Sábado 1º del TO
Mc 2, 13-17
Queridos hermanos:
A través de la llamada a Mateo, Cristo
busca a los pecadores: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores;
no necesitan médico los sanos sino los que están mal". Mientras Cristo se
acerca a los pecadores, aquellos fariseos se escandalizan. Si el acercarse
Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que
escandaliza a los fariseos. Quizá estos fariseos tengan menos pecados que los
publicanos y pecadores, pero de lo que sí carecen por completo es de
misericordia. Por eso Cristo les dirá: "Id, pues, a aprender qué significa
Misericordia quiero, que no sacrificio". De qué sirve a los fariseos pecar
menos si eso no los lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.
Ser cristiano es amar, y no sólo no
pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o
nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio?
Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación. Todos somos llamados al
amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de
progreso en la caridad, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca
en Dios. El punto de partida de este itinerario es la humildad, que además
acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos
reconocemos pecadores y testificamos el amor de Dios en nosotros. La palabra
nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable que no sólo cura
como vemos en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por
casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de
rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta
la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia,
comprobaremos que todas están en este contexto: "este hijo mío estaba
muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la
vida". También a Nicodemo le dice Jesús: "En verdad, en verdad te
digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios".
Se trata, por tanto, de un amor que
gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace
sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo, por tanto, profundo y
consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como
nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo
un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra lleva consigo la
fecundidad que trae fruto, y que en Abrahán se hace vida más fuerte que la
muerte en la fe y en la esperanza; pacto eterno de bendición universal.
La Misericordia de Dios se ha encarnado
en Jesucristo y ha brotado la Vida por la acción del Espíritu, y no para
desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una
alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención
regeneradora, que justifica, perdona y salva. Conocer este amor de Dios es
haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe, contra toda
desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos. Para aprender
este conocimiento de Dios y esta misericordia envía el Señor a los judíos, y
también nosotros somos llamados a ello, para que la Eucaristía a través de esta
palabra sea: "Misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios más que
holocaustos".
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