Martes 3º del TO
Mc 3, 31-35
Queridos hermanos:
Cuando
Dios Padre decide la encarnación de su Hijo, inmediatamente le prepara una
familia en la tierra: una madre inmaculada, María, y un padre justo, José. Ya
sabemos que su único y verdadero Padre, celeste, lo engendró desde toda la
eternidad. Además, el Padre ha querido que su Hijo tuviera también hermanos,
que como nos ha dicho el Evangelio, son aquellos que hacen la voluntad de Dios,
y ha querido dotarlos de las mismas cualidades de sus padres terrenos:
inmaculados como María y justos como José. En efecto, a quienes llama, les
quita sus pecados por el bautismo y los hace justos por la fe. Para permanecer
siendo “madres y hermanos” de Cristo, necesitamos defender esta gracia, que se
pierde por el pecado, apartándonos de la voluntad de Dios.
Aquellos
en los que la palabra prende y permanece, dando fruto, son la familia de Jesús,
porque reciben su Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio: “La carne no sirve para
nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice san Juan: “Sabemos que hemos
pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”. La vida y la
muerte se corresponden con la fe y la incredulidad. El Evangelio pone de
manifiesto la incredulidad de sus parientes respecto de Cristo, al que consideran
“fuera de sí” (Mc 3, 21), y de su pueblo, que trata de despeñarlo de su ciudad
de Nazaret (Lc 4, 29). “Ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5). En
cambio, destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos que serán primeros.
Cristo conoce perfectamente esta cerrazón cuando dice que ningún profeta es
bien recibido en su patria (Lc 4, 23-24) y en su casa carece de prestigio (Mt
13, 57).
Jesucristo
ha venido a unir con los lazos de la fe, en un mismo espíritu, a todos los
hombres para formar la familia de los hijos de Dios, que conciben, gestan y dan
a luz a Cristo. Lo conciben por la fe, lo gestan por la esperanza y lo dan a
luz por la caridad.
Por
encima de parentescos y patriotismos, Cristo viene a llamar a toda carne a su
hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los lazos de la carne son
naturales, mientras que los de la fe son sobrenaturales, vienen del cielo.
Cristo afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha
carne en Él, y fructifica en el corazón. Por la fe, se recibe el espíritu de
Cristo como verdadero parentesco.
¿Cómo
podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre si él mismo
no lo pusiera en práctica? Por encima de los lazos carnales están los misterios
del amor del Padre, su voluntad, su envío.
La carne dice: “Dichoso el seno que te llevó”. El Espíritu, en cambio, dice:
“Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado y visto
fructificar en ellos la Palabra hecha carne. Los parientes que permanecen fuera
invocando la carne no son tan dignos de consideración como los “extraños”, que
dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una auténtica hermandad y
maternidad. A esta fe somos llamados también nosotros, para que podamos dar a
luz a Cristo y ser con él, hijos de su mismo Padre.
Hoy
la palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a
amar.
Que así sea.
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