerte para siempre. ¡Cristo ha resucitado! La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida celeste ha irrumpido en el infierno y lo ha despojado. La noche sempiterna se ha hecho clara como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha desembarazado de su culpa. En nuestra generación nos alcanzó la condena por nuestra desobediencia, y en nuestra regeneración por la fe, la gracia de la sumisión.

        “Cristo ha resucitado, y con su claridad ilumina al pueblo rescatado con su sangre”. Lo hemos celebrado en el simbolismo del Cirio Pascual y lo reviviremos con la aspersión del agua bautismal, con la que la Iglesia romperá aguas en estos que hoy serán bautizados. Sentémonos a la mesa del Señor, que viene a servirnos vida eterna en su cuerpo y en su sangre.

Como hemos dicho en la oración después de la séptima lectura: ¡Que lo abatido se levante, lo viejo se renueve y vuelva a su integridad primera, por medio de nuestro Señor Jesucristo, de quien todo procede! ¡Él, que vive y reina con el Padre, por los siglos de los siglos!

Esa es nuestra misión, y ese debe ser el fruto de la Pascua, en la que nuestros pecados han sido perdonados por la sangre de Cristo.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

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VIGILIA PASCUAL

Vigilia pascual

A: Mt 28, 1-10; B: Mc 16, 1-8; C: Lc 24, 1-12 

Queridos hermanos: 

Esta noche estamos velando porque, cada año, en esta noche, el cielo se hace presente en la tierra. Así como los ángeles viven siempre porque velan siempre —ya que la vida celeste es eterno día y vigilia, porque no hay allí noche ni sueño, sino luz, verdad y vida—, al velar nosotros ahora, traemos a nuestra consideración la vida celeste y angélica. En la Resurrección seremos como ángeles, según las palabras del Señor. Por eso, la presencia del Señor fue día y vigilia en la noche de Egipto, cuando irrumpió en ella la vida celeste.

En el principio sucedió que, sobre las tinieblas de la nada, con la Palabra del Señor irrumpió la luz del ser y de la vida que estaba en Dios eternamente. Como culmen de la creación fue hecho el hombre: luz en el espacio, el tiempo y la existencia. Entonces puso Dios al hombre ante los caminos de la vida y de la muerte, y el hombre vino a ser luz y libertad en el espacio, el tiempo y la existencia.

Pero el hombre eligió el camino de la muerte. Se apagó su luz, el hombre tuvo miedo y vino a ser esclavo (Hb 2, 15) en el espacio y el tiempo de su existencia. "Se dio cuenta el Señor de que el hombre era ya incapaz de llevar sobre sí su luz, y tuvo que esconderla bajo su trono hasta que viniera el Mesías" (Mans, F. Introducción al Judaísmo, cap. 7, p. 141).

Él daría a los hombres ojos nuevos: "un corazón y un espíritu nuevos", y traería la Luz. Por eso, al llegar Cristo decía en su predicación: "Yo soy la luz del mundo; el que me ve a mí, ve al Padre". Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna. Trajo la luz a los ciegos y a cuantos vivíamos en tinieblas. Mientras tanto, el cuarto día de la creación, Dios creó el sol, la luna y las estrellas que alumbraran de día y de noche hasta que el hombre fuera nuevamente luz, y fueran creados cielos y tierra nuevos.

Y Dios llamó al hombre y le dijo: Abandona en mí tu corazón, tu cuidado y toda tu esperanza. Así lo hizo Abrahán, y el hombre volvió a ser, en el tiempo, el espacio y la existencia, amigo de Dios. Así nació la fe.

Dios escuchó, vio y conoció los sufrimientos de su pueblo (Ex 3, 7). De noche bajó a Egipto, y cambió la noche en día y en vigilia de esperanza: la noche fue clara como el día, y así nació la Pascua del Señor. El hombre fue amigo de Dios en la fe y en la esperanza, en el tiempo, el espacio y la existencia.

Después, Dios envió a los profetas para recordar a los hombres su Alianza universal de amor y para que no se extinguiera nunca la esperanza en nosotros, hasta que viniera Cristo, nuestra Pascua, para darnos de nuevo la libertad. Así llegamos a ser, en el espacio, el tiempo y la existencia, luz, fe, esperanza y libertad para poder amar.

