Viernes 3º del TO
Mc 4, 26-34
El Evangelio de hoy nos habla del Reino
de Dios como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de su
semilla, que brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su
propia virtud. Brota del germen de Israel, mostrándonos la fidelidad de Dios a
sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol capaz
de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si
la semilla es mantenida en el corazón de la tierra. El que llegue a ser árbol
acogedor, cargado de fruto abundante, depende de la virtud y la fuerza interior
de la semilla, después de haberse desarrollado como hierba, tallo y espiga. El
germen divino del Reino es imprescindible, pero pide la libre acogida de
nuestra voluntad, para que pueda desarrollarse en nosotros.
No son comparables los cuidados humanos
necesarios, con la virtualidad de la semilla y la inmensa riqueza de la tierra.
El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio es la acción
dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se alían con
la fortaleza en un canto a la esperanza y a la fidelidad del Señor. Así es
también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca de un corazón
empedernido.
La semilla del Reino necesitará de un
tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios,
durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba puede
frustrar la potencialidad del fruto, que es la acción de Dios. Si es semilla de
fe, tendrá la potencia de mover montañas cuando llegue a la madurez del fruto
en la caridad.
Todo está en función del fruto, que debe
ser cortado y guardado en el granero, de la unión con Dios que es amor. Al
final del trabajo está el descanso, y el amor, que está al origen, es también
el impulso y la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta
que Dios sea todo en todos y para siempre.
El Reino de Dios es Cristo, retoño verde
de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra carne como semilla sembrada en
un campo, “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar” (Is
53, 2). El Hijo del carpintero se manifiesta Hijo de Dios y extiende sus brazos
sobre el árbol de la cruz, para acoger en las ramas de su cuerpo, que es la
Iglesia, a todos los hombres. La semilla divina acogida por María ha hecho
posible, por obra y gracia del Espíritu Santo, el nacimiento de un pequeño niño,
que ha venido a ser pueblo universal de salvación. Así ocurre en quien
acogiendo el Kerigma en el corazón por la fe llega a ser un hombre nuevo, hijo
de Dios, que un día se manifestará plenamente, cuando pueda ver a Dios tal cual
es.
Hoy somos invitados a acoger al Señor,
aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía débil y en apariencia
despreciable. Salvación y misión son las características del Reino. Planta que
necesita ser cuidada y mantenida limpia en el seno de nuestra tierra. A este Reino
somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto
de la Caridad de Cristo. Campo donde maduran la mies y los racimos; mies
segada, triturada y cocida al fuego; racimos prensados y fermentados en el
lagar; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio y Pascua de Cristo.
Eucaristía a la que el Señor dará el incremento con nuestra perseverancia.
“Venga a nosotros tu Reino”.
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