Miércoles 1º del TO
Mc 1, 29-39
Queridos hermanos:
Como dice Job, la vida es una misión y
un servicio. Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio,
un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino. Pero como
la meta es el Amor, el camino no consiste en cubrir una distancia, sino en
progresar en el “conocimiento” de Dios a través de la entrega al prójimo,
porque nuestro camino no lo realizamos en soledad sino en racimo. Saliendo del
ámbito de nuestro yo, de la posesión, y encontrando a los demás que nos rodean
mediante nuestra entrega, vamos progresando en nuestra ascensión amorosa, hasta
alcanzar al Yo, Señor del universo que se nos ha manifestado en Cristo.
En Cristo se da el recorrido inverso al
nuestro. Él ha “salido” en misión desde el extremo centro de la dimensión
divina, para alcanzar nuestra extraviada realidad, que deambula en el espacio y
el tiempo, muerta a consecuencia del pecado. Cristo ha recibido también un
cuerpo y ha sido injertado en un principio como el nuestro, para que, a través
del Evangelio, consiga unificarnos en el amor.
Él se ha acercado a los postrados en su
lecho, impedidos por la fiebre de sí mismos, y les ha tomado de la mano,
levantándolos para el servicio de la comunidad. Sus manos clavadas han dado
vida a las nuestras, consumidas por la fiebre del mal. Hemos sido levantados
para permanecer en pie y testificar la verdad que se nos ha manifestado. La fe
y la esperanza de la hemorroísa tocaron a Cristo para alcanzar la curación, y
hoy la caridad de Cristo toma la mano de la enferma para restablecerla. Él, que
iba a tomar sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en curar a los
que estaban sometidos al dominio del mal.
Cristo testifica la verdad del amor del
Padre, que no se ha desvanecido por el pecado, para deshacer la mentira
primordial del diablo y reunir a los que son de la verdad. Pablo anuncia el
Evangelio para suscitar la fe, como un deber del que no puede desertar y para
el que ha sido ungido con el Espíritu Santo.
Como la suegra de Pedro, también los que
acogen el testimonio de los enviados son constituidos en anunciadores de lo que
han recibido, incorporándose al servicio de la comunidad en el amor. La gracia
de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu
Santo, van así impregnando los tejidos de la humanidad, que se encamina a la
realización definitiva de su vocación universal al Amor.
Ahora, en la Eucaristía, somos servidos
por el Señor, que nos entrega su cuerpo y su sangre para la vida del mundo.
Que así sea.
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