Resucitó el Señor y nos entregó su Espíritu; nació la Iglesia, y el hombre llegó a ser hijo de Dios. Ahora, ha llegado de nuevo el Día que burló a la noche, y las tinieblas han quedado fuera. Salgamos, pues, vayamos con Cristo y arranquémosle sus muertos al infierno con la Palabra del Señor.

Abundantemente escuchada la Palabra, que nos introduce en una más profunda comprensión del misterio de esta noche santa, las lecturas han traído a nuestra memoria las grandes noches de la historia de la salvación, en las que la luz de Dios viene para destruir las tinieblas. La primera es la noche de la creación, en la que, sobre las tinieblas de la nada, irrumpe la vida celeste y es creada la luz de Dios. La última es la noche de la nueva creación, que nos da el sentido espiritual de la Pascua, como dice Filón de Alejandría. Dice san Pablo: "Vosotros sois criaturas nuevas" (cf. 2Co 5, 16-20).

Según un targum encontrado en la Biblioteca Vaticana, en la primera noche Dios se manifestó en el mundo para crearlo. El mundo no era sino confusión y tinieblas difundidas por el abismo. Noche de la Creación, en la que Dios ha liberado su obra, que estaba amenazada por las tinieblas. Había una lucha entre la luz y las tinieblas, y esta fue la primera victoria, porque la palabra de Dios era la luz que brillaba, y “las tinieblas no la vencieron”. Esta es la primera redención, en la que el mundo fue salvado: Pascua de la Creación.

La segunda es la noche de Abrahán; la noche de la fe. Según el libro de los Jubileos, fue Abrahán quien instituyó la Pascua al sacrificar un cordero en lugar de su hijo. En la segunda noche (continúa el targum), Dios se aparece a Abrahán, cuando tenía 90 años, para cumplir la Escritura que dice: “¿Quizás Abrahán generará y Sara dará a luz?”.

Cuando Isaac tuvo la edad de 37 años fue ofrecido sobre el altar. Isaac pidió a su padre: “¡Átame, átame fuerte!, no sea que por el miedo me resista; porque entonces tu ofrenda no será válida”. Isaac aceptó voluntariamente ser atado, y su Aquedah obtuvo un mérito no solo para él, sino también para sus hijos. Por eso los hebreos rezan siempre diciendo: “Recuerda el Aquedah de Isaac”. Y los cristianos decimos: Recuerda los méritos de nuestro Señor Jesucristo, el verdadero Isaac; pues también él fue atado. En la narración de la pasión, Cristo es presentado atado ante el sumo sacerdote (cf. Jn 18,12).

Esta es la segunda noche. Y continúa diciendo el targum que, cuando Isaac estaba amarrado sobre el altar, sometido libremente a la voluntad de Dios, vio la perfección de la gloria. Pero, como el hombre no puede ver el cielo, porque no puede ver a Dios, salvó su vida porque confió en Dios, pero se quedó ciego. Por eso dice la Escritura que, cuando Isaac era viejo, no fue capaz de distinguir a sus hijos, dando la bendición al segundo en vez de al primero (cf. Gn 27,1-45). Su ceguera no fue un castigo, sino la consecuencia de una gracia, por la cual vio la gloria de Dios. En el Evangelio aparece esto mismo con el ciego de nacimiento: “¿Quién ha pecado?”, y Cristo dirá: “Es para que se manifiesten las obras de Dios. Si crees, verás la gloria de Dios” (cf. Jn 9,1). Feliz ceguera que le ha permitido ver la gloria de Dios. San Agustín dirá: ¡Feliz culpa que mereció tan grande Redentor! Feliz esta noche de tinieblas que nos trae tan grande Luz. Pascua de la fe.

En la tercera noche, continúa el targum, Dios visitó a Egipto. Su izquierda mató a los primogénitos de los egipcios, y su derecha protegió a Israel, para que se cumpliese la Escritura: “Mi hijo primogénito es Israel” (cf. Ex 4,22). Esta es la Pascua de Yahveh.

En la cuarta noche, el mundo viejo llegará a su final para ser disuelto, y en Cristo resucitado aparecerá la nueva creación. Los yugos de hierro serán despedazados y las generaciones perversas serán derrotadas. Moisés subirá de en medio del desierto y el Rey Mesías vendrá de lo alto. Uno caminará a la cabeza del rebaño, y el otro a la cabecera de la nube; y su palabra caminará entre ellos. Yo y ellos caminaremos juntos de nuevo en la noche de Pascua para la liberación de todo el mundo, cuando esté totalmente bajo la dominación de la esclavitud, dice el Señor.

Es la noche de la nueva creación en Cristo, el tiempo de la Iglesia. Esta noche se prolonga desde la primera a la última Pascua de Cristo. Dice san Jerónimo que el retorno de Cristo tendrá lugar en la noche de Pascua. Por esto, los primeros cristianos no celebraban la Pascua hasta medianoche. Si no llegaba el Señor, comenzaban la celebración.

Esta es la noche en que Cristo es entregado: Dios lo entregó por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; el diablo por temor a que, con su doctrina, arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya por su doctrina y sus milagros (Orígenes, in Matthaeum, 35).

Fue providencia divina que los príncipes de los judíos, que tantas veces habían buscado ocasión de sacrificar a Cristo, no pudieran saciar su furor más que en la solemnidad de la Pascua. Convenía, pues, que lo que había sido figurado y prometido mucho antes tuviese manifiesto y cumplido efecto, y el sacrificio figurativo fuera sustituido por el verdadero. Se completó así con un solo sacrificio el de las variadas y diferentes víctimas, para que las sombras desapareciesen ante la realidad, y cesaran las figuras en presencia de la verdad. Las ceremonias legales se cumplen cuando desaparecen (San León Magno, sermones 58, 1).

          La Pascua de Cristo nos alcanza de nuevo como memorial suyo, para arrastrarnos a la vida nueva y sentarnos con Él en los cielos. Las lecturas nos recuerdan también las enseñanzas de los profetas sobre la Alianza, y aquellas que preanunciaban la universalidad de la salvación. Ayer todo era sueño y esperanza; esta noche de vela, ahuyentado el sueño, lo ha convertido todo en realidad.

¡Gloria a Dios en lo alto del cielo! ¡Que suenen las campanas, porque en Cristo hemos recibido la vida nueva en el Bautismo! ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!

Esta es la buena noticia traída por las mujeres. Lo hemos escuchado en el testimonio de los ángeles: «No os asustéis. No temáis. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; no está aquí, en la soledad del huerto donde fue sembrado su cuerpo. Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. ¡Ha resucitado, no está aquí!»

Estas mismas palabras nos dirige el evangelista en esta noche santa: “¡No está aquí, ha resucitado!”. Si buscáis a Cristo Jesús, el Crucificado, no tenéis por qué temer, porque ha resucitado, constituido Espíritu que da vida. Fue bautizado en la muerte y ha resurgido a la Vida Eterna. Fue talado en este huerto, pero ha brotado como renuevo del tronco de Jesé; ha surgido como un vástago de sus raíces.

El pastor que fue herido está de nuevo al frente de su rebaño; va delante de nosotros abriendo camino y nos saldrá al encuentro en el testimonio de la misión: ¡La muerte ha sido vencida y el pecado ha sido perdonado! La vida precaria en este mundo ya no volverá a ser lo que fue, porque se ha abierto una brecha en medio de la muerte fatal. La vida celeste ha irrumpido en el infierno. La noche sempiterna se ha vuelto clara como el día. Las cadenas de la esclavitud han sido rotas, y Adán se ha desembarazado de su culpa. Por la generación nos alcanzó la condena de la desobediencia, y por la regeneración de la fe, la gracia de la sumisión.

“Cristo ha resucitado, y con su claridad ilumina al pueblo rescatado con su sangre”. Lo hemos celebrado en el simbolismo del Cirio pascual y lo reviviremos con la aspersión y la inmersión bautismal, con la que la Iglesia romperá aguas en estos que hoy serán bautizados. Vamos a recordar nuestro bautismo y a renovar nuestra adhesión a Cristo; que el agua caiga sobre nuestras cabezas como la sangre de Cristo empapó la tierra y nos purifique de nuestras faltas. Vamos a implorar también esta gracia para todos los hombres.

Que el cuerpo y la sangre de Cristo sacien el hambre de nuestro ayuno del mundo y sus vanidades, y nos hagan un espíritu con Él. Él es nuestra Pascua. Entremos con Él en la muerte y renazcamos con Él glorificados. Sentémonos con Él en la gloria a celebrar su victoria.

¡Que lo abatido se levante, lo viejo se renueve y vuelva a su integridad primera, por medio de nuestro Señor Jesucristo, de quien todo procede! ¡Él, que vive y reina con el Padre, por los siglos de los siglos! (cf. oración después de la 7ª lectura).

 

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